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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

El cuarto de baño como refugio

Ilustración de Señora Milton
7 de julio de 2021 23:05 h

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Nunca he sido una persona pudorosa. Cuando era pequeña, las puertas del baño no se cerraban y aún recuerdo con cariño cómo mi hermano y yo aprovechábamos que mi madre estaba sentada en el váter para echarnos en su cama, que estaba cerca, y contarle algo. Siempre pensé que yo sería una madre de las que deja abiertas las puertas del baño, que en mi casa se viviría el desnudo con naturalidad y también los procesos fisiológicos. Que mi hija sabría de la existencia de la menstruación desde pequeña, al verme cambiar la copa. Todo eso pensaba antes de saber que tendría que hacer del cuarto de baño mi refugio. Un lugar para decir: “mamá ahora no puede, está ocupada”. Y tardar un ratito más, aunque haya una niña esperando tras la puerta que te dice: “Pero mamá, ¿no era solo pipí?”.       

Cuando he hablado con algunas madres sobre esto me comentan: “¿Pero tú vas al baño sola? Qué privilegio”. Porque todas hemos estado sentadas en el váter con un bebé y una teta fuera, nos hemos duchado con la puerta abierta y todos los sentidos de alarma activados, hemos puesto una alfombra con juguetes en el baño para poder ducharnos con más “tranquilidad”, nos hemos lavado los dientes con un bebé en la mochila, etc. Porque, aunque al bebé de la vecina le encanta la minicuna, resulta que a nosotras no nos tocó esa suerte. Esta ficción de la vecina (que es un trampantojo de lo que dicta este modelo de crianza) nos hace vivir en la culpa de estar haciendo algo mal si no podemos cumplir las reglas. Pero la realidad es que, si la crianza en general cumpliese con nuestras expectativas culturales, no se venderían tantísimos libros de puericultura. Sí, esos libros que la vecina también compra.

La crianza temprana no se puede poner al mismo nivel que el resto de etapas de la vida de una persona. Un bebé es totalmente dependiente de su primera figura de apego. Expresa la ausencia de la madre a través del llanto y cuando está con ella no puede separarse. Seguramente las crías humanas echarán de menos que las madres no tengamos un importante vello corporal al que agarrarse mientras hacemos otras cosas, para permanecer a salvo en el cuerpo materno y poder tomar pecho a demanda. Esta etapa es maravillosa y dura a partes iguales. Cada día es un descubrimiento. Una emoción muy fuerte recorre tu cuerpo cuando te despiertas por la mañana y, a pesar del sueño, ves su cara junto a la tuya. Pero al mismo tiempo sientes que los días se hacen eternos y repetitivos, sientes que no haces nada aunque hagas mucho, que no llegas a nada. Pruebas mil cosas por pura supervivencia: ponerle chupete aunque sabías que no era lo mejor, poner la tele un ratito sabiendo que no es buena, soltar al bebé aunque llore un momento para hacer cualquier cosa o incluso para meterte en otro cuarto y gritar. Por eso cuando llega tu pareja se lo das rápidamente: “Ahora te toca a ti”. Necesitas irte a ese refugio donde puedes decir (bien alto, porque le hablas a la persona adulta, no al bebé): “Mamá está ocupada”. Lo peor que le pueden decir a una madre en estos momentos es: “Tú lo elegiste”.

Sí, hemos elegido ser madres, hemos elegido un determinado estilo de crianza, hemos elegido presencia y, quizás, lactancia materna, y no queremos que nos separen de nuestra criatura. Pero no, no hemos elegido estar solas, terriblemente solas. No hemos elegido encargarnos en exclusiva de las tareas del hogar. No hemos elegido la invisibilidad, ni sentir que nuestro trabajo no importa. No hemos elegido una sociedad que es incapaz de incorporar una parada de al menos uno o dos años para la crianza. No hemos elegido quedarnos atrás. No hemos elegido depender económicamente de otra persona porque el trabajo de crianza no está remunerado. Muchas hemos pensado que si en lugar de criar a nuestro bebé, criásemos al de la vecina, todo sería diferente: sería un trabajo reconocido y valorado socialmente, que da recursos y “cierto prestigio” si es un empleo formal (teniendo en cuenta que todos los trabajos relacionados con los cuidados son precarios).

