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Estos tiempos, Miguel

Miguel Bosé Vertele

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Évole subió a la montaña de acero, cristal y titanio de la Castellana, desde la que Bosé dirige su sermón al pueblo catódico. Le molestará que le nombre por el apellido como a un empleado en lugar de por el nombre de pila como sucede entre los que fingen su importancia a base de mucho dinero, que son identificados sin titubeos por el nombre en el “country club” o en los presidios.

Qué tendrá la vida que todos los que aspiran a ser o se consideran alguien o así pretenden ser tenidos en cuenta, cuando se quieren poner profundos hablan desde su tribuna millonaria en la que nadie les hace sombra, para parir el ratón del chico de barrio atrapado en la noche, las sustancias, la bebida, el sexo…, como si no hubiera combinación más interesante, vital, esforzada, peligrosa, oscura… Estoy saturado de imitadores de Henry Chinaski, o trascendiendo la creación literaria, de chicos de barrio, atracadores de farmacias, burladores de la poli o entrevistadores de los nuevos Lázaro de Tormes de Hortaleza o cualquier otro distrito de cualquier capital, pueblo o aldea.

En su intento de epatar con su drama ruso de príncipe destronado, heredero de unos apellidos superheterodinos Bosé se esfuerza en buscarle tensión dramática a su diario pedestre de chico bien que no encuentra sitio en un mundo de caminos trillados y sus tragedias de portería no son sino vulgares relatos de biografías decepcionadas de adolescentes que no encuentran un mundo a la altura de sus expectativas y después de terminar sus estudios con harto esfuerzo un día conocen a otros chicos y chicas como él y urden una trama que aspira a la sublimidad permanente sin conseguir sacar los pies del barro en tanto que la cabeza viaja por el olimpo mientras que las fuerzas de la inercia mundana lo atraen a la vulgaridad de ganar unas oposiciones o conseguir un curro mejor o peor retribuido pero incompatible con lo sublime, que es el territorio que aspira a conquistar, y acaba en un bloque de pisos de Moratalaz o la Moraleja asentado en la existencia grosera a la que un día soñó dar esquinazo.

Muñecos descompuestos por la apisonadora que la vida maneja  en combinación con las leyes de la física que está de su parte y atraen al abismo los sueños a los que nos agarramos, primero ufanos, luego progresivamente desesperados, hasta salpicar en el arroyo de aguas negras de detritus de millones de anhelos sublimes que no pudieron ser porque no existe sitio para ellos en la prosaica naturaleza de la sociedad de la que procedemos. Sólo cabe la opción de alejarse, retirarse de ella como de la compañía de un psicópata narcisista contrariado que consagra cada segundo de sus energías a destruir cualquier atisbo de dignidad que surja a su alrededor.

 Fuera de su alcance, donde nadie pueda ver la felicidad agarrada es posible la vida sublime, Miguel. Todo lo demás son vulgares historias de muñecos rotos empeñados en encaramarse a la luna y pasear sobre las nubes para ser vistos por la multitud boquiabierta. Quimeras, en román paladino, “tontás y bobás”.

 Nunca fue tan fácil enderezar la existencia humana por el exitoso sendero que atisbaron los místicos no fanatizados, los budistas chinos y nipones, como Kamo no Chomey allá por el siglo XII, que desde su rencor de funcionarios preteridos por la camarilla imperial se retiran en busca del refugio de la filosofía, la música, la poesía y la naturaleza tan suave y tan áspera, para curar las heridas de una vanidad humillada. Nunca has sido tan grande ni tan feliz como ahora puedes serlo a la sombra de la soledad protectora, dejando fuera tanta vulgaridad ensalzada por las masas formadas en la ramplonería de la literatura de peluquería y el esnobismo psicópata, perverso y rencoroso de Hollywood.

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