La sociedad como arma de guerra
En marzo de 2003, varios países, encabezados por los Estados Unidos de George W. Bush, invadieron Irak bajo la excusa de unas armas de destrucción masiva que no existían. Fue el origen de grandes males, hasta de la potenciación del terrorismo, pero el rechazo social se extendió por el mundo. La opinión pública se convirtió en el “Quinto Poder” –término acuñado por The New York Times– al condenar enérgicamente la guerra de Irak en las masivas manifestaciones desarrolladas aquellos días. En España particularmente, dado que entre los actores de la invasión ilegal estuvo el presidente del gobierno José María Aznar.
Dos décadas después la ciudadanía es otra, incapaz de conmoverse con los efectos de la injusticia, el dolor y el odio. Perturbada por un cúmulo de sensaciones erróneas, movida por bulos e intereses a manera de armas de destrucción de conciencias. El actual estallido de violencia entre Gaza y Palestina revela que la sociedad extraviada puede estar siendo también un arma de guerra.
Ver llorar a una persona adulta en la vía pública era algo que solía impresionar a cualquiera de los ocasionales testigos. Ahora, cada vez menos y apenas nada según el contexto. En una guerra, depende de si se ha tomado partido pleno, pasando a ser y sentir como uno de los adversarios. Todos los llantos tienen una historia detrás; a mí, éste, de dolor y de impotencia, me rompió por dentro y mucho más saber el desenlace.
Se llamaba Hatem Awad y era sanitario de la Media Luna Roja, la organización humanitaria hermana de la Cruz Roja occidental. Su ambulancia fue atacada por el ejército israelí en Gaza este miércoles y murió junto a otros tres compañeros. En circunstancias similares han caído 11 miembros de la agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA). Médicos Sin Fronteras también ha denunciado ataques contra sus instalaciones y medios.
El ejército israelí dispara a quienes salvan vidas para evitar que rescaten a aquellos que han puesto en el camino de la muerte. Porque ya lo dijo el ministro de Defensa del ultraderechista gobierno de Netanyahu: los palestinos son “animales” a los que exterminar. Odio de la máxima calidad. Está claro que en la escalada bélica lo que crece es precisamente el odio. No se trata de resolver sino de triturar al enemigo. Israel ha dado un ultimátum a los habitantes del norte de Gaza para que se vayan al sur –no tienen otra salida abierta– en 24 horas. Son un millón, no pueden hacerlo sin añadir drama a la catástrofe humanitaria que viven. Hamás les insta a quedarse y llama a activar a lobos solitarios de todo el mundo para que actúen.
Sin duda Hamás perpetró una masacre contra Israel y sus ciudadanos hace una semana; Israel parece estar buscando el exterminio de los palestinos. Este sábado se propone invadir la franja con cazas, tanques, artillería e infantería, Y, como siempre, son ayudados por colaboradores políticos y mediáticos.
Lo que me llama la atención en este caso es la inhumanidad desplegada desde cómodos sillones ajenos al frente de guerra. No es indiferencia, es inconsciencia que no calcula sus efectos, porque los tiene. Con qué frivolidad compran una versión, la del fuerte, y admiten e incluso aplauden la aniquilación de seres humanos inocentes. El llanto de Hatem, su muerte, no inmuta a quienes ya han tomado partido.
Da igual que el conflicto israelí-palestino nazca de una ocupación que se incrementa y radicaliza con los años y que los gobiernos de Tel Aviv hayan hecho caso omiso a las resoluciones de la ONU para la coexistencia pacífica de dos estados. Los sionistas en particular solo quieren uno, el suyo. Los palestinos no pueden permitirse ni intentarlo. Décadas de agravios explotan de cuando en cuando. Y se llevan vidas y haciendas. Y sus luchas repercuten en el tablero mundial.
Y, aquí, tenemos a la política de la bajeza suprema que no solo no llora con el dolor de la impotencia y la muerte de las víctimas, sino que la usa en su provecho. Y hace cómplices a sus seguidores. La campaña sucia del PP de vincular a Hamás con el PSOE se inscribe en los anales de la infamia. Y se añade el problema del caldo de cultivo en el que operan: una sociedad mediatizada, frívola y carente de humanidad en donde encuentran su mejor campo de operaciones.