No se nos permite la queja. Por un lado, se nos sigue educando como mujeres sufridoras que pueden con todo, que solucionan sus problemas solas, en privado, sin hacer mucho ruido. Por otro lado, algunas autoras dicen que estamos abducidas por un ideal de “madre perfecta”. Sin embargo, este ideal cada vez está menos vigente porque no es compatible con la imagen de mujer moderna e independiente. Otras autoras nos culpan por haber elegido maternidades “intensivas” y nos dicen que no delegamos lo suficiente en los padres o en los servicios públicos. Nos explican, de una forma muy paternalista, qué deberíamos hacer para poder alcanzar el ideal de madre progre, es decir, una madre a la que no se le note demasiado su maternidad. De esta forma, nos hacen responsables de nuestras contradicciones, somos incluso las sospechosas principales de estar manteniendo el sistema patriarcal. Y el sistema se va de rositas, ya tiene chivo expiatorio. 

Nos dirán que “una madre es algo más que una madre”. ¿Qué significa esta frase? Al igual que ser mujer, ser madre es un estado válido por sí mismo y no es excluyente, sino que engloba todas las parcelas de una vida. Una madre puede cambiar siete veces de profesión, sacarse dos carreras, apuntarse a zumba, publicar un libro, escalar una montaña, irse de cañas y seguirá siendo madre. Aunque su hijo o hija se muera. Será siempre madre. Nadie nos dará nunca el finiquito. Porque ser madre no está al mismo nivel que el resto de actividades y decirnos que tenemos que ser algo más es desvalorizar la maternidad.

Nos dirán de forma peyorativa que somos intensas en el cuidado de la vida, aunque esto nunca se había aplicado a otros ámbitos: en el trabajo, el deporte, las artes… la intensidad es signo de profesionalidad. Aun así, desobedecemos, porque la intensidad nos sale de las entrañas tras enamorarnos de nuestro bebé y este grado de excitación, amor y protección no nos permite permanecer impasibles ni adaptarnos a las normas culturales.   

Nos dirán que “quedarse en casa” beneficia al patriarcado. En primer lugar querría hacer un reconocimiento al trabajo de nuestras abuelas, porque se nos llena la boca de la importancia del trabajo de cuidados y luego les quitamos a ellas su agencia, llamándolas producto patriarcal. Jamás los cuidados podrán estar en el centro si nosotras mismas los desprestigiamos. En segundo lugar, tenemos que despatriarcalizar los hogares y que sean espacio para la cooperación, la creatividad, el desarrollo personal, la libertad y la justicia social, que ese “estar en casa” sea un privilegio para todas las personas (que actualmente apenas pisan su hogar) y no un retroceso. En tercer lugar, no queremos estar recluidas en una casa que nos vuelve invisibles ni estar separadas de la comunidad: tomemos como ejemplo los patios de vecinos y vecinas, las corralas, la vida en muchos pueblos pequeños… donde la crianza es compartida y los hogares son parte de una red. Imaginemos una calle con las puertas abiertas, donde niñas y niños vayan de un hogar a otro (aunque en mi barrio es posible, soy consciente de que las ciudades no están diseñadas para tal fin, pero sería interesante tenerlo en cuenta para definir modelos de ciudad y de vivienda alternativos). Sin embargo, no todo es perfecto en la vida comunitaria, y muchas madres se refugian en el hogar como centro de resistencia ante los juicios externos, y prefieren la soledad antes que el cuestionamiento continuo de las malas compañías.

También nos dirán que cuidamos 24/7, obviando las diferentes etapas de la crianza. Una sociedad que no tiene en cuenta los ciclos de las mujeres, tampoco tendrá en cuenta los tiempos de maternaje ni los ritmos vitales de la infancia. Aunque un hijo o hija necesita presencia, no podemos meter en el mismo saco a un bebé con meses, con 6 años o con 17. Y tampoco es lo mismo si, aún siendo niños o niñas mayores, existen otras dependencias. Por lo tanto, la frase “ser madre a tiempo completo” que usan para hablar de nuestro grado de intensidad, no refleja los procesos madurativos de niños y niñas y sus necesidades, así como su diversidad. Generalmente, cuando se han cubierto las necesidades de seguridad en la infancia temprana, las niñas y niños suelen tener bastante independencia. Sin embargo, usamos mal el concepto de independencia/dependencia infantil: valoramos que jueguen en solitario y sin molestar, que no nos reclamen, que estén sentadas mucho tiempo… pero después no dejamos que desarrollen su autonomía, incluso les damos de comer, les ponemos infinidad de normas, pautas, rutinas, extraescolares, no les dejamos experimentar y no se les permite el juego libre. Tampoco se incorporan a la vida comunitaria como personas con entidad propia y, en muchas ocasiones, solo mantienen relación con sus progenitores, debido a la prevalencia de la familia nuclear y a unos modelos de vivienda y ciudad individualistas.

