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¿Y si no fuera un caso de exclusión social?

Decenas de activistas impiden el paso de los Mossos a un edificio en el que tenían que ejecutar tres desahucios.

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Una situación familiar compleja. Una chica problemática. Una mujer que no se entera. La situación compleja es la de una mujer con discapacidad y su marido de 70 años a los que han desahuciado; la chica problemática, una chavala de 14 años víctima de “sexting” que lleva dos años sufriendo el acoso de los chicos que todavía ven, inexplicablemente, un vídeo que sigue circulando; y la mujer que no se entera, una señora de cuarenta, trabajadora, madre de familia y víctima de violencia de género, de violencia económica. Mayoritariamente mujeres, también hombres. Sus estados emocionales, de desesperación e impotencia, son el síntoma de una enfermedad que se da cuando el sistema de protección no funciona. Un sistema que las leyes dicen que debería desplegar acciones positivas para ayudarles, pero que, omite activar los mecanismos que lo haría. ¿Por qué? Porque quienes tendrían que hacerlo, no lo hacen.

Aquel hombre de 70 años se ha suicidado en un parque cercano mientras la comitiva judicial todavía estaba en su casa. Él y su mujer llevaban viviendo en el mismo piso treinta años. El Sindicato de Inquilinos habla de un asesinato social, Servicios Sociales no sabía nada, imagino que desde el juzgado no entendieron necesario ponerse en contacto con ellos, un desahucio más, un procedimiento que finalizar, un expediente que al juez le urge cerrar. La chavala está rabiosa, llena de impotencia y sufriendo el acoso y continuos insultos y agresiones verbales. Su madre recibe una llamada del CIASI tras estar un año y medio en lista de espera y le preguntan si su hija ya tiene apoyo psicológico y ella dice sí, pero para cuando quiere preguntar si puede pedir apoyo jurídico ya le han colgado el teléfono. Una menos en la lista de espera debió pensar quien hizo esa llamada desde el único centro que hay en la Comunidad de Madrid para atender la violencia sexual que sufren las personas menores de 16 años.

No sé si ustedes sabían que hay algunas trabajadoras de Servicios Sociales que creen que una mujer víctima de violencia de género deja de serlo en cuanto se separa de su pareja. Para ellas a esto se limita el riesgo, si no vive con él, se acabó el problema, es lo que piensan o, al menos, es lo que dicen. Por su actitud parece que les molesta tener que ponerse al día de las últimas reformas legislativas y hacer los trámites necesarios para valorar si se debe conceder el título habilitante de víctima de violencia de género a una mujer a la que su expareja (condenado por impago de la pensión de alimentos) está extorsionando cuando se niega a firmar un papel que evitaría que dejara de pagar la hipoteca (de los dos) porque no llega a final de mes.

Hay quienes, en muchas de las oficinas, entidades, administraciones y organizaciones destinadas a desplegar acciones positivas de protección social, todavía piensan –en el mejor de los casos– que las injusticias sociales son producto de la mala suerte, que las violencias son problemas que se buscan quienes las padecen o los problemas económicos son responsabilidad de los que los tienen. Trabajadoras y trabajadores que carecen de mirada interseccional e ignoran el impacto que las desigualdades sociales tienen en las vidas de los grupos más vulnerables a sufrirlas. Trabajadoras y trabajadores en el ámbito de lo social que se olvidan de que su función es escuchar, atender, acompañar y buscar soluciones y alternativas, no quitarse los casos de encima como si les quemaran en las manos. Que se les paga, directa o indirectamente, con dinero público, con dinero de todas y de todos para trabajar en el bien común. Sus carpetazos y malas formas no están justificados, sobre todo cuando de ellas podrían depender gestiones que “salvan” vidas, que pueden ayudar a que haya una alternativa habitacional para dos personas mayores, una buena orientación jurídica a una niña y su madre que ya no saben cuántas denuncias más poner o posibilitar un certificado que agilizaría todos los pasos bancarios para poder acogerse al Código de Buenas Prácticas.

Banalizar el sufrimiento ajeno es posiblemente uno de los problemas más graves que nos encontramos en una parte significativa, que no representativa, de quienes están en contacto con el público en las entidades, organizaciones, centros, organismos y administraciones que deben desplegar acciones positivas de protección social. Sí, banalizan el sufrimiento cuando se desentienden de las personas que están a punto de quebrarse atravesadas por el dolor y la injusticia, cuando dicen que la competencia es de otro cuando en realidad la incompetencia es suya o usan la burocracia y una terminología incomprensible para alejar, confundir y disuadir a quienes necesitan su ayuda.

Claro que no toda la gente que trabaja en el ámbito de lo social desde las instituciones, lo educativo, lo sanitario o lo judicial banaliza el sufrimiento ajeno. Sin embargo, sí la suficiente como para hablar de una violencia institucional que deja víctimas, una violencia institucional que configura los nuevos crímenes sociales en los que las víctimas siempre son las mismas: hombres y, sobre todo, mujeres pobres que no pueden pagar el trato digno ni el respeto de quienes tienen la información, los contactos y los recursos que necesitan. Haciendo una adaptación del concepto de Engels, podríamos hablar de los nuevos crímenes sociales como esos que cometen algunas personas en nombre de las instituciones que tienen el poder de dar acceso a los derechos y la protección social. Personas que banalizan el sufrimiento ajeno y juzgan a quienes lo padecen para lanzarlas a situaciones mayores de pobreza y enfermedad, que se asemejan más a una muerte lenta que a una vida digna. Crímenes que unas veces los llevan al suicido y otras a la auto-destrucción de quien no puede más. Quizá es momento de dejar de nombrarlo a todo como exclusión social para empezar a analizar cuánto hay de crimen social.

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