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¡Qué difícil resulta explicar el pasado!
En la entrevista de David Noriega a Ramón Martínez publicada, con motivo de su último libro, en elDiario.es del pasado 7 de diciembre se daba el titular 'Las cartas entre Goya y Martín Zapater era el sexting de la Ilustración'. Más allá de la condición sexual de cada uno, siempre he considerado que la vida privada es parte de la intimidad —un logro dieciochesco que en los últimos años se ha dilapidado—, me parece desolador que en la mirada al pasado en búsqueda de legitimización y referentes se hagan procesos de descontextualización que poco enriquecen al presente pero definitivamente empobrecen el conocimiento de ese pasado. En este caso, el llamativo reclamo de la supuesta homosexualidad del pintor desplaza y ensombrece una de las relaciones humanas más valiosas y generosas: la amistad.
La amistad, una de las grandes aportaciones del humanismo ilustrado, sigue siendo la única relación en la que no tiene cabida la administración. No hay contrato que medie en el compromiso de lealtad y amor sobre el que se asienta la amistad, de ahí las dificultades que existen para expresarla verbal y afectivamente. Pero si algo no había entre algunos ilustrados era miedo a las palabras y a expresarlas. No eran pacatos ni mezquinos. Por otro lado, cuando se leen textos de otros siglos es importante tener en cuenta la evolución notoria que ha tenido la lengua castellana, tanto en la grafía como en el decoro sobre su uso, así como la diferente procedencia y educación de quien coge la pluma.
En la actualidad estoy leyendo la correspondencia entre el amigo de Goya, Juan Agustín Ceán Bermúdez, y uno de sus retratados, José de Vargas Ponce. Trabajadores incansables en los archivos y militantes concienzudos en la conservación del legado artístico recibido, a los dos les debemos importantes contribuciones literarias donde se hace manifiesto su saber y erudición.
Según avanzaba en la lectura se me hacía más evidente su amistad. Una amistad sincera, generosa, plena de cariño y respeto. Y la reconozco porque es fácil encontrar expresiones como: “con tal que me estime o al menos que me quiera”, “adiós, mono mío”, “muy señor mío y mi dueño”, “Pepe mío, sin tanto demonio de preámbulo, paréntesis, apóstrofes, cuentos, exclamaciones y diabluras por medio”, “Mi amado y señor”, “su amantísimo amigo”, “amado Pepe” “¡Válgame Pepe mío!”, “Dios te lo pague, Pepe mío”, “mi amigo Pepe”, “mi amado Pepe”, “mi amantísimo Pepe”, “Pepito a Juan, salud y contentamiento”, “don amado Ceán”, “carísimo amigo mío”.
Dos ejemplos parece que son suficientes para ver cómo eran esos lazos de amor fruto de la amistad. Ante la falta de cartas le dice Vargas a Ceán: “me tiene en una orfandad eterna, en una viudez absoluta y en un abandono de que no hay ejemplar”. En otra ocasión, tras citar a Garcilaso de la Vega, Vargas reflexiona y escribe: “Pepe, buenos días; aparta por buen rato los varios y serios encargos que te embargan todo, y responde la de Ceán […] tu contestación debe componerse de párrafos dulces y muy agrios; pero empieza por los primeros”.
Como decía, aunque el lenguaje que manejan es culto y erudito —no exento de ironía (otro de los atractivos de numerosos escritos del Siglo de las Luces) —, se pueden leer pasajes como este: “so alma de mierda descastado o, por mejor decir, descastado de todo género de amistad […] y si Vm. se ha hecho del ojo con otros para no hacerme caso, el caso es que yo me cerraré en esta mi concha”; “empezó Vm. a mearse en el mundo”. Por último, era bastante común compartir la correspondencia con otros amigos y el mismo Goya a veces le dice a su amigo Zapater que no lo haga con una determinada carta por razones de estrategia cortesana. También lo hacían Ceán y Vargas, así uno de ellos escribe: “La seria y jocosa de Vm. están igualmente bien escritas, y las he leído y hecho leer a muchos que las han celebrado”.
Dada mi condición docente, lo único que me cabe es recomendar para introducirse en el tema —aparte de la correspondencia reunida por David García López publicada por ediciones Trea—, la compilación de estudios de David T. Gies, ‘Eros y amistad’, publicada por Calambur en 2016. Y tener presente, como escribe Gies, que nuestros antepasados del siglo XVIII supieron abrir su propia individualidad, aceptaron la existencia y el valor de sus emociones y las transformaron en literatura. El cuerpo ocupó un lugar central de su existencia legitimado en que nada era malo si venía de la Naturaleza y eso incluía la sensualidad que también era parte de la amistad.
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