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Sánchez, Aragonès y el chiste del dentista

Pedro Sánchez y Pere Aragonès, en La Moncloa, el pasado julio.

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Pedro Sánchez tiene a sus barones inquietos pensando en las autonómicas. Pere Aragonès, a los sectores independentistas que le acusan de ser un vendido. El fuego amigo puede ser el más letal y ERC, que en otro tiempo era quien disparaba, ahora lo sufre hasta el punto de que a alguien como Carme Forcadell se la ha abucheado en una manifestación independentista. 

Tras los indultos (que los líderes independentistas todavía hoy niegan haber negociado) y una reforma del Código Penal a la carta para evitar un repunte de la crispación en Catalunya (pero con efectos secundarios en alguno de los cambios en la malversación), tanto Sánchez como Aragonès necesitan calmar a los suyos. Y hacerlo sin renunciar a sus programas ni a la alianza que le permitirá al Gobierno de coalición llegar tranquilamente a las generales y a ERC aproximarse al PSC (confía en su sí a los presupuestos de la Generalitat) pese a que sigue siendo más lo que les separa que lo que les une.

En su discurso navideño, Aragonès no llegó a pronunciar la palabra referéndum y en un regreso al pasado planteó la necesidad de que en el 2023 una mayoría de las fuerzas catalanas alcancen un acuerdo para el “derecho a decidir”. Traducido sería hilvanar un pacto que establezca qué propuesta de referéndum se presenta al Gobierno, esto es, la participación mínima y el resultado que serviría para dar por buena una petición de autodeterminación. ERC ya tiene su modelo, inspirado en Montenegro, para que el resultado fuese válido: la participación debe ser de más del 50% del censo y el voto afirmativo a la independencia de al menos el 55% de los votantes. Es el punto de partida para negociar con el resto.

Pero en esa vía, como en la que antes se reivindicaba, la escocesa, solo están los independentistas (y además cada uno a su manera) y una parte de los comuns. Son los mismos que la apoyaban cuando Artur Mas y después Carles Puigdemont plantearon un referéndum pactado. El resultado es conocido. El Gobierno dijo que no y ambos optaron por la directa, uno a modo de prueba con el 9-N y el otro con el 1-O. ¿Qué ha cambiado? Que ERC sabe el precio que ambas consultas han supuesto, también en términos personales, y son los primeros en decir que “no puede entrar más gente en la cárcel”. Así que muerto el procés, viva el procés. El hámster vuelve a dar vueltas en la jaula aunque ahora se marea un poco menos porque ya sabe cómo funciona.

Los republicanos quieren recuperar la complicidad de sectores de la sociedad civil, desde entidades a sindicatos, para regresar a la propuesta inicial, la de un referéndum que sea acordado. Para ello necesita que Sánchez vuelva a ser presidente y que precise de sus votos para lograrlo. Es fácil pronosticar que el líder del PSOE necesitará a los mismos aliados de ahora para mantenerse en La Moncloa en caso de que Feijóo no gane y sume con Vox. Y para que Sánchez esté en condiciones de hacerse con la presidencia, ERC no puede complicarle ahora la vida más de lo necesario (o más de lo que ya lo ha hecho). Por eso este año que queda es una especie de impás en su relación. Lo que en una versión menos educada sería la del chiste del dentista y el ‘verdad que no vamos a hacernos daño’.

Cuando llegue la próxima investidura, si la aritmética lo facilita, empezará otra negociación y ahí se verá hasta dónde están dispuestos a llegar unos y otros. Mientras, en los próximos meses Sánchez presumirá de un escudo social que le permite llamarse progresista y de protagonismo en Europa con la presidencia del segundo semestre. Y ERC, ante Junts y los que desde el sofá o en manifestaciones piden aventuras unilateralistas, hará suyo el lema que acuñó José Montilla en la campaña que le convirtió en presidente de la Generalitat: “Hechos, no palabras”. 

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