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La apropiación del simbolismo

Nueva bandera en Valdebebas, "una de las más grandes de España", de 25 metros de mástil y 75 metros cuadrados.

Roberto Montoto

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Hace unos días se celebró en Madrid un acto conmemorativo promovido por el Gobierno de la Comunidad para, tal y como aseguran, honrar la memoria de las víctimas de la Covid-19 de nuestro país. Para ese propósito, que debemos entender como desinteresado y altruista, se izó una bandera de España de setenta y cinco metros cuadrados de superficie y once kilos de peso. Todo ello en el marco de un pandemónium político y sanitario provocado por las continuas desavenencias entre el Gobierno madrileño y Moncloa ante el imparable avance de las segunda ola del virus. 

A los ojos de cualquier persona ajena al contexto sociopolítico de España y, aun pecando de inoportuna, esta ceremonia únicamente supone un bello gesto de reconocimiento, un homenaje sincero y puro dedicado a todos aquellos que desgraciadamente han perdido la vida a causa de esta terrible e inesperada pandemia.

Seguro que sí, que tal despliegue de medios y de recursos alberga, al menos en parte, la loable e inocente intención de recordar a los fallecidos, de homenajear su dolorosa pérdida y de apelar a la unión y al sentimiento de pertenencia de la ciudadanía.

Sin embargo y, desgraciadamente, esa aparentemente pulcra generosidad se encuentra salpicada por una serie de intereses partidistas y por unos propósitos más mezquinos y turbios de lo que a priori nos permite vislumbrar el prisma de la emocionalidad y el dolor.

Este acto homenaje constituye un ejemplo más de la recalcitrante manifestación de pseudopatriotismo excluyente y exacerbado que lleva promoviendo un determinado sector de la política nacional desde hace ya demasiado tiempo. Y es que a todos aquellos que hemos seguido de cerca (aunque se vea desde lejos) el recorrido reciente de la decadente y nauseabunda política de nuestro país, y poseemos un mínimo conocimiento de los argumentos, los discursos incendiarios y las consignas panfletarias vomitadas por la extrema derecha y la derecha extrema, nos resulta insultante, por cínico y manifiesto, el uso interesado de los símbolos que ha perpetrado el reaccionarismo descerebrado desde su abrupta irrupción en el escenario político.

En este caso particular, la tan reiterada práctica de apropiación del simbolismo nacional resulta más grotesca si cabe, no solo por la frívola megalomanía política que se extiende a lo largo de los setenta y cinco metros cuadrados de tela rojigualda, sino por la extrema sensibilidad de los hechos que sirven de telón de fondo para esta taimada estrategia propagandística. 

José Luis Martínez-Almeida, alcalde de Madrid, ha declarado que este homenaje es especialmente acertado porque se hace con una bandera que no excluye a nadie, bajo la cual se puede convivir en común. Ojalá fuera cierto señor Almeida, pero lamentablemente y, gracias a la connivencia de los suyos, no es así en absoluto. Y es que lo que ha logrado la ultraderecha con su belicosa y alienante campaña de patriotismo supone un auténtico hito, hay que reconocérselo.

Desde una perspectiva sociológica, han logrado materializar ese uso torticero y simplón de la simbología nacional en una nueva especie de subcultura patriótica de la derecha más enfervorecida, una tribu urbana amparada por el manto del ultranacionalismo más rancio y cimentada en la repetición machacona de un discurso manido, arcaico y superficial.

En su castiza y heroica cruzada patriótica, la extrema derecha también ha conseguido algo que ni siquiera la ciencia se planteaba por ser físicamente imposible, imposible excepto para ellos, no para ellos. No hay nada imposible para un buen españolazo de pura cepa. Gracias a su innegable constancia y a su afán expropiatorio del sentimiento nacional, han hallado la forma de medir cuantitativamente una emoción.

