En torno al proyecto legal de democratización empresarial
Frente a las insuficiencias y debilidades de la democracia realmente existente, crece el convencimiento entre amplios sectores de la izquierda y del sindicalismo, pero también del mundo académico, de que para mejorarla es elemento imprescindible avanzar en la democratización de la empresa: particularmente en la de gran dimensión, que en buena parte determina la evolución de las restantes. Los muy abundantes fracasos del modelo empresarial dominante —presidido por la soberanía de los accionistas mayoritarios— contribuyen a ese convencimiento, como también la evidencia empírica existente: al margen del cooperativismo de trabajo —en el que se pueden encontrar resultados de todo tipo, pero también muy positivos—, la legislación impulsora de la participación del trabajo en el gobierno de la empresa existente en muchos países europeos, desde luego, demasiado moderada, no ha conducido en modo alguno al desmoronamiento de sus empresas, ya las quisiéramos tan eficientes, sólidas y productivas en España, ni a mayores niveles de conflictividad ni a mayores costes del capital o a perjuicios a largo plazo para el accionariado.
Junto a todo ello, viene creciendo desde hace años una amplia corriente teórica que cuestiona radicalmente los argumentos microeconómicos en los que se basa la supuesta superioridad del modelo de empresa accionarial, para defender en su lugar una teoría de la empresa que argumenta con solidez las mayores justicia y eficiencia de los modelos de gobierno empresarial participados (en primer lugar, por los trabajadores, pero también por otros partícipes esenciales en la actividad de las empresas).
Muchos consideramos, en este sentido, que hay suficientes razones para la iniciativa que ha planteado la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, para incluir en la prevista revisión del Estatuto de los Trabajadores (y en una nueva Ley de Participación Institucional a negociar con los agentes sociales) la exigencia de una democratización de la empresa centrada en la participación de representantes de los trabajadores en los órganos de gobierno, desarrollando así (tras el frustrado intento del proyecto de ley en tal sentido del PSOE presentado por Ramón Jáuregui en 2002) el artículo 129.2 de nuestra Constitución.
Pero para sacar adelante la iniciativa legal y, más aún, para que pueda arraigar en la práctica y ser eficaz en la realidad, no basta con buenas razones: entre otras cosas, hace falta —como ha señalado más de una vez el propio Ramón Jáuregui— disponer de la cultura participativa adecuada y de la fuerza social y política suficiente para superar los poderosos intereses contrarios. Pero para ello es preciso —como recordaba hace unos meses Gabriel Flores en un muy consistente artículo— avanzar en la consolidación de una estructura productiva que posibilite un mercado laboral con menores niveles de desigualdad, precariedad y polarización y mayor capacidad negociadora, de forma que se propicie la participación. Aspectos todos que pueden exigir reformas previas nada fáciles en ámbitos que pueden condicionar de forma decisiva el éxito o el fracaso del proyecto legal. La tarea, por tanto, no es sencilla ni puede considerarse cumplida con la simple aprobación de una ley técnicamente correcta.
Ahondando en este complejo terreno de requisitos adicionales, no puede dejarse de lado la importancia determinante que puede tener el sector financiero a este respecto, particularmente en las empresas de mayor dimensión, que deberían ser las prioritarias en el proyecto democratizador. Tanto la gran banca como los grandes fondos de inversión (mayoritariamente, extranjeros) figuran en la actualidad entre los principales accionistas y tenedores de deuda de las grandes empresas españolas, con posiciones —sobre todo, en los casos de los fondos de inversión— de extrema volatilidad y mínimo compromiso en el tiempo en las empresas en las que invierten o a las que financian. Una situación en la que reformas legales que les parezcan inconvenientes para sus intereses puede conducir a procesos de desinversión y de venta de deuda gravemente dañinos para las empresas afectadas.
