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Móviles envenenados
Hace unos 20 años, el uso de la telefonía móvil no estaba todavía extendido como hoy, pero ya era una novedad entre la gente joven que quería tener su propio dispositivo. Las redes sociales no tenían la presencia que hoy tienen y, por supuesto, la desfachatez con la que actúan impunemente los mal llamados “influencers” no se había convertido todavía en una epidemia. Y no digamos nada del espanto que produce que los menores tengan acceso directo al “porno duro” y que el bullying cibernético lleve al suicidio a no pocos, mientras PP/Vox prohíben que, en las escuelas, la educación sexual forme parte de su formación y de su desarrollo. Pero la presión del grupo en la escuela e institutos ya estaba presente, por aquellos años, al igual que lo estaba para otras modas que se iban imponiendo… ¡como toda la vida, vaya! Pero ahí estábamos los padres para poner límites, como era nuestra obligación.
Recuerdo que mi segunda hija tenía por entonces unos 15 años y algunas compañeras ya disponían de sus móviles, comprados y regalados por sus padres. Mi hija me pidió uno, bajo el argumento de que sus amigas lo tenían. Por supuesto me negué porque no veía la necesidad y, por supuesto también, su argumento de que sus amigas lo tenían no me era un argumento sólido. No fue fácil la conversación (a esas edades no son fáciles los debates padres-hijos, pero hay que tenerlos). Los padres no somos amigos de nuestros hijos, somos los responsables de su crecimiento personal.
Mi hija creció sin móvil durante esos difíciles años de presión del grupo y de la presión social, a su vez presionada por el capitalismo consumista.
Recordaba esta anécdota y este tiempo pasado, al hilo del gran debate que tenemos hoy sobre la presencia del móvil en las aulas. Fueron un grupo de padres de Barcelona quienes lo iniciaron hace unos meses (“Adolescencia libre de móviles”) y ha corrido como la pólvora desde entonces. Hoy no se habla de otra cosa. Entre la masacre a los palestinos y la amnistía del malvado “perro-Sánchez” a Puigdemont (de la guerra de Ucrania ya no se habla), el daño que estamos infiriendo en los niños con el móvil es la otra gran epidemia de este mundo. Y los padres han tardado demasiado en reaccionar. Han reaccionado cuando el daño ya está hecho. (La nomofobia, en gran parte de sus hijos, ya es una enfermedad). Y lo han hecho, como casi siempre, pidiendo ayuda a “papá-estado”. El foco hoy está puesto en las medidas con las que las administraciones públicas (Estado, autonomías, municipios y escuelas/institutos) se tienen que poner de acuerdo para limitar o prohibir el uso de estos artefactos en las aulas y patios de colegios. ¡Faltaría más!
Psicólogos, pedagogos, sociólogos, educadores, pediatras… se han posicionado al respecto (vienen advirtiendo del daño, hace ya muchos años, pero nadie les hacía caso). Los estudios, al respecto, son demoledores desde que nació el “boom del móvil” (década de los noventa).
El pasado domingo, el periodista Fernando González “Gonzo”, en la cadena La Sexta, abordó el tema con familias, grupos de adolescentes, expertos y sobre todo, datos. Datos escalofriantes de la epidemia. No estuvo mal el abordaje del tema, con un inconveniente: aquella familia que lo acogieron en su casa no representa a las familias más afectadas por la epidemia. Las familias que yo conozco son aquellas cuyos padres van como zombis por la calle, mirando el móvil. Los adolescentes que yo veo por las calles en grupos no levantan la mirada del móvil ni para saludar al colega. Los niños que yo veo en los restaurantes con sus padres están pendientes de una pantalla que les dejan los padres para que “jodan”, niños que desde que tienen dos años ya les colocan una pantalla en el coche para tener un viaje “feliz”. Y, por supuesto, casi todos regalarán estas navidades un móvil a su niño/a.
¿De qué sirve limitar o prohibir estas “armas” en colegios e institutos, si al llegar a casa hay barra libre para su uso? En los colegios están 6/7 horas, el resto del tiempo es responsabilidad de los padres. Este es el tema principal y, por supuesto, son los gobiernos los que tienen que meterle mano a la selva en la que operan impunemente los que negocian en una sociedad del consumo sin límites. Pero son los padres los que entregan esa arma mortífera a sus hijos.
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