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Violencia de género

Alberto Núñez Feijóo.

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Cuando en España aún se decía aquello de llamar “al pan, pan y al vino, vino” nos hacía mucha gracia que los anglosajones tuvieran tanto miedo de las palabras y hubiesen decidido sustituir muchas de ellas por absurdos eufemismos que rebajaban su intensidad. Poco a poco también aquí nos fuimos acostumbrando a ello y empezamos a decir estupideces como “interrupción de embarazo” para decir “aborto”, por ejemplo. Todo el mundo sabe que hay cosas que no se pueden “interrumpir” porque eso significaría que la cosa se detiene un tiempo y después continúa. Ahora, igual que hicieron hace muchos años Carlos de Inglaterra y su esposa Diana, cuando hablaban del “D-word” para referirse al divorcio, también aquí decimos que Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarín han decidido “interrumpir” su matrimonio. Tenemos “separación”, tenemos “divorcio”, pero al parecer en ciertas esferas se prefiere no usar palabras tan claras.

Ahora, también en ciertas esferas, parece que se han puesto de acuerdo en llamar “violencia intrafamiliar” a la violencia de género. No solo porque suene más elegante o menos brutal, sino porque llamándola así, se ahorran tener que reconocer la realidad que tantas mujeres de nuestro país sufren cotidianamente y -mucho más práctico y lucrativo para ellos cuando están en el gobierno de una región-, se ahorran también un montón de dinero en subvenciones destinadas a ayudar a todas aquellas mujeres que necesitan protección frente a la brutalidad de los hombres.

“Intrafamiliar”, la llaman. ¿Qué clase de familia es una en la que se da la violencia desatada? El pensamiento de derechas, normalmente basado en el pensamiento católico tradicional, siempre ha considerado que la familia es un lugar de respeto entre los cónyuges y de apoyo mutuo entre todos sus integrantes, sean de la edad que sean. Al menos eso es lo que creía yo. Ahora resulta que cuando un hombre golpea a una mujer, abusa de ella o la maltrata del modo que sea -su esposa, su hija, su nieta, su sobrina…- resulta que no es cuestión de que la mujer esté en peligro y haya que protegerla, sino que es una cuestión privada, “intrafamiliar” ¿Y cómo piensan llamar a la violencia entre personas que no forman “familia”, no casadas, o divorciadas, o la que se ejerce contra una mujer desconocida que, por el mero hecho de ser hembra, se ve expuesta a las agresiones de un macho?

Es cada vez más preocupante que un partido que se proclama moderado esté dispuesto no solo a pactar con la extrema derecha más vergonzosa -machista, homófoba, racista, nacionalista- sino a cambiar el uso de la lengua para satisfacer a sus nuevos aliados. El señor Feijoó ahora dice “violencia intrafamiliar” al gusto de sus socios de gobierno en Castilla y León, y anuncia que le apetece trasladarse a Madrid por la “libertad” con la que se vive allí. Parece que en Santiago de Compostela no existe la misma libertad… Será tal vez eso… ¡Y nosotros, sin saber lo constreñidos que están en Galicia, donde él era el responsable del clima social!

Sé que, con tantas cosas terribles que están pasando en el mundo, esto de preocuparse por las palabras puede parecer ingenuo, pero es que resulta que las palabras son las que crean el relato que nos hacemos del mundo, nuestra narración de la realidad y, si no llevamos cuidado con las palabras que usamos, acabamos torciendo el pensamiento -nuestro y de los demás- y llegamos a creernos cosas que no son ciertas. Es lo que antes se llamaba “comulgar con ruedas de molino” y que ahora no se usa porque suena anticuado. Casi nadie sabe qué es una rueda de molino y las personas que aún comulgan son cada vez menos.

Es fundamental que quede claro que hay una violencia inmensa dirigida contra las mujeres; una violencia que ejercen ciertos hombres contra la otra mitad de la población, simplemente porque pueden, porque se les permite.

Los miembros de ese partido que no voy a nombrar dicen que “las mujeres no nacen víctimas y no hay por qué protegerlas especialmente”. Mentira. No hay más que ver las estadísticas para darse cuenta de la cantidad de mujeres que han sido asesinadas por hombres en los últimos años. Esa es la realidad que se niegan a ver, igual que se niegan a admitir la existencia de la pobreza en nuestras ciudades -porque como a ellos no les pasa, no quieren verla-. Las mujeres no deberían nacer víctimas, efectivamente, pero son educadas en una sociedad que acepta con toda naturalidad la cosificación de la mitad de la ciudadanía, que sigue llamando “campeón” a los niños y “princesa” a las niñas, que encuentra normal que cuatro de cada diez hombres vayan -ocasionalmente o con frecuencia- a comprar los servicios de una prostituta. La herencia de “la España de fandango y pandereta, devota de Frascuelo y de María”, como dejó admirablemente escrito don Antonio Machado, sigue aplastando tanto a los hombres, que son entrenados para ser “muy hombres”, (como si en la masculinidad hubiera gradaciones y se pudiera ser poco o mucho), y eso debe traducirse en fuerza, brutalidad, cerrazón mental, como a las mujeres, que deben ser guapas, tontas, calladas y sumisas.

Parece que habíamos mejorado un poco desde la muerte del dictador, pero últimamente se están dando muchos pasos atrás, cada vez más, y todo se barniza con la lengua, con esa lengua blanda y políticamente correcta que considera que está feo decir violencia de género, corrupción, prevaricación, estafa, robo, violación… palabras que designan realidades que existen. Lo feo no son las palabras, lo feo es la realidad: el que haya políticos que roben el dinero que es de todos, que haya grandes empresarios que no paguen sus impuestos como los demás ciudadanos, que no se cumplan las promesas electorales, que los hombres violen, golpeen y asesinen a las mujeres, que se deje desprotegidas a las personas que más lo necesitan, como las mujeres maltratadas o quienes viven -tanto hombres como mujeres- en situación de pobreza extrema. La realidad es así y hay que cambiarla, en lugar de cambiar las palabras para que suenen más bonitas, menos amenazadoras.

En todos los partidos políticos hay especialistas que se dedican precisamente a eso: a cambiar el discurso para, así, cambiar la percepción de la realidad. Igual que cuando, en una guerra, no se habla de “soldados muertos” sino de “bajas”, que se supone que hace menos daño -a menos que una sea la madre de esa “baja”, claro, y entonces da igual la palabra que usen-.

George Orwell ya nos lo avisó con toda claridad en su brillante novela “1984”. Cambiando la lengua se cambia el pensamiento de la población. Eliminando palabras se hace imposible pensar en los conceptos a los que se referían esas palabras. En el diccionario de alemán de la desaparecida República Democrática Alemana (¡Democrática! ¡Qué desfachatez!) el adjetivo “libre” tenía como única acepción “carente de”, como en “el perro está libre de pulgas”. Tenían la esperanza de que, al no saber qué significa ser libre, nadie quisiera intentar serlo.

Tenemos que cuidar nuestra lengua para que no se la apropien los que quieren manipularnos y hacernos creer que, cambiándoles el nombre, ciertas realidades dejan de existir. Y, por supuesto, tenemos que cuidar de que esa realidad que no nos gusta cambie y mejore, que el dinero que todos aportamos llegue a donde es necesario y no acabe en comilonas, coches con chófer y lugares donde, entre luces de colores, se esclaviza y se humilla a las mujeres.

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