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Ese ruido tan familiar del abuso sexual

Concentración frente al Ministerio de Justicia, 5 de diciembre de 2018.
26 de noviembre de 2020 22:29 h

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Leí Por qué volvías cada verano, de la argentina Belén López Peiró (Buenos Aires, 1992), por fin editado en España por Las afueras, solo por casualidad el 25 de noviembre, el mismísimo día internacional contra la violencia de género. Fue extraño no estar en la calle esta vez, tampoco participando de un tuitazo continental y sí sumergida en la memoria frágil de un solo caso recogido en un libro de varios registros, entre legajos judiciales, cartas familiares, confesiones dolorosas, mentiras y reproches, disculpas vacías, preguntas con respuestas, palmadas en el hombro, desprecio y compasión, el muladar que deja una chica abusada cuando abre la boca y “golpea” a todos con “su única arma”, como ella misma dice, la de esa voz que no esperaban, y viene a sacarlos de las comodidades de su disimulo. 

El libro fue un fenómeno en su país porque la autora cuenta en éste los abusos sexuales reales que sufrió cuando era adolescente de parte de su tío policía y todo lo que ocurre alrededor de una mujer que decide dejar de callar. Hasta una actriz de televisión leyó el libro de López Peiró y decidió denunciar a su agresor, otro actor famoso.

Cada verano, la protagonista, una chica de 13 años, es enviada por sus padres a pasar sus vacaciones a casa de unos parientes, pero ahí le espera el marido de su tía–comisario del pueblo que al llegar a casa suele dejar su pistola a la vista de todos– para meterse en su cama por las noches y tocarla. Durante años solo lo sabe ella. 

La elección narrativa de la autora es aparentemente sencilla: usar un recurso tan propio del género de la novela como la polifonía para mostrarnos lo que le pasó. Pero en ese proceso no solo construye un artefacto literario de denuncia del abuso sexual en la infancia sino que descubre, creo, la forma más eficaz, la más moral que yo haya visto, y también la más humanamente fiel, la más sublevante, de reflejar cómo se hace una herida, cómo opera el trauma y por qué le falla el sistema a las mujeres. 

Lo hace a través de la interpelación constante, disparada desde todos los flancos, incluso desde el título: “¿Y entonces por qué volvías cada verano? ¿Te gusta sufrir?” En estas páginas sin duda están las respuestas a esas cuestiones, los hilos tenues con los que se teje la violencia. 

El feminismo podría hablar de revictimización; la calle, del “yo sí te creo”, pero la literatura habla de otra manera. Lo hace otra escritora argentina, Selva Almada, en Chicas muertas, cuando vuelve a los años ochenta de su infancia en que en su pueblo las chicas desaparecían y no le importaba a nadie, para reconstruir amorosamente como una detective de provincia, las vidas y asesinatos de tres jóvenes mujeres, y así repararlas de décadas de olvido.

Y lo hace López Peiró cuando apunta a un cierto recorrido hacia la salida: “Vomitarles la mierda encima, que ahora olía bien, porque ya no era solo mía”, porque cuando ella habla deja de ser la única que tiene miedo para contagiarlo al resto: ahora todos tienen miedo y eso es lo justo, esa es su conquista. Ante la puesta en duda de su palabra por parte de la familia, los juzgados, el sistema de salud, la protagonista no solo se escribe y se adueña de la historia, también se hace ella misma el fact checking. Y lo transforma todo.

Si la violación son los cien kilos de la carne de un hombre adulto sobre el cuerpo de una adolescente -la puerta que se cierra, el secreto familiar que se guarda- la violación es el silencio. Pero cuando ese silencio definitivamente acaba, no solo emerge la voz de la superviviente, también la de todo la estructura que garantizó, que forjó ese silencio. Por eso la forma de este libro es tan perfecta o precisa para abordar la violencia machista, porque consigue hacer emocionalmente muy palpable la complejidad del entramado que sostiene la impunidad, el ruido de los juicios de los otros en la cabeza de una víctima, cuando no hay jerarquías, ni valoraciones, ni justicia. Solo la nítida ajenidad de todos ante la experiencia propia de la vulnerabilidad.

Con estas piezas dispersas reunidas en un conjunto revelador, López Peiró recoge sus pedazos, se los vuelve a poner y nos propone la exhaustiva documentación del dolor como estrategia para trabajar de una vez por todas en el desmontaje de lo evitable y acercarnos a la posibilidad de la cura.

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