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Una infancia comprometida

Portada Estampa 31 octubre 1936

Victoria Párraga Tello

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El 31 de octubre de 1936 se publicaba una foto en la portada del semanario La Estampa con una jovencita de 16 años alentando a la gente a que se protegiera de las bombas fascistas. Esa jovencita era mi madre. 84 años más tarde, esa foto, reproducida muchas veces, y algunos artículos y comentarios leídos en este diario me han servido de inspiración para escribir hoy. Es también una respuesta a los que 84 años más tarde continúan con el estandarte y añoranza de tiempos pasados.

 Mi madre quería “ser alguien”, quería estudiar, y el estallido de la guerra le cortó las alas sin haber cumplido los 16 años. Cuando acabó la contienda tenía 18 años y tuvo que huir porque la policía franquista la buscaba. Fue condenada a muerte in absentia. Escapó de Madrid a Zaragoza y más tarde a Bilbao. No pudo salir de España en un barco que nunca llegó a Alicante. Dejó atrás a su querido Cuatro Caminos y a muchas de sus compañeras y compañeros asesinados. Una de sus más queridas amigas fue Dionisia Manzanero Salas, de las Trece Rosas. Siempre me habló de ella, “era muy buenina y la mataron”, decía. Mi madre dejó de ser Julia en 1939 para convertirse en Amaya hasta su fallecimiento en 2016. 

Nací en los años 50 en una familia de perdedores comprometidos que trabajaron siempre en la clandestinidad. Mi hermano y yo crecimos con unos padres ateos que vivían juntos sin estar casados. Con una abuela que había perdido a su hijo de 17 años luchando por la república en el Cuartel de la Montaña a los pocos días de empezar la guerra. Una abuela que había pasado 4 años en la cárcel de Ventas por comunista y por no decir – por no saber- a dónde había huido su hija, conocida como la “Tellito.” Crecimos con una familia que lloraba y hablaba de la guerra y de sus muertos en la guerra, en Mauthausen -un hermano de mi abuela, en el frente ruso luchando contra el fascismo durante la segunda guerra mundial -un hermano de mi padre. Mi padre, luchador en el frente republicano de Otxandiano y cartelista en el norte de España durante la guerra, fue apresado en un barco que salió después de la caída de Bilbao. Estuvo en campos de concentración franquistas y fue uno de los muchos que hicieron trabajos forzados cavando fosas para enterrar a sus compañeros asesinados por los franquistas. También fue detenido durante la dictadura.

En conversacioncitas con niñas de mi edad oía que algo habría hecho mi padre, porque a la cárcel solo iban los ladrones y asesinos. También salía de vez en cuando que si no creía en dios ni estaba bautizada, qué me impedía matar a alguien, porque yo no tenía “conciencia” ni “alma” y no sabía diferenciar el bien del mal. Una amiguita muy querida incluso lloró desconsoladamente por mí un día. Yo quería ser como todas, me veía muy diferente. Cada vez que le preguntaba a mi padre con cierta angustia, que en quién creíamos, que mis amiguitas creían en dios y por qué nosotros no, me respondía: pues cree, cree si quieres. Jopé, pero ¿cómo creo?, le preguntaba yo. ¡Jooooopé! ¿si no creemos en dios, en quién creemos? La respuesta era siempre la misma; “en el ser humano,” “nosotros creemos en el ser humano.” Y me decía un par de cosas más. Mi madre y mi abuela metían baza también. Nunca se me ocurrió ir al cura del barrio.

Muchos detalles en mi familia me aseguraban que era gente buena. Mis padres en varias ocasiones invitaron a comer a la mesa de nuestra cocina en un barrio de Bilbao a algún mendigo que tocaba a nuestra puerta a la hora de la comida. Recuerdo a uno en especial. Era un viejo republicano muy mayor y de mirada y sonrisa cansadas. Tenía una pequeña imprenta cuando estalló la guerra, y había perdido a su mujer e hijo en ella.  Pagaba unas pesetas en la casa de una señora para poder ir a dormir por las noches. Vino varias veces, siempre en domingo, y pasaba las tardes en la cocina hablando de la guerra y de libros con mis padres. Mi madre me decía -me machacaba diciéndolo, más bien- que precisamente por ser mujer, precisamente por eso, tenía que ir a la universidad, tenía que estudiar. Y me hacía también unos vestiditos preciosos con muy poca tela, que causaban admiración entre las vecinas -los dobladillos eran una obra de arte cubista/collage con trocitos, porque no le llegaba la tela. Mi abuela, que se desvivía por mí, se las arreglaba para contarme las historias de la guerra como si fueran un cuento. En esos “cuentos” me habló de “La Veneno,” la monja carcelaria de Ventas de la que mucho más tarde volví a saber en el desgarrador libro de Dulce Chacón “La Voz Dormida,” que tantas lágrimas me costó terminar de leer, y me habló también del tristemente célebre comisario Conesa. A pesar de la inseguridad que me hacía sentir el vivir en una familia como la mía en el ambiente que nos rodeaba, mi núcleo familiar me mandaba un mensaje alentador, un mensaje de pertenecer con firmeza a esa familia. Y “la conciencia”, “el alma”, “el bien”, “el mal” iban tomando su lugar. 

Algunos momentos vividos de niña entre mi familia extensa son también imborrables. Solíamos ir a casa de la tía Carmen en San Sebastián los de Bilbao y los de Madrid en verano. A veces venía la tía Antoñita que vivía en el exilio en París con su marido e hija. Con frecuencia mi abuela, mi madre, mi tía Margarita, mi tía Carmen y mi tía Antoñita se metían todas juntas, las cinco, a una habitación para hacer la cama. Las recuerdo a todas metiendo las esquinas de la sábana y hablando sin parar. Un día, a primeros de los años 60, abrí la puerta de la habitación y estaban las cinco sentadas en la cama llorando. Las cinco. Una de ellas estaba diciendo, “tendríamos que haber muerto todos.” Por fortuna no fue así.  

Hoy recuerdo mi experiencia familiar con orgullo y admiración por haber podido sobrevivir en unas condiciones que destruyeron todos sus sueños, luchando siempre por recuperarlos. Por haber sobrevivido a contracorriente dentro de una sociedad en la que el miedo imperaba y en la que no estaba permitido recordar. Por no haberme transmitido sentimientos de odio, ni de venganza, sino sentimientos y principios mucho más elevados. Nuestro país y el mundo entero está lleno de memorias similares. Mi homenaje y respeto para todas ellas. 

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