Yo también voté a Felipe en el 82
Yo también voté al PSOE en 1982. Yo también voté a Felipe, metí la papeleta en la urna, me acuerdo perfectamente, me he visto en fotos en blanco y negro, en un vídeo de TVE recordando aquella jornada de la que ahora se cumplen 40 años. Yo estuve frente al Palace en la noche histórica, vi asomarse por la ventana a Felipe y a Alfonso, nos saludaron, me saludaron. Estuve frente al Palace como había estado dos días antes en el gigantesco mitin de la Ciudad Universitaria, y en cada barrio y cada pueblo que recorrió la caravana socialista. En octubre de 1982 yo tenía siete años, vale, pero voté al PSOE, claro que sí, voté a Felipe, voté “por el cambio” como votaron todos los españoles. Todos, sin excepción. No diez millones, sino los treinta y tantos millones de españoles. Hasta Feijóo votó a Felipe. Y el rey, el de entonces, y el rey de ahora, que era príncipe y tampoco tenía edad para votar pero votó al PSOE, a Felipe, “por el cambio”.
No me burlo de la victoria socialista del 82, al contrario: intento transmitir, por la vía hiperbólica, lo que fue aquella descomunal victoria, porque los jóvenes no pueden hacerse una idea, no pueden entender aquello. Los jóvenes, y tampoco los viejos, los que sí estaban y que tampoco lo entienden porque ya no son los mismos, eran otros, era otra España, no hay máquina del tiempo, no vale el Cuéntame. No podemos entenderlo. El socialismo al poder solo siete años después de enterrado Franco. La mayor victoria electoral de la historia. Más del 48% de los votos, con una participación altísima. Uno de cada dos votantes. 202 escaños. Ganó en casi todas las provincias, en las capitales, en los pueblos.
“Ilusión” era la palabra más repetida entonces y también hoy, en la memoria de quienes sí vivieron aquel día. Mis padres, socialistas y ugetistas de primera línea, se recuerdan ilusionados -y preocupados por la responsabilidad, añade mi padre-. Se emocionan cuando ven fotos de aquellos mítines vibrantes, cuando ven el póster de José Ramón, el original con su obrero, su agricultora, su fábrica humeante y Felipe en el centro. Felipe estaba por todas partes, no se ha visto un carisma igual. Era guapo, le gritaban “¡guapo!” las abuelas cuando salía en la tele. En un mitin le entregó un ramo de flores mi hermana pequeña, nerviosísima. Era una estrella del rock, era el balón de oro. Era Dios, así lo llamaban los suyos en las conversaciones filtradas años después. Una vez conocí a una mujer que sufría una enfermedad mental, un delirio persecutorio, convencida de que Felipe la acosaba, la perseguía, llamaba al timbre de su casa y lo veía correr escalera abajo cuando abría la puerta. Seguro que no fue la única que desarrolló ideas delirantes con Felipe.
Había cogido a un PSOE casi desaparecido en la dictadura (“100 años de honradez y 40 de vacaciones”, decían algunos con malicia), le había quitado el polvo de la guerra y de paso el marxismo, lo había homologado a la socialdemocracia europea y, with a little help from my friends del SPD alemán y sus generosas fundaciones, y con miles de militantes convencidos, lo había reimplantado hasta en el último pueblo y convertido en primer partido de la izquierda. Con inteligencia y buenos cuadros se había trabajado un aire de seriedad y estabilidad -se dijo que le pintaron canas en los carteles electorales para matizar su juventud-. Se había convertido en imprescindible para la Transición, era el partido que España necesitaba para rematar el proceso tras la inmolación de la UCD y el susto del 23F. Mucho antes de que se pusiera de moda el storytelling, el PSOE de 1982 contaba un relato imbatible. En un país donde la violencia política seguía dejando muertos, donde la calle iba muy por delante de las leyes y había una amenaza real de involución, no había español que no quisiera cambio, futuro, modernización, Europa, ilusión. No había español que no fuese a votar al PSOE, a Felipe. Lo raro es que solo sacaran la mitad de los votos.
En esos “40 años de progreso” que el PSOE celebra este fin de semana, apuntamos la rápida transformación de un país que en 1982 seguía con medio cuerpo en la caverna y enormes atrasos, y al que pocos años después no conocía ni la madre que lo parió, como prometió Alfonso Guerra. Infraestructuras, avances sociales, educación universal, estado de bienestar, entrada en Europa, desarrollo rural, y si quieren sigan ustedes anotando abajo, en los comentarios, la lista de lo conseguido. Que por muy crítico que sea uno, siempre acaba cayendo en el chiste de los Monty Python: “¿Qué han hecho los socialistas por nosotros?”
Pero claro, en esos “40 años de progreso”, en esa memoria del 82, hay que incluir también la traumática reconversión industrial, la lengua de serpiente de la OTAN, el social-liberalismo cada vez más liberal, la cultura del pelotazo, la guerra sucia, la corrupción y el clientelismo. Y más que lo hecho, lo no hecho, lo que podía haber sido y no fue, la oportunidad perdida de profundizar aun más en la democracia y en los derechos sociales, la desmemoria histórica, los cimientos endebles de la España constitucional que años después haría agua por todas partes.
Y Felipe, claro, ya convertido en González. En el “debe” de estos 40 años anotamos la deriva política e intelectual de un líder que corrió tanto para desprenderse de la S y la O de sus siglas, que ha acabado saliéndose de la viñeta por el otro extremo. Cuesta reconocer en el González de hoy al Felipe de entonces, como una versión gore de esa chorrada de que si uno no es de izquierda de joven es que no tiene corazón y etcétera. Cuesta encontrar algo de aquel joven carismático, irresistible, en esta vaca sagrada tan mal envejecida, ensalzado por la derecha y convertido en pimpampún de la izquierda, cuya mirada de permanente fastidio recuerda a aquello que con tanta mala leche escribió Sánchez Ferlosio en 1985. Tras escuchar la famosa sentencia de Felipe sobre gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones, dijo Ferlosio: “Desde su vuelta de China (donde había pronunciado la frase) no puedo ver ya una fotografía de González sin que se me represente la mirada tontiastuta de un gatazo castrado y satisfecho”.
Con sus luces y sombras, con aciertos y decepciones, sin mitificaciones ni ajustes de cuentas, permítanme que felicite a quienes hoy sienten de corazón esa felicidad nostálgica, la memoria de aquella noche hermosa.
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