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Retrato ideológico del gobierno

Víctor Alonso Rocafort

Transcurridos dos años ya podemos trazar los rasgos ideológicos que definen la acción del gobierno presidido por Mariano Rajoy. Sabemos que es muy de derechas, pero en este amplio y vaporoso espacio habitan visiones políticas bien distintas. La hipótesis que aquí presento es aquella que, conmocionados por las últimas leyes, comentamos muchos a pie de calle: el gobierno es cada vez más reaccionario.

Situarse en la estela tradicional del pensamiento reaccionario español, como mantendré, no significa regresar tal cual al diecinueve o al franquismo. Lo que supone es que su influencia se deja sentir poderosamente en el brusco cambio de modelo político y social que se está forzando. Sabemos además que el ambiente consensual del presente régimen implica neoliberalismo y protección de la oligarquía económica. Con distintas intensidades, esto último ha formado parte de gobiernos precedentes que en principio partían de tradiciones políticas bien distintas.

Podemos así encuadrar la acción del gobierno en una suerte de neoliberalismo reaccionario. Esto implica que en él no hay liberalismo ni conservadurismo de entidad.

No me importa tanto el quién es cada miembro del gabinete —o quién dice ser— como el qué hace este en su conjunto. Y es que estamos ante un ejecutivo dominado por una figura de escaso peso teórico: el advenedizo. El ejemplo más evidente es Alberto Ruiz Gallardón. Hace unos años, como alcalde de Madrid, apostaba por la píldora postcoital para las menores; hoy propone una ley del aborto que en Europa solo apoya Le Pen. Detrás no hay coherencia ideológica, sino el enésimo ejemplo de cómo intentar trepar en política.

Los advenedizos se mueven con las anteojeras del corto plazo en busca de rédito personal, con los instintos de lo heredado acríticamente y suelen ser los más funcionales para los dictados neoliberales. Salvo en el caso del supernumerario del Opus Dei, el ministro Fernández Díaz, no se adivina integridad ideológica en el elenco de antiguos brókers, empresarios ligados a la energía o las armas, y demás súbditos de partido que forman parte del gobierno. Tampoco, huelga decirlo, profundidad teórica.

Sin embargo, todo lo anterior no significa que las acciones gubernamentales no respondan a una determinada ideología.

En primer lugar, evaluando lo hecho hasta el momento no podemos bajo ningún concepto hablar de un gobierno liberal. Puede que en el ejecutivo haya quien se piense liberal, pero se engaña a sí mismo, o miente a sabiendas, o le falta valor. Este es quizá el gobierno más antiliberal que hemos sufrido desde 1978. La Ley de Seguridad Ciudadana, la de Seguridad Privada y la reforma del Código Penal marcan un antes y un después en esta materia. El uso de la fuerza represiva contra quienes protestan pacíficamente en estos dos últimos años, o la salvaje política antiinmigración, retrata todo lo que un liberal siempre ha temido.

Pensemos en las libertades de antiguos y modernos que combinara Benjamin Constant. En la división de poderes defendida por tantos otros. Por no hablar del rechazo a la corrupción, la impunidad o la sumisión a poderes externos que siempre estuvieron en el punto de mira liberal. John Locke ya dejó escrito que estos eran motivos suficientes para derrocar un gobierno.

Maestros del liberalismo contemporáneo como Isaiah Berlin se echarían las manos a la cabeza con las medidas científicas, educativas o económicas de este gobierno. El abandono de entidades como el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el ahogo financiero a universitarios y universidades, la vuelta de la religión católica al currículo educativo o la libertad oligopólica ofrecida a “los lobos” en tantos asuntos económicos —penúltimo ejemplo, la energía—, serían también anatema para el maestro de Riga.

