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Techo, pollo, champú y Quevedo

Cristina Fallarás

Hágame caso solo un momento, un momento de dejarse caer. Como si entrara en la consulta de alguien para cuya visita la cola dura meses, hágame caso así, con ese tipo de confianza abandonada que solo existe después de haber tardado en llegar. No le cuesta nada, venga, que me propongo lanzar una de las reflexiones gaseosas que exigen un abandono como ese, sobrevolando por un rato corrupciones y miserables. Algo así como preguntarse: ¿para qué tenían que servir todo este desarrollo, toda esta educación, toda esta democracia y todo este progreso?

Allá voy.

Ayer cogí al pasar por la estantería del pasillo un libro viejo de poesía, un tomo parido con criterio blando, caprichoso, donde Garcilaso alterna con Vallejo y Cernuda con el Arcipreste de Hita, una mala y descomunal antología de todo, obra de un tipo que todavía escribe en algún blanco, cualquier cosa menos literatura.

Me enganché, claro. Y llevaba una hora larga embebida y advirtiéndole a mi hija (4) que polvo será más polvo enamorado tras pasar por el príncipe de Golconda o de China, cuando me volví hacia el salón, como si hubiera público y pregunté:

—¿Qué coño estamos haciendo en lugar de leer a Quevedo? ¿Qué vida estamos llevando dedicados por entero día y noches a contar monedas? ¿Quién se atreve a llamar a esto civilización, sociedad del bienestar o desarrollo? (Crac)

Me permití por un momento elevarme un palmo sobre el twitterismo y darle distancia a la mirada. Y ahí, junto a Quevedo, peluda, feroz y palpitante, estaba una de nuestras mayores claudicaciones de los últimos tiempos. Así se resume: la renuncia a vivir. Y ya he escrito aquí sobre lo que significa eso de “ganarse la vida”, y sobre las vueltas que una le da cuando ni madriguera queda. (Crac)

Recordé, aún con el libro en las manos, un tiempo que me pareció lejanísimo y del que en realidad no hace mucho, en el que se llegó a hablar en serio incluso de una renta básica universal. Todo parece lejanísimo en los últimos dos años. (Crac)

Recordé aquellas lejanías y traté de enunciar cuál era la base sobre la que levantamos el pacto de vivir, nosotros, este grupo humano al que usted y yo pertenecemos. Bien, la cadena que conocíamos, una vez superada la cosa feudal, era más o menos esta:

1. Yo trabajo.

2. Ese trabajo me reporta un dinerito.

3. Ese dinerito es suficiente para pagar un hogar y los gastos del vivir.

Punto pelota, así de fácil. ¿Por qué “fácil”? Porque tenemos la capacidad de producir riqueza. Porque tenemos la tecnología necesaria y su desarrollo. Porque durante un tiempo que se acaba se impuso la obligación de repartir los bienes y crear espacios comunes/públicos. Eso es así con y sin crisis. Lo único necesario es la voluntad de llevarlo a cabo. (Crac) Trabajo, o sea dinero, o sea vivir.

Pero demos el salto siguiente ahora: como yo no soy un esclavo de algodonal, tengo más o menos claro que mi trabajo y yo no somos uno, que yo no soy trabajo, o no solo, y por eso mi salario me permite tiempo y cierta (poca) anchura para Quevedo (si no le gusta la poesía, quite al poeta y ponga el Aneto, una tarde de sexo o Homeland en vena).

Esto del párrafo anterior, que le quede claro, no es la definición del paraíso en la tierra, sino el abc del jornalero, del peón. Es la base, el salto de la esclavitud al obrero, puro siglo XIX. O sea: en teoría, aquel que trabaja debe poder, además, ser (algo) consumidor y disfrutar de (algo de) tiempo de ocio. ¿Por qué? Además de por lo del algodonal, porque se supone que si a usted no le merece la pena trabajar, ¿por qué va a hacerlo? Y porque todo este bonito invento que se tambalea hoy está construido sobre el consumo. (Crac)

Sucede ahora que esto de que el sueldo que gano por mi trabajo sea suficiente para pagar un hogar y los gastos del vivir es una idea que suena a capricho de la Sierra. Y por eso precisamente me detengo en ella. Porque ahí está nuestra claudicación, porque estamos permitiendo que cunda la idea de que se puede trabajar y que ese trabajar no sirva para vivir, que no cubra los gastos del vivir. (Crac) Es más, nos parece normal que con un salario no llegue para techo, pollo y champú, que se joda Quevedo por el camino, solo eso, techo, pollo y champú. Nosotros que nos creíamos el novamás del desarrollo, ya hemos llegado al punto de aceptar que lo que se nos paga o ganamos por trabajar no llega a cubrir el primer punto, el básico: el hogar y las cosas del vivir.

De entre los hombres y mujeres –lo de “jóvenes” queda para los cachorros de político— que van de los 20 a los 35 años hoy en España poquísimos pueden pagarse la vida, ya no digo la poesía, con el sueldo que ganan. Pero el problema no es ese, que también, sino que la mayoría de ellos, y de nosotros los cuarentones, hemos renunciado a hacerlo. (Crac) Es decir, hemos permitido que nos convenzan de que con lo que percibimos por nuestro trabajo (el que tiene la suerte de conservarlo) no nos va a llegar para vivienda, comida y gastos de higiene, que más nos vale vivir en grupos, como estudiantes, o volver a la casa de los abuelos, o tirarnos por el balcón. Cualquier cosa les resulta –y por lo tanto a nosotros, que consentimos— más sensata que la razonable y tan siglo XX idea de que uno viva gracias a su trabajo.

Y con esto, crac, estamos rompiendo, crac, descuartizando, crac, carneando, crac, aquello para lo que iba a servir todo este desarrollo, toda esta educación, toda esta democracia y todo este progreso: para que el nuestro fuera un grupo humano cuyos individuos gozaran de la vida en lugar de sufrirla. O sea, vivieran en lugar de contar monedas. Y con eso, crac, nos estamos rompiendo también nosotros. Todos nosotros, incluso ellos.

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