No puede olvidarse que muchas de las entidades financieras que más influyen en las grandes empresas, y particularmente los fondos de inversión (inherentemente cortoplacistas por la propia presión de sus partícipes), impulsan crecientemente a las empresas en las que alcanzan posiciones inversoras o tenedoras de deuda importantes a orientar su gestión con criterios también cortoplacistas, arrastrando en no pocas ocasiones —cada día más— a la banca compradora de deuda empresarial en esta orientación. Son así inductoras y claramente co-responsables de un modelo empresarial fuertemente financiarizado (muy apalancado, influido por criterios financieros y orientado a resultados inmediatos) generador de perjuicios generales cada día más patentes y más graves: en primer lugar, para las propias empresas a medio y largo plazo, en la medida en que la búsqueda permanente de la maximización del beneficio inmediato y del valor accionarial están conduciendo a estrategias seriamente nocivas para el crecimiento, la fortaleza, la eficiencia y la sostenibilidad empresarial: incrementos desequilibrados de los dividendos, recompras sistemáticas de acciones, obsesión por la reducción de costes —salariales en primer lugar casi siempre—, debilitamiento de la inversión, complicidad de los altos directivos a través de incentivos variables que ensanchan espeluznantemente las diferencias retributivas, recurso frecuente a malas prácticas de todo tipo en el negocio —con la generación de externalidades negativas crecientes como estrategia sistemática de reducción de costes— y un largo etcétera. Conductas que, como no podía dejar de ser, han acabado afectando muy gravemente a las economías nacionales, contribuyendo significativamente al crecimiento de las desigualdades, al debilitamiento de la inversión global y, por tanto, de la productividad y del crecimiento económico, así como a la acumulación de costes sociales que tienen que ser soportados, gratuita y dolorosamente, por amplios sectores de la población o costeados por el Estado.
Se trata de un modelo de gestión que la democratización empresarial, aunque se limite solo a la participación laboral en los órganos de gobierno, claramente dificultaría (de hecho, parece mucho más mitigado en los países en los que existe mayor participación obligatoria del trabajo en el gobierno corporativo). No es difícil imaginar que los trabajadores defenderán siempre una orientación de más largo plazo y más socialmente responsable en sus empresas: porque dependen mucho más de la permanencia de la empresa que los accionistas e inversores mayoritarios (que tienen una facilidad de salida y una volatilidad mucho mayores) y porque están también más interesados que estos en que la empresa se comporte responsablemente donde opera, porque viven allí, están más comprometidos con su entorno y se ven más afectados por las externalidades negativas.
De esta forma, no cabe duda de que la iniciativa participativa legal no solo se enfrentará a la oposición de la patronal y del gran accionariado, sino también a la de los mercados financieros, que pueden dificultarla a través de la imposición de mayores costes del capital y de la financiación a las empresas que se muestren más propicias a asumir la ley con mayor coherencia (y de forma indiscriminada en la economía nacional, tratando de provocar un desincentivo general a la implantación de la ley).
Por todo ello, y entre otros temas, sería conveniente plantear previa o paralelamente a la legislación democratizadora reformas que puedan mitigar las dificultades que el sector financiero puede ejercer en su contra. Muy especialmente, apunto simplemente tres:
1. Intensificación firme de la penalización de los derechos de voto en los consejos de administración de los accionistas más inestables (en buena medida, las entidades financieras más cortoplacistas); penalización que se ha incluido tímidamente en la reciente modificación de la ley de sociedades de capital para fomentar la implicación a largo plazo de los accionistas.
2. Incentivos fiscales a la inversión y a la financiación de las empresas que apliquen con mayor consistencia la participación del trabajo en el gobierno corporativo.
3. Líneas de financiación pública privilegiada para la financiación de este tipo de empresas: algo que nunca se podrá hacer óptimamente sin una potente banca pública especializada en la financiación empresarial, como la que otros países avanzados tienen y que tan insensatamente se desmontó en el nuestro. Por eso, la reivindicación de una banca pública fuerte es inseparable de la aspiración a empresas más democráticas.
Nada de esto es imposible, y mucho menos inviable económicamente. Pero, ciertamente, aumenta no poco las ya considerables dificultades intrínsecas de la iniciativa legal mencionada, agravando su complejidad y los obstáculos que pueden entorpecerla. No debería olvidarlos ni minusvalorarlos la anunciada —e ilusionante— iniciativa legal del gobierno.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
3