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Trump y el 60º aniversario de la Unión Europea

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Mariola Urrea Corres

El proyecto de construcción europea cumple, el próximo mes de marzo, 60 años. Fue el 25 de marzo de 1957 cuando los representantes de Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Luxemburgo y Bélgica firmaron, en Roma, el Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea (TCEE) y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (TCEEA/TEURATOM). Dos textos jurídicos que, sumados al Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (TCECA) firmado en 1951, dieron lugar a las Comunidades Europeas.

Desde entonces hasta hoy, el proyecto europeo ha sido sometido a un proceso de ampliación, en lo que se refiere al número de Estados miembros que lo componen; y, de profundización, en lo que afecta al conjunto de competencias que le han sido atribuidas, que sin duda determinan la configuración actual de lo que hoy representa la Unión Europea.

Así, por lo que se refiere al número de Estados miembros que componen la Unión, resulta oportuno recordar cómo los seis Estados fundadores pronto se convirtieron en nueve con la adhesión del Reino Unido, Dinamarca e Irlanda en los años setenta; 12, tras la incorporación de Grecia, España y Portugal en los ochenta; 15 con Austria, Suecia y Finlandia en los noventa; 25 tras la ampliación en 2004 a Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia y Lituania, Chipre y Malta; 27 con la adhesión de Rumanía y Bulgaria en 2007; y, finalmente, 28 con la incorporación de Croacia en 2013.

Cuando Reino Unido notifique al Consejo Europeo su voluntad de abandonar la Unión, en los términos que resultó del referéndum celebrado el pasado 23 de junio, se pondrá en marcha el procedimiento de retirada el cual permitirá confirmar –tras una larga negociación entre ambas partes– la salida definitiva del Reino Unido de la Unión. Se trata, sin duda, de una situación sin precedentes en la historia de construcción europea cuyas consecuencias jurídicas, políticas y económicas para la Unión y para el Reino Unido todavía no han sido evaluadas en toda su dimensión, aunque parece claro que no resultarán positivas para ninguna de la partes.

En otro orden de cosas, el proyecto europeo ha ido evolucionando en estos 60 años de historia que acumula desde una concepción estrictamente económica, hasta un modelo de integración de configuración más política. Así, la entrada en vigor de las reformas del Acta Única Europea (1987), el Tratado de Maastricht (1993), el de Amsterdam (1999), el de Niza (2003) y el Tratado de Lisboa (2009) han permitido ampliar de forma considerable no sólo los ámbitos de actuación de la Unión Europea (mercado interior, derecho de la competencia, política monetaria, medio ambiente, política agrícola, control de fronteras, inmigración, energía, cohesión económica, social y territorial, seguridad y defensa, entre otros), sino también la intensidad con la que la Unión puede tomar decisiones desplazando, en aquellas competencias exclusivas, la capacidad de acción de sus Estados.

No estamos todavía ante esa Federación de Estados unidos de Europa a la que hacía mención Robert Schuman en su famosa Declaración de 9 de mayo de 1950, pero qué duda cabe que la Unión Europea ha superado con creces la configuración de los modelos más clásicos de organizaciones internacionales para conformar un paradigma digno de ser estudiado, aún cuando el proyecto no atraviese ahora sus mejores momentos. De hecho, la Unión Europea afronta la celebración de su sexagésimo aniversario desde una profunda crisis interna de la que si bien se conocen sus causas, todavía no se ha podido ofrecer la solución que permita recuperar la confianza en un proyecto cuyos beneficios resultan difícilmente discutibles, más allá de las duras exigencias que la pertenencia al mismo también trae consigo para los Estados que son parte y para los ciudadanos lo que no siempre resulta bien aceptado.

En un contexto como el descrito, resulta preocupante e incluso perturbador para una debilitada Unión Europea afrontar el presente y su futuro tomando en consideración el conjunto de decisiones y declaraciones vertidas por el nuevo Presidente de los Estados Unidos. Nada de lo que Trump ha hecho o dicho durante apenas dos semanas de mandato se acomoda a las exigencias, en términos de valores e intereses, de los Estados miembros de la Unión y, particularmente, de lo que representa la propia Unión Europea. La particular hostilidad que el mandatario norteamericano ha evidenciado contra la Unión Europea difícilmente puede dejarse pasar por alto. Las instituciones europeas deben ofrecer una respuesta contundente a este respecto.

Negar el plácet a Ted Malloch como posible embajador de EEUU en la Unión Europea podría ser una reacción suficientemente firme para quien se permite aventurar (¿y desear?) el fracaso del euro. Entre tanto, la carta que el presidente del Consejo Europeo ha remitido a los presidentes de los Estados miembros calificando a Donald Trump como amenaza para la Unión ya deja claro el clima de preocupación que existe en la Unión Europea y que, sin duda, se trasladará de una manera especialmente intensa a la reunión que el Consejo Europeo celebrará el viernes en Malta. No está mal como anticipo de los desafíos a los que se enfrente la Unión Europea en la celebración de su 60 aniversario. Quién sabe si no es esa amenaza a la que hace mención Tusk la que sirva como revulsivo para rescatar de su propio deterioro a una Unión Europea que resulta, a nuestro juicio, más necesaria que nunca.

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