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Lo que somos

Escoge el tamaño de la maleta según tus necesidades y la longitud del viaje.

Agnès Marquès

Tantas vueltas le damos a nuestra existencia, tantas preguntas nos hacemos, quiénes somos y qué hemos venido a hacer a este mundo, y a veces uno encuentra la respuesta en un cajón de casa o entre la ropa vieja olvidada en lo alto y fondo del armario esperando el día en que pase algo, una mudanza por ejemplo, que haga removerlo. Y así, haciendo bolsas para el contenedor de la ropa usada, de golpe me encuentro en una camiseta, la que llevaba el día que nos conocimos hace más de diez años y que tiene un agujerito en el extremo izquierdo, y en los zapatos italianos y un poco horteras que llevabas el día que te tropezaste justo cuando me decías que no lo dejáramos, que valía la pena intentarlo. El jersey que compré hace veinticinco años en Noruega, durante el crucero familiar a los fiordos y que me sigue yendo bien, ya debía haber crecido del todo. O he empezado a menguar, no sé. Ese traje anchote pasado de moda que llevas en la foto de Roma, de cuando aún no tenías canas. Y ese bol de terrazo que compré en Formentera para decorar otra casa y otra vida, cuando aún no existías, y que me tocó en el reparto de pedazos cuando el amor se rompió. Y ese cassete recopilatorio con la pegatina “verano del 98” escrita a mano que empieza con el Every breath you take de Police y que era toda una declaración de amor. Hoy sería casi un caso de acoso, por la letra, digo. Pero qué hago, ¿lo tiro?

El lápiz de Hello Kittie que le robé a mi hermana mayor no sé cuando (¡fui yo, hermana!) y que no sé cómo conservo dos siglos después en casa (¡lo tengo!), yo, que no he conseguido acabar un boli bic en la vida, que se pierden siempre los bolis bic, no es culpa mía.

Unas cartas preciosas de un chico amigo del primo de una amiga y que iba al colegio de al lado. No recuerdo su nombre pero esas cartas de amor eran preciosas como para tirarlas el día que me independicé, así que tres casas después siguen aquí conmigo, en la caja de las agendas del colegio con las dedicatorias de las amigas de clase y algún corazón con flecha y otro nombre.

La postal que mis padres me enviaron la primera Navidad que viví fuera de casa. Bon Nadal 2007, els papes. Cosas de mamá. La pulsera de cuando me vino la regla, los pendientes de los últimos Reyes en que papá nos iba a hacer un gran regalo porque ya tenéis quien os regale, pero ahí sigue el tío cada año tan espléndido con nosotras. Su reloj de principios de los ochenta que me prestó a mediados de los noventa y que todavía no le he devuelto. 

El vestido del día de nuestra boda y el gorro de lana que me compraste en Londres. Este también va al contenedor de ropa usada, es que el rojo ha dejado de gustarme. El body de la primera noche de vida de Olivia, y las alfombras que compramos en Marruecos después de regatear durante una hora y que saboreamos poco porque enseguida sentimos que nos habían tomado el pelo.

Un álbum de fotos de Turquía de cuando aún hacía álbumes con las fotos y el trocito de piedra de la Capadocia al que nunca le he encontrado un buen sitio en casa. La Odisea de Homero forrada y subrayada de cuando nos la hicieron leer en Literatura Universal, qué emoción que ya no recuerdo, pero lo subrayado ahí está. El jarrón de la abuela que desentona con todo lo demás, pero ahí está también, precioso, quieto y silencioso, como era ella.

Los discos sin tocadiscos, los DVD sin reproductor y Kundera en varias versiones. Qué insoportable esta levedad de ser objetos viejos que seguirán ocupando espacio en la nueva casa porque es imposible que me deshaga de ellos sin sentirme amputada, porque no me basta con el recuerdo, yo necesito algo físico y un almacén para guardarlo, claro. Lo que somos, lo vivido incrustado en objetos y también algunas ilusiones. Que quizá otra mujer reciba un beso apasionado llevando puesta esa camiseta de nuestro primer día. La del agujerito en el extremo izquierdo que, al final sí, sin pensarlo más, hoy se va al contenedor de la ropa usada.

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