Son los que entienden que se masacre a dos millones de personas en Gaza, que se salten los convenios internacionales y se cometan crímenes de guerra al dejarlos sin agua, sin luz, sin víveres, sin asistencia sanitaria ni de ningún tipo por vivir en un territorio desde el que partió el ataque terrorista a Israel. Y que, al decir de sus voceros, van en el paso siguiente a… aplastarlos. Difícilmente aceptarían –si cupiera cierta racionalidad en sus cabezas– que Euskadi hubiera sido arrasado –con todos esos recortes previos de suministros– como respuesta a los atentados de ETA.
En la opinión que se impone, Israel es el bueno, el agraviado, el que recibe la ayuda militar, política y mediática de los otros buenos del planeta: EEUU, UE, numerosos países de Europa, todas las derechas de todos ellos. De ahí que sus víctimas sean insoportables y las palestinas lógicas y merecidas, si nos atenemos a lo que se está viendo.
Ése es el gran problema al que nos enfrentamos, el profundo fracaso de esta sociedad global. Frente a los miles de Hatem Awad que se vuelcan en la ayuda y la defensa de los derechos humanos, y hasta perder la vida, una masa amorfa y cruel pasa de todo llanto y de toda violación que no le afecte personalmente o así lo crea.
Porque sí les afecta. Estamos viendo casos extremos de crueldad, de falta de empatía social desde tiempo atrás y, lejos de mejorar, el problema empeora. Yo no he dejado de preguntarme en tres años desde la pandemia de coronavirus, en qué pensaba Isabel Díaz Ayuso, presidenta de Madrid, al dar vía libre al protocolo de la vergüenza para las residencias de ancianos. Si en algún momento visualizó la angustia de aquellos seres humanos que morían sin siquiera asistencia médica. Y qué siente al limitar la gratuidad del comedor escolar a 5.500 niños, pese a que 130.000 viven en situación de pobreza. Mientras proyecta nuevas obras para su hospital fantasma llamado Zendal. Y en qué piensan sus votantes. Y los de Cantabria, a quienes el nuevo consejero les ha dicho que si pagan más tendrán prioridad en las listas de espera. ¿Lo entienden también? pues igual son usados como armas contra el conjunto de la sociedad.
En qué piensan los ciudadanos que ven usar a las víctimas lejanas de Oriente Medio y a las de aquí para lograr el poder. Si son conscientes de la inhumanidad que les posee. Ah, que a lo mejor no se enteran, que se informan por los medios que se dedican a desinformar. ¿Y a esos medios, cómo se les queda el cuerpo al engañar a sus audiencias en temas sangrantes y con resultados a menudo trágicos? Porque solo el hecho de conducir a una población, con mentiras o desvirtuando la realidad, a decisiones que perjudican al conjunto, no parece demasiado edificante. Desde luego no responde a la profesión a la que dicen dedicarse.
El momento de extrema degradación que vive cierto periodismo y cierta clase política se mostraba en toda su crudeza este pasado martes en el bulo de los supuestos 40 bebés degollados por Hamás. Ha habido y habrá en esta guerra crímenes así de abominables, pero esto no se demostró cierto. Se lanzó sin confirmar y con una fuente prácticamente anónima. Se lo comió hasta el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y tuvo que desmentirle la Casa Blanca. En España, la primera que se apuntó fue Ayuso para atacar a Pedro Sánchez. Siguió Sémper y la cuadrilla de siempre. Y sus fieles lo tienen tragado hasta el fondo y allí piensan dejarlo en defensa férrea de su veracidad. Centenares de niños han muerto esta semana, y mujeres y hombres. Esto es una guerra real, no un programa de televisión.
No son todos, claro. Manifestaciones en diversos países apoyan desde el uso de la cordura a salidas drásticas. Hay reacciones pero son distintas a aquel quinto poder que rechazó la guerra de Irak. Podríamos estar incluso ante un Otoño Árabe y no de propuestas altruistas. Lo terrible es esa enorme masa social que no se conmueve con la injusticia y el dolor. Peor aún si lo comprende, lo apoya e incluso lo exige. Es una forma de volverse cómplices de verdaderas atrocidades. Y este camino da vértigo.
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