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¿Y si la democracia fuera un cuento?

Protestas nocturnas en Francia contra la reforma de las pensiones del Gobierno de Macron.

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“Sólo existen dos o tres historias humanas, pero se repiten tan insistentemente que parece que nunca hubieran ocurrido”

Willa Cather

El cerebro humano precisa de historias. Una buena historia es un acicate común para el Homo sapiens desde mucho antes del poema de Gilgamesh, considerado uno de los inicios documentados de la literatura. Desde tiempos inmemoriales los humanos aprendemos y accedemos a una interpretación del mundo, de un mundo abarcable, un mundo a nuestra medida, a través de los relatos y las historias que se han ido adaptando, desde los relatos orales a las plataformas multimedia pasando por la literatura escrita. Esas historias múltiples, cambiantes, aparentemente nuevas no son en realidad —y así lo teorizó Campbell— sino unos mitos básicos que se renuevan permanentemente generación tras generación y cultura tras cultura. Somos humanos porque somos capaces de contar y oír historias o, al menos, esa es una forma hermosa en la que nos hemos descrito.

Ese acceso universal y absolutamente democrático a las historias es permanente. Ahora bien, hay varias maneras y niveles en los que se puede acceder al relato. Uno, el más evidente, es el que nos hace disfrutar con la trama que se nos cuenta, aparentemente nueva, pero que encanta a nuestro cerebro porque, en el fondo, ya la conoce. Otra, más profesional, es la que accede a los planos de construcción de la historia e intenta analizarlos teniendo en cuenta los artificios usados. A veces hay diferencias en el juicio, el analista descubre trampas, andamios, incongruencias o vaya usted a saber qué defectos que el creador ha dejado sembrados por su obra y, simultáneamente, el público disfruta enormemente de una historia que le capta y le seduce. Son dos planos, no están enfrentados. 

Lo que es más preocupante es el hecho de que el devenir del debate democrático se haya convertido en un cuento, en una historia, en lo que llaman el relato. Un relato que renueva una y otra vez realidades conocidas para hacerlas pasar por nuevas y encandilar a nuestro cerebro, ansioso de su dosis, impidiéndole por todos los medios al alcance del narrador acceder a las preguntas reales que laten bajo la historieta atrayente que nos empacan. Porque todos sabemos que la ficción permite evadir la realidad, alterar sus normas, crear otros mundos y a veces parece que eso es exactamente lo que intentan los actores políticos con sus relatos. 

Miremos fuera pero pensemos dentro. Las preguntas primordiales que se esconden tras los relatos son siempre las mismas aunque nuestro cerebro está más dispuesto a percibirlas cuando aparentemente no nos afectan. 

Miremos, por ejemplo, a las protestas en la calle en democracias liberales con mayor o menor índice de violencia por parte de los manifestantes y también por la coerción estatal. Como es lógico, sobre cada una de ellas se construye un relato. Tenemos como más próximas las que se desarrollan en Francia contra la reforma de las pensiones del presidente Macron, que se transformaron después en ira por la utilización de una forma concreta de aprobarla. El relato más extendido es el del coraje del pueblo francés para no tragar con pérdidas de derechos que aquí en España hemos asumido aborregados. Luego está el relato de la necesidad de hacer una reforma así y hacerla también en España que sostienen otros. La proximidad es una nota de interés y los políticos la utilizan para simplificar relatos y trasladarlos al lugar que les interesa. 

Ahora bien, bajo ese relato simplificado para consumo nacional, en términos nacionales, late una realidad más compleja. Dejemos a un lado si el aumento de dos años en la jubilación es un drama o no. Lo mollar es que Macron llevaba la reforma en su programa y que recibió los votos para ser presidente de la República con ese programa. Bien es cierto que luego muchos le votaron para impedir que Le Pen llegara a gobernar, pero le votaron. Y la reforma pasó por el Senado y por la Comisión y faltaba el voto en la Asamblea Nacional que estaba pactado con el partido conservador. Ahí fue cuando se vio que algunos no iban a respetar la disciplina de voto y Macron optó por el artículo 49.3 de la Constitución que permite al Gobierno promulgar leyes directamente —una especie de decreto ley— y que insta a la oposición a presentar mociones de censura para evitarlo. Macron las ha ganado. 

La pregunta que subyace tras todo este relato —aburrido, legal, complejo— y el relato de la resistencia heroica —ágil, épico, popular— no tiene nada que ver con Francia ni con las pensiones. La realidad que subyace tras el relato es una pregunta desazonante: ¿pueden minorías en la calle tumbar gobiernos que han llevado a cabo su programa utilizando medios plenamente constitucionales? Si lo que me van a contestar es que son mayorías —lo que no es cierto— o que representan a la mayoría —¿más que los electos?— o que las encuestas dicen que son mayoría —¿es lo mismo afirmar que estás a favor de paralizar o destrozar el país que hacerlo?, ¿la demoscopia sustituye al parlamento?— ya ven que no es tan sencillo. Si lo que consideran es que, en efecto, el pueblo en la calle puede tumbar los legítimos resultados del juego democrático, incluso usando la violencia, entonces consideren que su respuesta debe valer para todos los supuestos. Entonces piensen en los búfalos entrando en el Congreso de Estados Unidos y díganme si mantienen la propuesta. 

La legitimidad democrática la dan las elecciones y el devenir de la acción legislativa y gubernamental sujeta a la Constitución y al Estado de Derecho. No parece haber duda de que eso es lo que ha hecho Emmanuel Macron. Protestar para que tus gobernantes no promulguen una ley es lícito, pero, una vez promulgada legalmente, ¿es lícito intentar hacer caer al Gobierno a base de presión en las calles? Si responden que sí, acepten que Vox o cualquier partido que tuviera seguidores inflamados podrían intentar hacer caer el Gobierno de coalición por alguna de las polémicas leyes promulgadas. ¿Lo ven? 

Por cierto, lo que la ultraderecha española ha hecho con la moción de censura es lo mismo que está haciendo Netanyahu en Israel o que han hecho en Polonia: utilizar métodos aparentemente correctos y constitucionales para desvirtuarlos y darles un uso que no es el adecuado pero que conviene a sus fines. 

Las dos trampas mortales para el sistema democrático están ahí esbozadas. La utilización correcta y adecuada de las normas democráticas contestada con revueltas y protestas y, en segundo lugar, la utilización espuria de esas normas para transformarlas en instrumentos completamente diferentes, con una apariencia de legalidad.

Podría haberles escrito una narración y hubiera sido más entretenido. Es posible que su cerebro hubiera seguido con más placer la lectura, pero la vida no es cuento, como la democracia no es un relato y, por ese mero motivo, es mejor que nuestra cabeza se acostumbre a dejar la ficción para los libros, las series y las películas y comencemos a reparar en que lo que nos sirven como entretenido, fácil y polémico no va a ser casi nunca la realidad en la que deberíamos reparar. 

Que no nos cuenten cuentos. 

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