Como es sabido el prefijo neo ha traído pobreza al mundo, no solo material sino también teórica. Para ser neoliberal basta con seguir el dogma desregulador, privatizador y aperturista para con la inversión extranjera. No se exige mucho más. A diferencia del liberalismo, el respeto a las libertades no resulta esencial. La dictadura de Augusto Pinochet sigue siendo un ejemplo pionero de ello.

A pesar de lo que suele pensarse, el gobierno de Rajoy tampoco es conservador. Quien mejor lo ha reflejado estos días ha sido el periódico británico The Times. Su ya conocido editorial sobre el “abuso de poder” del gobierno Rajoy dedica sus primeras palabras a Edmund Burke. No es casualidad. El autor irlandés es el gran referente del conservadurismo europeo. Desde Gran Bretaña se ha querido marcar una distancia explícita con el gobierno español: no se confundan, queridos lectores, estos no son de los nuestros.

Burke apelaba a lo mejor de la tradición inglesa, su Carta Magna, la Petición de Derechos o la Declaración de la Gloriosa de 1688, para apoyar las libertades inglesas del dieciocho. El legado transmitido por el pasado es un valioso edificio al que una sociedad no debe renunciar sin peligro de derrumbe total. De ahí sus tempranas críticas a la tabla rasa que hacían los revolucionarios al otro lado del Canal. Y cuidado con restar poder al Parlamento o acumularlo en una sola institución; precaución también con soliviantar los afectos públicos.

Como Burke, otro insigne conservador británico, Michael Oakeshott —este ya del siglo veinte—, insistirá en no ser confundido con los reaccionarios. Conservador en política es apostar por un tipo de gobierno que se encargue de custodiar las reglas del juego, los posibles conflictos que se den. No se trata de saltar todos los equilibrios por los aires, sino precisamente de su antítesis.

El gobierno de Rajoy, con sus medidas y recortes en materias tan sensibles como la sanidad o la educación, está acabando con el precario Estado de bienestar que nuestro país a duras penas mantenía. Tocar estas teclas desarbola el tejido social subyacente. Han entrado como elefantes en una cacharrería, y por mucha crisis que se miente no hay nada que disguste más a un conservador que esta forma de actuar.

Elitistas, pragmáticos, defensores de la propiedad, temerosos frente al cambio, celosos de las identidades comunes, amantes del gobierno mínimo y mixto, alérgicos a las grandes reformas sociales, los conservadores en cambio nunca han sido reaccionarios. Gustan de conservar las libertades, sobre todo aquellas que afectan al ámbito privado. Eso es lo que quería decir The Times.

Pero entonces, ¿qué es eso de ser reaccionario? ¿Forma parte del retrato de este gobierno?

El término procede de la reacción contrarrevolucionaria en el Termidor francés. Pronto se asentará con fuerza en España, especialmente galófoba y combativa tras la invasión napoleónica. Contará con unos rasgos católicos e imperiales propios que esquemáticamente podemos encontrar en la tríada carlista de Dios, Patria y Rey. Desde el Manifiesto de los Persas y los propios carlistas, pasando por su influencia en el reinado de Isabel II y la Restauración hasta los Primo de Rivera y el franquismo, la fuerza de la derecha española ha estado en la reacción. Ha contado con pensadores de la talla de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo o Ramiro de Maeztu. El liberalismo ha sido combatido con la misma inquina que el socialismo, y los conservadores apenas han podido asomar la cabeza.

Como indica Jorge Novella en El pensamiento reaccionario español (1812-1975), este ha resultado omnipresente en la política del país durante los últimos doscientos años. Recordemos que salvo los poco más de seis años que suman los periodos republicanos, ni la democracia ni el liberalismo definieron la política española antes de 1978. Desde entonces no ha habido grandes iniciativas para construir esa derecha conservadora y liberal que tantos echamos en falta para dialogar sin dogmatismos. Para disentir sin miedo.

La consecuencia de todo ello es que hoy por hoy, junto al neoliberalismo, resulta imprescindible analizar la tradición reaccionaria para comprender las acciones de este gobierno.

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