Mientras que el dolor, la alegría o el miedo son sensaciones intangibles e imponderables, hay un sentimiento que se puede cuantificar con perfección y exactitud: el amor por la patria. El patriotismo se mide en el número de pulseras con los colores de España que se llevan en la muñeca, en la cantidad de banderitas estampadas en una mascarilla, en la frecuencia e intensidad con la que uno grita a lo largo del día ¡viva España!, en el tamaño de la bandera colgada del balcón o en la fuerza con la que se cierra el puño cuando se escucha el himno nacional. Cuanto más y más grande mejor.

No hay nada más profundamente español que ataviarse hasta arriba con merchandising made in Spain y vociferar eslóganes autóctonos y antiprogres como si no hubiese mañana. Para representar de alguna forma la idea de españolidad que profesan estos adalides del orgullo patrio, esta podría definirse como la combinación de una Eurocopa perpetua y la conmemoración del aniversario de la muerte de Primo de Rivera.

Esta es la concepción de patriotismo que el conservadurismo radical ha ido construyendo incansablemente, prejuicio a prejuicio, mentira a mentira, a base de populismo y exaltación. Se trata de la privatización emocional de un sentimiento común, de la apropiación por usurpación del legado cultural de un pueblo.

Desde el punto de vista de la semiótica, que estudia los distintos sistemas de signos que forman parte en las interrelaciones humanas y su interpretación, el éxito de la política de comunicación de trinchera del filofascismo español también es digno de reconocimiento. No solo han conseguido atraer a una masa de fieles y furibundos seguidores a su causa, sino que además, y gracias a la manipulación y a la perversión de los símbolos, han originado una enorme grieta cultural entre sus fanáticos partidarios y el resto de la ciudadanía, y lo han hecho de forma dolosa y autoconsciente.

Siguiendo la táctica del bombardeo incesante de desinformación y apelando al simplismo y a la incapacidad crítica del español bizarro prototípico, han logrado cambiar el significado de nuestros símbolos. El rechazo instintivo y la intolerancia que su ideología y sus principios generan, o deberían generar, ha traspasado la propia política llegando a impregnar con su hedor nostálgico y su odio algo tan íntimo como la identidad de las personas.

Y sí, puede parecer que esta crítica sea fruto del sentir aislado de alguien que se ha visto despojado de su capacidad de identificarse con la idiosincrasia material de su lugar de origen, pero desgraciadamente se trata de una sensación bastante generalizada en nuestra sociedad. Se ha extendido entre buena parte de la ciudadanía la necesidad de diferenciarse y desmarcarse lo más lejos posible de los postulados discriminatorios y segregacionistas de estos alborotadores desprovistos de moral.

Es por ello por lo que todos esos símbolos con los que antes nos identificábamos y que nos hacían sentir orgullo, admiración y pertenencia, llegando incluso a emocionarnos por lo que podían representar en determinados contextos, ahora no solo provocan indiferencia, sino que incluso pueden llegar a generar rechazo o aversión.

Porque se han apropiado de algo que no les pertenece. Porque la bandera, el himno y el patriotismo son de todos y todas, y no una exclusividad de quienes se dedican a exhibirlos como borregos amaestrados.

Porque el patriotismo no es agitar una banderita, ni presumir de sacrificio y dedicación cuando se está ocupando un cargo público desde los veintitrés años, tampoco lo es alardear de gallardía y compromiso con la defensa de la nación sin haber realizado siquiera el servicio militar, ni lo es promover la destrucción del recuerdo de gobernantes legítimos, ni mucho menos ocultar la adquisición de bienes para eludir las obligaciones fiscales.

El patriotismo de verdad consiste en respetar y en ayudar al prójimo, sea nacional o extranjero, en cumplir con tus obligaciones como ciudadano, pagar tus impuestos, prestar servicio con dedicación y responsabilidad, cuidar de la tierra y su patrimonio histórico y difundir sus valores socioculturales y sus tradiciones.

Porque el patriotismo no es un trozo de tela, es un sentimiento. Y eso es algo que absolutamente nadie nos puede arrebatar.

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