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Si apagan, déjenme salir

La app de Twitter abierta en un móvil.
6 de noviembre de 2021 22:02 h

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Los profetas, profetizaban. No tiene sentido alguno ser profeta de lo ya sabido, ser profeta del pasado. Sin embargo es a lo que estamos abocados. Hoy en día es más fácil ser perseguido por recordar lo básico, por negarse a callar lo que dábamos por sentado que por ser el emisario de las nuevas de un futuro que no pinta halagüeño ni para la razón ni para los derechos humanos ni para todas aquellas conquistas que la humanidad comenzó a lograr cuando en el siglo XVIII algunos comenzaron a encender las luces de la razón. 

La razón es innegociable, o así lo era. Hoy en día puedes convertirte en un peligro público, en un malhechor, en un indeseable, solo por recordar que en el proceso penal se respetan los derechos humanos, que no aplicamos penas inhumanas o degradantes, que no nos vengamos sino que hacemos justicia. No hay nada más peligroso ahora mismo que recordar las bases del humanismo, de la equidad, de la proporcionalidad, de la búsqueda ordenada y racional de alguna certeza y del deseo de mantenernos alejados del error. 

Hoy en día para ser Jeremías, Elías, Isaías o el propio Bautista y acabar con la cabeza metafóricamente rebanada solo hace falta que pretendas recordar los principios ilustrados sobre los que hemos construido la civilización que para bien o para mal aún somos. Esa que, por mucho que algunos lo nieguen, nos ha traído a uno de los mejores momentos de la historia porque, como dijo Obama, “si tuvieras que elegir un momento de la historia para nacer y no supieras de antemano quién serías -si no supieras si ibas a nacer en una familia rica o en una pobre, o en qué país o si nacerías hombre o mujer- si tuvieras que elegir a ciegas en qué momento nacer, elegirías el presente”. 

Pero parece que esto es demasiado para muchos o que muchos nunca han tenido las luces para darse cuenta y ahora unos espabilados los agitan y los mueven para lograr apagar y sumirnos a todos de nuevo en el reinado de la sinrazón, es decir, de su tiranía. Porque no solo creen que es mejor ser de una tribu que cosmopolita o desdeñan el conocimiento científico hasta límites que parecen risibles, pero que comienzan a dar problemas (no nos influye que sean terraplanistas pero sí por su rechazo a las vacunas) también creen que es mejor ser autoritario y defensor del orden público antes que de los derechos humanos y todo ello lo hacen colgándose la paradójica medalla de la defensa de la libertad. 

Nos podemos llenar la boca hablando de las generaciones aparentemente más instruidas de la historia -no diré más preparadas ni más cultas- cuando en realidad nunca había aflorado tanta estulticia, falta de raciocinio, carencia de madurez, de espíritu crítico y hasta de sentido común. Estoy con Pinker en que para conseguir que el mundo sea más racional no basta con formar a los individuos para que sean mejores razonadores y luego soltarlos a oscuras. Para conseguir un mundo más racional también cuenta cuales sean las reglas del discurso no solo en los escenarios de la toma de decisiones sino también en el trabajo, en la vida social y en todos los escenarios de debate. 

En este punto, en la abolición de las reglas lógicas del discurso público es dónde las redes sociales han hecho su mayor daño y lo seguirán haciendo a menos que los que tienen la responsabilidad, las élites en realidad, sean capaces de darse cuenta y de reaccionar. Una red social en la que solo queden cadenas de bots, de haters y de atacantes anónimos no interesará ya a nadie, ni siquiera a los que los manejan. No albergo esperanzas aunque soy consciente de la responsabilidad que los políticos, los periodistas, los medios de comunicación, los líderes sociales de todo tipo tenemos no solo por el uso que hacemos de las redes sino por el mero hecho de habernos plegado a ellas y a la lógica de debate público que han diseñado unos tipos en Silicon Valley, que nos ocultan, y a las que nos sometemos todos voluntariamente como si nos fuera en ello la vida. 

Las reglas del discurso público son las que se han derrumbado y de tal situación se va a derivar “la tragedia de las creencias comunes” y se va a obligar a las personas “a disociar su razonamiento de su identidad”. De tanto sobar la palabra empatizar nos van a sacar de nuestro propio ser, porque no podemos ser todos los demás sin abandonarnos a nosotros mismos. Hace ya mucho tiempo que los antiguos rabinos descubrieron algunas de las técnicas necesarias para establecer las reglas necesarias para una sociedad con una conversación pública sana. Algunos de mi generación o anteriores las habrán practicado incluso durante su formación. A lo mejor somos los últimos mohicanos. En las escuelas judías, durante los debates talmúdicos, obligan a menudo a los estudiantes a cambiar de bando y a defender la posición contraria. En los debates universitarios muchas veces se sacaba a sorteo la posición que uno debía defender. Eso lejos de alejarte de tus propias ideas o de convertirte en un traidor a las mismas te obliga a darte cuenta de que la postura opuesta también puede y debe ser defendida racionalmente y, por tanto, te prepara para respetarla. Si no puede ser defendida así, no cabe en el espacio público.

Otra técnica pasa por establecer pequeños grupos de discusión, y también lo habrán hecho algunos durante su formación, en los que alcanzar algunos consensos que luego poder defender en un debate global. Los propios científicos han diseñado algo llamado “colaboración entre adversarios” para llegar antes y mejor al fondo de un asunto. ¿Cuántas de estas técnicas y reglas se mantienen actualmente para asegurarnos de que el espacio de debate público sigue siendo racional? ¿Cuántas funcionan en el viciado espacio de las redes o de los medios de comunicación? 

Algo tan simple como tener que explicar y argumentar por qué tienes una opinión y no otra es un reto que mucha gente nunca acomete. Pocos son conscientes de la existencia de un sesgo cognitivo denominado “ilusión de la profundidad explicativa” que hace que creamos entender cómo funciona una cosa, una cremallera, un inodoro, el sistema de pensiones o la Unión Europea, y puestos ciertamente ese trance tenemos que enmudecer porque no somos capaces de hacerlo. 

Somos más racionales y lo hacemos con mayor imparcialidad cuando estamos buscando la verdad que cuando queremos vencer en un debate. Solo que, como sabemos, actualmente ni en el debate político ni en el económico ni en el social o personal abunda la búsqueda de una verdad que algunos dan por muerta y queda únicamente el afán de vencer a un rival que solo lo es porque defiende otras ideas diferentes. Y es ahí donde la emoción, lo visceral, lo no racional se aparece como lo deseable. Es mejor ponerse en el lugar de un víctima, llorar con ella y visceralmente responder pidiendo lo peor para el culpable que analizar con racionalidad qué somos capaces de hacer y qué no sin vulnerar los principios que nos hemos dado, no por capricho sino porque es lo mejor a la luz de la razón. 

Por eso, aunque parezca absurdo, cada vez es más necesario encontrar la valentía necesaria para inmolarse en el altar de los principios y de la razón. Hay que ser un valiente para defender la justicia en vez de la venganza, para estar contra los linchamientos, para recordar los derechos humanos, para recordar que todos somos seres humanos -los buenos y los malos, los negros y los blancos, los ricos y los pobres- y que de esa dignidad emanan derechos inalienables que deben seguir rigiendo nuestra existencia si no queremos volver a la total oscuridad, que puede perfectamente acechar tras una pantalla iluminada. Hay hordas ahí fuera. O somos capaces de volver a la primacía de los discursos racionales o la barbarie acabará por triunfar. 

Yo solo deseo que si se van a apagar las luces, me sea dado salir antes. No quiero vivir a oscuras. 

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