En este blog publicamos los artículos y cartas más interesantes y relevantes que nos envíen nuestros socios. Si eres socio/a puedes enviar tu opinión desde aquí. Consulta nuestras normas y recomendaciones para participar.
La calle General Queipo de Llano
La calle General Queipo de Llano en mi pueblo, que para entonces ya era ciudad, Almendralejo, fue una calle de mi infancia. La atravesaba continuamente casi a diario para ir a una era donde jugábamos al fútbol. Otra, que la atravesaba y que hacía esquina con la mía, era la General Yagüe. La cogía cada día para ir al colegio. Solo cuando cumplí trece años a la General Yagüe tomó el nombre de una de sus más ilustres víctimas: Federico García Lorca.
Los “honores” de Queipo de Llano en mi pueblo, y siempre lo llamamos pueblo, consistieron en agosto de 1936 en disparar a todo aquello que se moviera. El resultado fue una masacre sin precedentes: más de un millar de personas asesinadas, la mayoría de ellos civiles, muchos de ellos niños o mujeres que salían a comprar pan de sus escondrijos en los muchos días de asedio de la localidad. Es decir, que más de un 5% de la población perdió la vida.
Como los milicianos se habían escondido en la torre de la Iglesia principal, las tropas sublevadas contra la República primero le dieron fuego e incendiaron todos los tesoros internos de la Iglesia (“como los rojos ya habían deshonrado la Iglesia, ya no había que respetarla”, decían); como los milicianos se resistían, seguidamente bombardearon a cañonazos la torre y la destrozaron. Y, para dar el finiquito, el coronel Asensio Cabanillas, a las órdenes de Queipo de Llano, y por consejo, al parecer, del comandante Castejón, dio la orden de prometer, después de ocho días de asedio, el perdón “por ser el Día de la Virgen de la Piedad”, patrona del pueblo. El perdón consistió en ir disparando en la nuca, después del último giro de escaleras en la torre, que ensordecía el ruido de los impactos, a todos y cada uno de los últimos milicianos resistentes. Las fotos de aquella torre desventrada forman parte del imaginario cruel de mi infancia, expuestas en la vitrina de un taller fotográfico. Mirarlas y sentir que algo dentro de tu estómago te perforaba era todo uno.
Días después a las mujeres de los “rojos”, incluidas las tías de mi madre, les raparon el pelo al cero y las pasearon desnudas por la plaza del pueblo después de darles aceite de ricino para que se hicieran de todo encima y la gente se burlara de ellas.
Todo un currículum el de Queipo de Llano. Enterrado con honores en la Macarena durante décadas mientras el cuerpo de uno de los más grandes poetas de su país, García Lorca, sigue en alguna cuneta andaluza perdido e inencontrable.
Hasta los años ochenta en el ábside exterior de aquella iglesia, estaban los nombres, uno por uno, que recuerdo bien cuando iba a la biblioteca cada tarde de mi infancia, de todos los “mártires de la gloriosa España”, es decir, de todos aquellos soldados que torturaron, asesinaron, bombardearon e incendiaron sin piedad a mi pueblo y que, en un desliz de esos, tuvieron la mala suerte, de paso, de perder la vida. Por supuesto, ni rastro de los nombres del millar de asesinados en aquella razzia.
En 1986, con la excusa del cincuentenario de la muerte de Lorca, yo tuve la oportunidad de conocer bien estas historias. A mis trece años tuve la suerte de estrechar la misma mano que en una foto de La Barraca estrecha la de Federico, la de doña María del Carmen García Lasgoity, que había vivido en el exilio hasta bien entrados lo sesenta. Aunque yo aún no me enteraba de mucho, ya sentía la emoción de aquel encuentro, y la rabia y la pena acumulada de las entrañas de mi pueblo en donde a día de hoy sigue habiendo seis fosas comunes sin abrir. García Lasgoity vino a mi pueblo humillado por asesinos y regado de cadáveres de inocentes sin tumba porque después de muchos años se estrenaba una obra de Lorca, Así que pasen cinco años.
A nosotros, los hijos de aquella Transición infame, nos han pasado más de cuarenta esperando que este país y los nombres de sus asesinos, sigan pululando por nuestra vida cotidiana. Aquella frase de los sublevados que irritó a Unamuno (“viva la muerte, abajo la inteligencia”) se ha prolongado durante más de 45 años basados en una democracia titiritera.
¿Tengo la esperanza de que cambie algo? Creo que es tarde, pero la dicha sigue siendo buena. Tengo el miedo, pero la entereza, de saber que no los mataron a todos, de que no “nos” mataron a todos, Ahora, desde muy lejos, en mí mismo, sigue alentando la llama de una justicia que me invita a no callarme y a celebrar las pequeñas victorias de la memoria por cada rincón del mundo.
Sobre este blog
En este blog publicamos los artículos y cartas más interesantes y relevantes que nos envíen nuestros socios. Si eres socio/a puedes enviar tu opinión desde aquí. Consulta nuestras normas y recomendaciones para participar.
5