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Yo sí he estado en el Valle de los Caídos

Está documentado que al menos 81 cadáveres fueron trasladados desde Calatayud al Valle de los Caídos en 1959

Lolita Bosch

Fui el verano pasado. Quería pisar la tumba de Franco y tenía cosas que decirle, de frente. Y la visita fue alucinante. La dictadura y su estela, hasta el día de hoy, no cesan de sorprenderme. No tanto por las secuelas que ha dejado en miles de republicanos, miles de nacionales; sino cada vez que compruebo hasta qué punto ha permeado y formateado nuestras vidas, nuestras costumbres, nuestras mentes. Por más cosas que sepamos y más que hayamos asumido, Franco y nuestra capacidad / necesidad / obligación de convivir con él es todavía desconcertante.

“Las dictaduras son tres generaciones” recuerdo que se decía cuando yo era pequeña… pero son más. Y conste que yo ya lo había hecho todo: donado dinero para la apertura de fosas, tratar de sacar aquellas placas metálicas de tantos edificios de este país que nos recuerdan que el ministerio de la vivienda franquista ayudó a construirlo y leído, escuchado, trabajado y aprendido. Y, sobre todo, me había dejado educar por el exilio.

He tenido la suerte, inmensa, de crecer con el dignísimo exilio español y catalán en México. Y por ellas, por ellos, a Franco tenía cosas que decirle a la cara. Mensajes que nunca he olvidado de republicanos que hoy están muertos y que enterramos en México antes de que hubieran podido volver a sus casas. Una de nuestras muchas vergüenzas.

Y por eso fui, porque quería decirle sus nombres y gritarle que a pesar de todo: nosotras, nosotros, seguimos aquí. Y aquí estamos. Así que fui al Valle de los Caídos a pisar la tumba de Franco. Él acostado y yo de pie. Horas y horas esperando que se vaciara el santuario perturbador que lo acoge, pisar a Franco y decir nombres en voz alta. Uno de los rituales más necesarios que he hecho en la vida.

Fuera de eso, no toqué nada. Aunque hablé con mucha gente. La mayoría, franquistas. Yo había entrado con el lazo amarillo de los presos políticos y se acercaban a preguntarme cosas. “También es por los presos enterrados aquí”, les decía. Pero la convicción franquista es una convicción fuerte y con un par de frases no fue suficiente. De hecho al final me ofrecí: “preguntadme lo que queráis. De la independencia o de mi sentimiento republicano. ¿Qué queréis saber?”. Y lo que comenzó con la frase de una señora mayor de Murcia (“Yo nunca pensé que hablaría con una independentista sin pegarle dos hostias”), terminó en una conversación cordial y fluida, haciéndonos preguntas unas a otras. Cada vez fuimos más. Y la verdad: de los dos lados queríamos saber muchas cosas. Al final nos despedimos con amabilidad y nos deseamos suerte. E incluso la entrañable señora murciana que había comenzado la conversación con su sorpresa ante su propia falta de violencia, me dijo al marcharse: “Ahora cuando vea una manifestación en Catalunya pensaré que hay gente como tú”. Y yo le dije: “Somos la mayoría. Y yo creo que en España la mayoría es gente como usted, señora, que hablando es capaz de entender y saber. En eso y en casi todo somos iguales”.

Y desde esta muestra de afecto, inesperada unas horas antes, no dejo de pensar que si yo pude hacer esto en un santuario franquista y con un lazo amarillo, tras preguntar al vigilante dónde estaban los nombres de los esclavos que murieron levantando esta atrocidad fascista o negándome a tocar nada o incluso después de pisar a Franco; qué no podrán hacer nuestras políticas, nuestros políticos, cuando les toca sentarse a dialogar. Con todos y todas. Con espíritu abierto, educado y con profunda curiosidad por los demás. Sin esa curiosidad estamos perdidas. Pensar que entendemos a quien no piensa como nosotros es de las peores ignorancias en las que, de vez en vez, nos sumergimos.

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