¿Seguirá Felipe VI a @Podemos?
Cuando vemos la película The Queen no esperamos la verdad sobre la vida de la reina Isabel II, sino la verdad de su autor, Stephen Frears. Director de obras mordaces como Ábrete de orejas (Prick Up Your Ears) donde aborda la compleja vida del dramaturgo Joe Orton, en The Queen anhelamos ver su interpretación de la muerte de Diana de Gales en el eje de la tormenta que protagonizaron aquellos días tanto los habitantes del palacio de Buckingham como los del número 10 de Downing Street. Lo que Frears nos da en cambio es solo el excelente trabajo de Helen Mirren quien consiguió un Oscar como mejor actriz por su interpretación de la reina. Poco más.
Felipe y Letizia, querer y deber, la miniserie que produjo en España la cadena Telecinco, intentó narrar de manera realista la relación de la pareja con un tratamiento costumbrista tan inusual que sus dos capítulos se podrían editar en el conjunto de la serie Cuéntame y fabular un encuentro entre sus protagonistas, los Alcántara, y la familia real. Más allá de los valores de la serie –que la crítica televisiva puso en tela de juicio– lo curioso es que se creyó lograr una pretendida espontaneidad utilizando elementos del melodrama.
Como sucede normalmente con las telenovelas o series que evocan el pasado, esta convocó a una considerable audiencia en España, atraída por una historia conocida por todos pero de la cual circulan varias versiones que afectan a la construcción de la monarquía en el imaginario colectivo.
El seguimiento de Felipe y Letizia, deber y querer, el modo de asistir a su emisión, se encuadra dentro del mundo del reality show aunque su formato no responda en principio a él. El eje de un reality es que una persona conocida, ya sea por sus propios méritos o por ser un famoso por relación, ofrezca testimonio en directo de una circunstancia de su vida y su historia sea contrastada por la mayor cantidad posible de implicados y testigos. Ese puzle, disparatado, inconexo muchas veces y totalmente fragmentado es lo que da forma al género, que si bien tiene un punto de partida su peripecia es difusa y sin guión, sujeta todo el tiempo a la medición de la audiencia. La historia de Felipe y Letizia, escenificada en prime time, fue leída por una inmensa mayoría como un fragmento testimonial de un reality show que comenzó a las 11 de la mañana el 6 de noviembre de 2003 cuando la pareja compareció ante trescientos cincuenta periodistas, arropada por la familia real y la plebeya, para anunciar públicamente su compromiso. Aquel día, al decir, el entonces príncipe Felipe, que se casaba por amor –casi un pleonasmo en esa circunstancia–, estaba configurando un relato de la telerrealidad y no del telediario (aunque la novia fuera la presentadora del mismo).
El pasado 19 de junio, cuando en el Congreso, Felipe de Borbón y Grecia asume la jefatura de Estado como Felipe VI, rey de España, emite su primer relato como monarca: el discurso de investidura. En el periódico El País, Juan Luis Cebrián dejó claro en un artículo crítico con este discurso que en el mismo no se vislumbra el pensamiento de Felipe VI, ausente, según Cebrián, “habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y autoriza, las palabras del Rey”. Al recibir la pareja real en el Pardo a los colectivos de gays y lesbianas antes de, por ejemplo, invitar a palacio a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, queda claro que el nuevo monarca escribe en los márgenes de los folios que redactan en Moncloa.
El problema reside en el hecho de que hace tiempo que la Casa Real no controla su propio relato y quedó demostrado con los hechos de Botsuana cuando el reality show se hizo cargo de esa tarea y se fortaleció esperando a la reina Sofía en el hospital, persiguiendo al duque de Palma en sus fugas a la carrera o realizando reportajes sobre una princesa teutona amiga del antiguo rey.
El nuevo relato de la Casa Real necesita al reality para significarse y no necesariamente en los términos que acabamos de describir sino a través de una superación del mismo por otras vías. Por ejemplo, la que utiliza la plataforma política Podemos. ¿O no es acaso una modalidad del reality el modo de comunicar que ha instaurado esta agrupación, implantando, por ejemplo el ágora digital?
Así como, supuestamente, la plaza pública ocupada por la indignación intenta desplazar a las instituciones, la tertulia política ha quitado espacio al mitin político y las redes sociales son arterias de participación mucho más vitales que las calles de la ciudad: en el cierre de campaña Podemos apenas reunió a cuatro mil personas en Madrid mientras su cuenta de twitter se acerca ya a los trescientos mil seguidores y la de Pablo Iglesias cuatrocientos cincuenta mil. Desde las redes, entonces, votando primarias o montando asambleas que son seguidas desde las aplicaciones, se genera la misma especulación que alcanzó en su primera elección Barack Obama con los smartphones (no es casual que Podemos sea una declinación del Yes, we can): que forma parte, es decir, sigue y decide, en directo, en una suerte de instante digital.
Dijo Pablo Iglesias a este diario que el poder no teme a la izquierda, teme a la gente. Puso en circulación a la casta para no tener que mencionar a la derecha (una vieja idea de Jorge Verstrynge). Denuncia pero no enuncia, como sostiene Edgar Morin. Es decir, es un guión abierto, como el del reality que se escribe cada jornada y tiene un final abierto, como lo es, supuestamente, la asamblea digital de Podemos.
¿De qué modo pueden Felipe VI y Letizia Ortiz entrar en el ágora digital y desplazarse en ella para hacer circular su relato, un relato abierto y especularmente participativo?
Obama no hace asambleas populares pero sí rondas participativas y diálogos colectivos a través de Google. El problema del monarca es que se tiene que expresar con gestos y no con la palabra. Pero el papa Francisco se ha significado con una foto en la que lavó y besó los pies a una docena de jóvenes en un centro de detención y con otra en la que se ve su modesta morada de setenta metros cuadrados. Francisco, como los indignados, tampoco enuncia, denuncia.
Puede que este sea un camino para el nuevo relato real: escribir en los márgenes de los folios de la Moncloa. Pero esto también encierra un riesgo, porque hace rato que allí han perdido los papeles.