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Una sociedad sin alma

El presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, junto a otros magistrados del tribunal en un acto oficial

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Están desbordando nuestra capacidad de asombro si acaso la conserváramos. Lo que han hecho con el diputado de Podemos Alberto Rodríguez es un escándalo, una arbitrariedad manifiesta del enjambre jurídico que ha terminado con su expulsión del Congreso a manos de una serie de cómplices. Los hay muy destacados como la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, y la cúpula del PSOE, a quien sin duda consultó. Luego están quienes lo justifican o lo comprenden o quienes miran para otro lado. Es el mecanismo habitual que viene a demostrarnos -desde hace demasiado tiempo ya- que existen en esta sociedad capas cada vez más dominantes de seres sin ética y sin lo que llaman alma. Es una sociedad sin alma. Y una tragedia por ello.

Este caso es uno más en la cadena pero muestra todo el rosario de excusas de quienes con su conformidad respaldan y alientan los atropellos que esta sociedad perpetra y engulle. Siempre ha habido sentencias injustas y no es para armar este lío, dicen. No hay que echar más leña al fuego. Podemos ha tenido una reacción desproporcionada -o bien- ha dejado a Rodríguez a los pies de los caballos. ¿Cómo se ha atrevido Batet a hacerle esto a un socio de gobierno?  Cada una de estas argumentaciones que parecen benevolentes –no digamos las que atizan con saña el fuego- es un latigazo a la decencia. El hecho en sí, al margen de quién sea la víctima, daña a toda la ciudadanía. La indignación es lógica y coherente y no solo por el diputado ejecutado sino por cuanto implica: un derrumbe más en la decencia.

Porque, sí, por supuesto han sido muchos los que han sufrido persecuciones judiciales que no parecen justificadas limpiamente y sentencias y tratamientos injustos. La lista es larga y pasa con larga parada por Euskadi y Catalunya, por políticos de izquierdas, por abogados molestos y manifestantes cuya violencia no está probada. El daño a la democracia empieza a ser irreparable.

La vertiente profunda es el perjuicio infligido a la condición humana, la pérdida de valores fundamentales que nos permiten llamarnos persona con propiedad y sin sonrojo. Una sociedad egoísta y guiada por el principio neoliberal de la utilidad está permitiendo catástrofes inimaginables en otro tiempo. A poco que nos traicione la memoria, la escalada de la insolidaridad, la indiferencia ante la crueldad viene siendo brutal. Ya no importan los refugiados a los que echó de sus países la injusticia, los que mueren en el mar o en la tierra, o duermen al raso en campamentos. Por el contrario, los gobiernos se organizan para ponerles trabas y los fascistas en aumento para impedirles la entrada con bates de béisbol y machetes, como acaba de pasar en la frontera de Polonia y Alemania. O a echarlos desde los asientos que les han dado en la vida pública a los racistas sin entrañas. Qué alimaña hay que tener en las tripas para comportarse así. Tratando de imponer unos patrones que persiguen la diferencia al punto de meterse a husmear y censurar en las camas de las relaciones sexuales, en el color de la piel o la procedencia imponiendo supremacías hasta en el hecho de naciendo persona, ser hombre o mujer.

Ya no es la entelequia de paliar el hambre en el mundo –que no sería tan difícil-  o la violencia, es que se está dejando morir a seres humanos en el Primer Mundo como sucedió durante lo más crudo de la pandemia con los ancianos prisioneros en las residencias. Pasan los meses y no se comprende cómo se ha tolerado semejante masacre, por la falta de los medios que se hurtaron al bien público y mientras se emplea el dinero de todos en despilfarros innecesarios, en dar lo nuestro a quien le sobra.

Da igual que echen de su casa a familias por impago, que les quiten la comida de la boca a los niños, la luz y el abrigo a tanta gente. Que aun cuando se haga lo que se pueda -los que algo quieren mejorar- no es suficiente. Y no digamos quienes desde gobiernos electos les cortan asistencia y posibilidades de prosperar, como si no existieran, como si no debieran existir.

El indulto a China sin respeto a la Derechos Humanos sumado al capitalismo de la codicia ha parido el crecimiento del fascismo y esta indigna familia nos ha ido situando en un escenario en el que solo se mira por uno mismo y se tolera desde el trabajo mal pagado a las carencias que cuestan vidas. A la pérdidas perfectamente evitables de seres humanos.

Todo lleva una progresión. Las primeras veces que el lawfare ( la guerra judicial) o la manipulación mediática lograron destruir a sus objetivos aún había reacciones. Luego se va aceptando. El dejar hacer desde todos los flancos que usan la injusticia como método, ataca la convivencia y la democracia.

Ése es el problema. La lista de personas y situaciones de grave maltrato se va alargando y cada vez se empobrecen más las excusas porque ya no hace falta esforzarse ni en disimularlo. No lo necesitan, no importa. Y el “cuando vinieron a por mí” de Martin Niemöller parece un cuento que nunca llegará a alcanzarles. Lo hará, pero no es lo peor, es el daño que hacen a la humanidad completa.

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