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Por qué será que los jóvenes no tienen hijos

La nueva ministra de Infancia y Juventud, Sira Rego, posa con su cartera ministerial tras tomar posesión de su cargo este martes en la sede del ministerio, en Madrid. EFE/Juan Carlos Hidalgo

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Se preguntaban varios reportajes estos días por qué será que la natalidad ha caído en España a su mínimo histórico, por qué nacen menos niños (un 37% menos que hace quince años), por qué las madres tienen menos hijos y cada vez más tarde (33 años la edad media). O dicho con el titular simpático de un reportaje en El Mundo este domingo: “Hijofobia: por qué los jóvenes pasan por completo de ser padres”. Para terminar la broma, el periodista los llamaba “Generación Herodes”, que nos encanta rebautizar a las generaciones.

En la mayoría de noticias y reportajes sobre la caída de natalidad suele añadirse la inevitable mención al riesgo para el sistema de pensiones de que no nazcan suficientes hijos: ¿quién va a pagar nuestras pensiones? Lo que indica claramente dónde están las prioridades: los pensionistas antes que los jóvenes.

¿Por qué nacen menos niños en España?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Pero si lo raro es que no nazcan incluso menos! Lo raro es que todavía tantos jóvenes se aventuren a ser madres y padres. Porque a la ya sabida precariedad laboral y sueldos bajos –pese a que ambos indicadores han mejorado en los últimos años–, y a la imposibilidad de emanciparse y acceder a una vivienda que no sea compartida, se suma en los últimos tiempos un estado anímico cada vez más abatido. Por las dificultades materiales, pero también por la incertidumbre hacia el futuro.

En la misma semana que se nos decía que nacían cada vez menos niños y más tarde, un informe de la Fundación Manantial ponía números al desánimo juvenil: 46% dice padecer “malestar emocional”, 43% no duerme bien, 31% sufre ansiedad… Entre sus preocupaciones principales, ninguna sorpresa: la inestabilidad económica, el desempleo y el futuro. Y el dato ya sabido del aumento de las consultas médicas y las urgencias hospitalarias por salud mental entre los jóvenes.

Pero para responder a la pregunta del primer párrafo y, más allá de la preocupación natalista, entender cómo se sienten hoy los jóvenes, recomiendo una lectura tan corta como contundente, cuyo título ya lo dice todo: Vivir peor que nuestros padres, de Azahara Palomeque. Como está escrito en primera persona, y en clave generacional, lo primero que miro es la edad de la autora: 37 años. No estamos hablando de jóvenes ya. O sí: de quienes van dejando de ser jóvenes a efectos biológicos y estadísticos, pero no consiguen dejar de vivir como jóvenes en lo que se refiere a precariedad, vivienda o incertidumbre.

Habla el libro de la generación millennial, quienes ya andan cerca de la treintena o la han superado ampliamente. Precisamente los que no tienen hijos, o menos de los esperados: los datos del INE dicen que solo aumentan los nacimientos entre las mayores de 40 años, y muy especialmente entre las mayores de 45.

“Una generación castrada”, dice Palomeque. “La generación más estéril y mejor preparada de la historia, coleccionista primero de expectativas y luego de frustraciones, que habitan viviendas prestadas o se desuella la carne en alquileres abusivos, eternamente infantilizada aunque ya peinemos canas”. Quienes hicieron “prácticamente todo lo que nos dijeron –fuimos obedientes– y la fórmula ya no funciona porque las reglas han cambiado”, y hoy sienten que “ha habido un atraco a mano armada de gran envergadura y mira a los que nacieron antes esperando una respuesta”.

El breve ensayo de Palomeque no solo habla de precariedad y vivienda: también de la crisis climática, que complica el futuro y previene contra la dichosa nostalgia de quienes querrían volver a treinta o cuarenta años atrás para vivir como nuestros padres. No se puede volver atrás, y desearlo solo conduce a la melancolía, porque “es materialmente imposible reclamar un boom económico desfasado y a la vez desear el equilibro climático, la biodiversidad, el agua dulce de antaño, porque el primero condujo al destrozo de los segundos”.

Lo interesante del libro, más allá del diagnóstico que podría agravar el desánimo por funesto, es su propuesta de convertir el dolor y la vulnerabilidad en herramientas de gran potencialidad política, y reparar la fractura generacional con los boomers: en vez de matar al padre, buscar un nuevo lenguaje entre “generaciones que habitamos universos completamente disímiles (…) habitantes de lenguas extrañas para el otro, solo podemos comunicarnos por señas”.

En su investidura, Sánchez avanzó un par de medidas en vivienda para los jóvenes, sobre el bono de alquiler y los avales a préstamos hipotecarios, pero no mucho más además de buenas palabras. Mucha tarea tiene el nuevo Ministerio de Infancia y Juventud. Si la ministra no ha leído el libro de Palomeque, se lo recomiendo.

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