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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

Lo por venir

El presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes.

Elisa Beni

La corrupción es un mal que gangrena las estructuras profundas de la democracia y además tiene un coste económico elevado para las cuentas comunes. Gravísimo. No obstante, aún más grave es la disolución del Poder Judicial llamado a controlar y castigar los comportamientos que amenazan al sistema que nos hemos dado. El mal es terrible, pero una sociedad inerme ante él es aún peor. Una democracia en la que las oligarquías se han vencido ante la avaricia, el afán de poder y la corrupción es peligrosa y asfixiante, pero un Estado incapaz de defenderse de ello amenaza con ser fallido y retrotraernos a lugares a los que solo los totalitarios, los imbéciles y los malvados quieren mirar.

Hubo momentos de mi vida en los que escuché mucho y hablé poco. Y escuché muchas cosas que explican a la perfección los hechos de ahora. Un ahora en el que ya no es tiempo de callar. La progresiva colonización, asalto y toma de las instituciones y de los mecanismos de control que el Partido Popular está llevando a cabo responde a un estrategia calculada y desarrollada a lo largo del tiempo. En el caso de la Justicia, también. El primer Consejo General del Poder Judicial que respondió a los designios aznarianos, concitó a una mayoría dispuesta a aplicar el rodillo para salvar lo que, según ellos, era una ocupación forzada de los tribunales por magistrados proclives a las visiones progresistas. Y se pusieron manos a la obra como solo la derecha sabe hacer. Sin recato.

Cierto es que fue Felipe González el primero en utilizar resortes del sistema para, mediante una nueva legalidad, alterar la realidad que el sistema puro y duro producía. Convengamos en que durante la transición no hubo purgas. Así, los socialistas llegaron al poder y encontraron unas carreras administrativas (judicatura, fiscalía, militar, diplomática) copadas por los cuadros procedentes del régimen anterior. Como quiera que, por principio, las carreras se rigen por el escalafón para evitar el nepotismo se dieron cuenta de que pasarían décadas antes de que la pluralidad democrática llegara a tener la antigüedad suficiente para ocupar puestos de alta responsabilidad. Decidieron acortar el camino. Maniobraron, legalmente, para crear los puestos discrecionales para ser cubiertos por méritos y no por pura antigüedad. Así pudieron nombrar para puestos sensibles a generales, magistrados y diplomáticos, con ideas más asimilables a las que ese cambio profundo que iban a dar a España precisaba. Solo que una vez que abres una espita, la vía de agua queda abierta.

También usó en otras ocasiones la ingeniería jurídica el PSOE para soslayar inconvenientes que se producían a sus cuadros. Por ejemplo, cuando la norma que perjudicaba a Mariano Fernández Bermejo o luego a Antonio Camacho -ambos ministros- reformó la ley para permitirles volver a su puesto en la carrera fiscal con la misma antigüedad consagrando la gran puerta giratoria entre la política y las carreras jurídicas.

Aún así la demolición de la separación de poderes iniciada y proseguida con arrojo por el Partido Popular no tiene parangón. Sin rebozo alguno comenzó una política de nombramientos que empezó por asegurarse las salas sensibles del Tribunal Supremo -la Penal y la Contencioso-Administrativa- primero copando nombramientos de magistrados y después imponiendo a sus presidentes de Sala. Cuando consigues colocar en estos puestos estratégicos a tus afines, luego no precisas preocuparte demasiado. Sabes que si, por ejemplo, se pone en cuestión la financiación con dinero público de los colegios de los católicos ultra ortodoxos, acabarás teniendo un ponente del Opus Dei para fallar sobre ello y un número suficiente de magistrados que voten con él (como acaba de suceder esta semana).

Gallardón supuso un punto y aparte en esta estrategia puesto que abandonó toda prudencia y todo disimulo y cabalgó sobre el sistema como un jinete del Apocalipsis. Consiguió ser el primer ministro que concitó las iras de todos los actores jurídicos de forma unánime. Creó escuela. Las tomas de poder han seguido a buen ritmo. Así en la cúpula del sistema judicial español se sienta hoy un antiguo cargo de Aznar que llegó con la misión de soslayar el único contrapeso que el PP se había encontrado en el camino : las asociaciones profesionales. Los cargos se repartían como la túnica de Cristo pero a la hora de hacerla jirones no solo los partidos contaban, también los designios de las asociaciones judiciales y fiscales tenían algo que decir. Lesmes acabó con ello. Ya solo el poder político tiene carta de naturaleza en esos nombramientos. Un poder político unicolor que ha asaltado ya no los cielos sino incluso los infiernos.

Este desmantelamiento sistemático y asolador de los elementos de control -algún día les explico la operación Soraya con los órganos controladores, contra los designios de Bruselas- es ahora aún más urgente puesto que constituye la última barrera para lograr una suerte de impunidad o para salvar los trastos de la mejor forma posible tras el descubrimiento del lodazal en el que han chapoteado para ganar y conservarse en el poder.

Estas semanas pasadas adelanté cosas que ya han sucedido, pero aún queda más. Los siguientes pasos son “la reducción radical de la acusación popular”, en palabras de Catalá y el paso de la instrucción penal a un ministerio fiscal controlado por el ejecutivo. Con estos últimos elementos, cautiva y desarmada, la Justicia estará atada de pies y manos ante los desmanes del poder. Y con ella, los ciudadanos. El ministro reprobado sigue exhibiendo sin rebozo sus intenciones mientras partidos como Ciudadanos nos engatusan con supuestas regeneraciones basadas en campañas de márketing en las que solo pueden empeñarse por desconocimiento o por pocas ganas de cambiar las cosas. Los aforamientos son una cuestión baladí dentro de todo este fárrago pero nos seguirán entreteniendo con ellos.  

La única esperanza es que para realizar cambios de tanto calado, el Partido Popular precisa del concurso de otros grupos parlamentarios. Es por eso por lo que solo cabe exigirle a ese regenerado PSOE, representado por Sánchez, que rechace cualquier deseo de volver a participar de este sistema perverso. Durante el tiempo de la gestora, se entreveía la intención de avanzar apuntalando las posturas de los populares. Ninguna credibilidad tendrá la oposición si no renuncia desde ahora a las eventuales ventajas que un sistema podrido les ofrecería en el supuesto de ser ellos quiénes lo controlaran tras llegar al poder. Esta es la trampa perpetua. La regeneración implica renunciar a las perversiones introducidas en el sistema y al poder que otorgarían en caso de llegar a gobernar.

Ahí esperamos encontrarnos con los que quieren plantar cara a este sistema insostenible. Nos movemos al límite. Y sus votantes no les han llevado al Parlamento para permitir que sean espectadores de la demolición sistemática del Estado de Derecho que lleva a cabo el partido corrupto que gobierna.

Nos jugamos casi la última esperanza.  

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