Cariño, me voy a la segunda transición
Y dale con la transición. Perdón, Transición. Cada vez que un líder político dice “Transición”, Martín Villa mata un gatito. La Transición is back, si es que alguna vez se fue. Sánchez: “Tenemos que estar a la altura de la primera Transición”. Cospedal: “Hay que recuperar el espíritu de la Transición, hoy es más necesaria que nunca una segunda transición”. Rivera compra lo de “segunda transición”, y pide “un gobierno de transición”, que suena bonito sin que se sepa qué cosa es. Y hasta Iglesias propone “una nueva transición”.
Sin darnos cuenta empezamos a decir “la primera Transición” para hablar de la que hasta ayer era Transición a secas, igual que la Gran Guerra acabó degradada a Primera Guerra Mundial cuando llegó la segunda. Algunos diputados salen por la mañana de casa diciendo “adiós, cariño, me voy a la segunda transición”, como la broma aquella del soldado que se despedía de su amada diciendo que se iba a la guerra de los Treinta Años.
Mis favoritos son los del bando nostálgico, los que evocan la Transi para afear la pequeñez de los actuales líderes, por comparación con aquellos gigantes políticos. Ayer mismo, Antonio Hernando, del PSOE: “Si los líderes de la Transición se hubiesen comportado como Rajoy, hoy no tendríamos democracia”. Opinión repetida por muchos periodistas viejunos, que echan de menos la generosidad y altura de miras de los Suárez, Carrillo, Fraga y González.
Pues no, oiga. Comparar la situación política actual con la de 1975 es un disparate. Y no lo digo porque los líderes de ahora sean más mediocres, pues tampoco sé si los superhombres de antaño venían así de fábrica, o aprendieron a fuerza de necesidad. Aparte de lo incomparable de ambos momentos, a esta “segunda transición” le faltan dos ingredientes sin los que no se entiende cómo salió la “primera”: el miedo y la movilización.
Del miedo nos solemos olvidar los que criticamos aquel proceso sin haberlo vivido. Pero si uno se asoma a la hemeroteca, estremece el terror de fondo que acompañó la negociación política. Centenares de muertos, terrorismo de ultraderecha, ETA, represión policial y el ruido del afilador de sables, hasta el susto del 23F que terminó de encauzar el proceso sin desbordes.
Por suerte, hoy no tenemos miedo, ni siquiera el miedo económico, difuminado por la omnipresente agenda política pese a que todavía quede mucha crisis por delante. No descartemos que algún partidario de la “gran coalición” se haya leído La doctrina del shock, pero en el horizonte no asoman amenazas comparables.
Del otro elemento se suelen olvidar los de la versión oficial de la Transición: la movilización ciudadana. Pese al miedo (estos días recordamos la matanza de Atocha), la calle alcanzó una temperatura que no ha vuelto a rozar en cuarenta años. El contrapeso al búnker franquista estuvo en una sociedad que no se quedó en casa viendo la tertulia en la tele: huelgas obreras, manifestaciones, encierros, agitación vecinal y estudiantil, así como en las nacionalidades históricas. Un continuo de protestas sin las que la Transición habría sido mucho peor.
No, esta “segunda transición” tampoco tiene eco en la calle, donde hace más frío del que señala el termómetro. Hace meses decidimos retirarnos a casa y esperar con el voto entre los dientes a que abrieran las urnas, y hoy seguimos en casa, esperando a ver qué deciden los equipos negociadores.
Hablar de segunda transición hace pensar en aquello de Marx, que de tan repetido ya da pereza escribirlo: la historia que se repite, primero como tragedia y luego como farsa. Teniendo en cuenta que la “primera” Transición tuvo mucho de tragedia pero también una buena dosis de farsa, no quiero pensar cómo puede salir la secuela.