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La tertulia atómica

Ilustración de una explosión de bomba atómica

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De un tiempo a esta parte ha empezado a inquietarme este largo periodo de paz en que vivimos. Son ya varias las generaciones de europeos que pasamos por el mundo sin mancharnos en la guerra. Mi lado pesimista me dice que no puede durar mucho más. La historia nos ha enseñado que la paz no existe. Existen las entreguerras, a veces cortas, a veces largas. En los años veinte, hace exactamente un siglo, todo el mundo se creía a salvo de nuevos conflictos bélicos. ¿Cómo no iban a pensarlo?; acababan de librar “la guerra que acabaría con la guerra”. También aquella gente vivía en una paz que creían eterna. Veintiún años duró.

Guerras sigue habiendo, ya lo sé. Muere gente, mucha, siempre demasiada. Pero no morimos nosotros, no son nuestras ciudades las que acaban devastadas y nuestras vidas deshechas para siempre. Y eso, por más que nos parezca el estado natural de las cosas, es una anomalía histórica. Hay quien lo ve como una consecuencia inevitable del progreso, como si el avance científico-técnico o las conquistas sociales fuesen antídotos contra el fanatismo. Yo no soy tan optimista. Lo malo de las cosas impensables es que basta con que una sola persona las piense para que dejen de serlo.

A principios de este año algo empezó a cambiar en el ambiente. Por primera vez en muchas décadas, el apocalipsis nuclear se instaló como tema de conversación ineludible en todos los bares de Europa. Algo inimaginable solo unos meses antes, solo una semana antes. En mi casa, durante una comida familiar, se expusieron las diversas preferencias en lo que a extinción humana se refiere. Alguien dijo asumirlo con resignación siempre y cuando no se enterase de nada. Un fulgor en el cielo y ya. Hubo consenso.

El apocalipsis no le viene bien a nadie salvo al que lo provoca y, casi seguro, ni a ese. Cuando a Putin o a Biden se les calienta la boca y los medios desempolvan la vieja tertulia atómica, siempre se recurre a lo mismo: la disuasión. Se deja claro que el armamento nuclear existe para no utilizarlo jamás y todos fingimos que tiene sentido. Pero en esas tertulias se omite el aspecto más absurdo y monstruoso: que la humanidad no acabará por un razonado movimiento estratégico sino por un calentón. Da igual cuánto reflexionemos sobre ello, cuántos ensayos se publiquen y cuánto se psicoanalice a los líderes mundiales; lo que nos borrará de la faz de la Tierra será un golpetazo en la mesa de un tipo con demasiadas pulsaciones y varios días sin dormir a sus espaldas.

Pero, en fin, el hecho es que aquí seguimos. Al borde de 2023, sin haber vivido una guerra y a la espera todavía del apocalipsis. Convencidos de que lo inimaginable es imposible y que nuestro modo de vida no nos puede ser arrebatado por nada ni por nadie. Si no saben por qué brindar estas Navidades, alcen la copa por esa mentira que tan felizmente nos creemos. Cuando deje de servirnos ya no habrá nadie para descorchar la botella.

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