Relato cotidiano del desamparo emocional
Esto es una historia real. Otra más. Seguramente al leer esto pensarás en la tuya propia, en la de un amigo, familiar o conocido. Es muy habitual y seguro que no te sonará ajena. Carolina es el nombre ficticio de una enfermera que encadena trabajos temporales en la sanidad pública madrileña. Compatibiliza esos trabajos con unas horas diarias en una residencia de ancianos. En lo peor de la pandemia le ofrecieron uno de esos contratos precarios cuando la situación comenzó a desbordarse. Los primeros días estaba asustada, es una enfermera con experiencia en UCI, acostumbrada a perder pacientes por la gravedad de sus dolencias, pero nunca vivió algo así. Repetía una y otra vez que era una situación de guerra. De la UCI iba a la residencia, donde más del 30% de sus ancianitos, como ella los llama, fallecieron. Y tenía que volver a casa a dar de mamar a su bebé cada día con el miedo de contagiarla.
En casa le esperaba Ángel, que se quedó en casa por un ERTE y podía cuidar de la peque prescindiendo de los abuelos, que son imprescindibles en circunstancias normales para que ambos puedan trabajar. Es camarero, trabaja cerca de diez horas de forma habitual pero durante el confinamiento las pasaba cuidando de la pequeña y atemorizado con la posibilidad de que Carolina se contagiara. Las noticias lo agobiaban hasta el ahogo cuando veía las cifras de sanitarios contagiados sabiendo que su compañera no tenía la protección necesaria para realizar su trabajo. Tras el final del estado de alarma ambos comenzaron a trabajar y la niña tuvo que volver con los abuelos. Pese a ser conscientes del riesgo que corren, no hay otra solución. No tienen elección.
Carolina y Ángel ayer suspendieron su boda preparada para septiembre porque escucharon a Salvador Illa recomendar que no haya contacto entre más de 10 personas. Tendrán que seguir trabajando, Ángel de camarero atendiendo terrazas abarrotadas y Carolina en una residencia de ancianos en la que todavía no hay protocolos y en un hospital que cada día ve otra vez llenándose. Han decidido ser responsables a pesar del desasosiego emocional que les provoca tener que acudir cada día a trabajar sin que las autoridades cumplan sus obligaciones cuando ellos deciden cumplir hasta las recomendaciones en su tiempo de ocio y para esa celebración que llevaban meses preparando con ilusión.
La apelación constante a la libertad individual lleva aparejado un riesgo que no se tiene en cuenta cuando desde las instituciones no se toman decisiones efectivas en las materias sobre las que el ciudadano no tiene capacidad de decisión y arriesga, obligado, su vida al tener que acudir a su trabajo. El hartazgo puede aparecer cuando se exige demasiado a los ciudadanos mientras no se les protege. Puede llevar a la insumisión social. La concienciación social empieza por el ejemplo desde las administraciones. Se puede pedir a las trabajadoras que no vean a sus familias durante un tiempo mientras ven en los paneles del Metro que el próximo convoy llega en diez minutos en plena hora punta, pero acabarán por relajarse en el respeto a esa recomendación cuando crezca la sensación de que no hacen nada para protegerlas y dejan toda protección a su propia responsabilidad en el tiempo que les queda después del trabajo. Aumenten los recursos en transporte público, realicen inspecciones laborales, sancionen a quien incumple, hagan su trabajo, y después, cuando lo tengan todo hecho, tendrán autoridad para pedirnos que no nos reunamos con los nuestros. Los sacrificios para el bien colectivo deben ser compartidos o no serán efectivos. Nos va la vida en ello.
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