Teniendo en cuenta esas etapas etarias y la diversidad de la infancia, no existen, a día de hoy, demasiadas madres que se dediquen en exclusiva a cuidar de sus criaturas. En primer lugar porque supone un nivel de precariedad e invisibilización demasiado grande para la mayoría de mujeres dentro de nuestra cultura capitalista y patriarcal. En segundo lugar, las madres se ven obligadas a elegir, porque la mayoría de actividades son incompatibles con la maternidad y las madres necesitan subsistir económica y socialmente. Algunas, para no dejar fuera su maternidad y lograr que sea compatible, intentan aprovecharla a nivel profesional (con estudios o empleo relacionados o compatibles con la crianza) e incluso cambiando algunos de sus hobbies y activismos (como la asistencia a grupos de apoyo). 

Querer parar un tiempo para maternar no significa que muchas madres no disfruten de sus empleos (cuando son, como la maternidad, libremente elegidos y tienen condiciones dignas). Por eso cada madre debe decidir libremente si quiere hacer una pausa para la crianza, si quiere trabajar al mismo tiempo que materna o si quiere externalizar los cuidados. Pero con alternativas reales. Si una madre quiere parar, que tenga un permiso digno, recursos y derechos, tal y como pide PETRA Maternidades Feministas. Si quiere trabajar al mismo tiempo, no nos sirve el teletrabajo pues, aunque ha beneficiado a madres que querían seguir con la lactancia materna, ha demostrado la imposibilidad de permanecer sola en casa con una doble jornada simultánea: crianza y empleo. Y si quiere externalizar, hay que tener en cuenta las necesidades de las criaturas, no nos sirven externalizaciones tempranas y en condiciones precarias, como ratios enormes, horarios interminables, ausencia de adaptaciones y de entornos seguros (que la infancia sienta seguros, no las personas adultas), etc.  

Como feministas, nos llevamos las manos a la cabeza por la cantidad de #notallmen y mansplaining que nos hacen al día. Sin embargo, cuando hablamos de maternidad algunas compañeras y compañeros no dudan en decirnos a las madres qué es lo que necesitamos y muchas veces se marcan un #whereisthefather. Si pides más tiempo para maternar: te dicen que se ocupe el padre. Si te llevas al bebé a un sitio: te preguntan que si no tiene padre. Si vas a una manifestación feminista: los padres protagonistas de la huelga de cuidados. Si dices que estás agotada con el bebé: quítale la teta y que el padre le dé un biberón. Incluso si pides derechos para maternar: se los dan al padre. Así, el padre aparece omnipresente y como remedio a todos nuestros problemas. El macho alfa cuidador. Educar en corresponsabilidad es imprescindible, que los hombres se incorporen al cuidado de la vida es imprescindible. Pero a veces simplificamos tanto que confundimos la corresponsabilidad con los derechos de las madres y de las criaturas.

Y si todas nuestras soluciones se focalizan en el padre, ¿qué sucede con las parejas lesbianas? O, peor aún, ¿qué sucede con las familias monomarentales, que ni siquiera tienen una pareja para que sea “el remedio de todos sus males”? La clave feminista debería ser que cualquier madre con su criatura pudiera tener una vida digna. Y esto se debe hacer extensible al resto de madres, aunque tengan pareja. Porque liberarnos del patriarcado consiste en liberar a la madre y en hacer del maternaje la base de la vida social y política, como plantean Rebeca Moreno y Vanesa Ripio en su magnífico libro Mothersplaining: “No dejarse cortar el cordón umbilical, hacer del umbilicus el punto simbólico de la conectividad colectiva”. Y no puede haber condicionantes. No podemos depender de tener una pareja corresponsable, un buen empleo, recursos suficientes, tener una familia que acompañe y no ser migrante, lesbiana, monomarental, madre joven, discapacitada, etcétera. Con esta desvalorización de las maternidades ya vemos lo que ocurre: un aumento de todos los tipos de violencia, desde el juicio social hasta el juicio institucional. Se cuestionan todos nuestros actos, incluso de aquellas madres que son víctimas de violencia machista. Esta sociedad de la sobreinformación acepta como verdad demasiados hechos no contrastados pero, sin embargo, exige todos los datos, pruebas, documentos oficiales, etcétera para creer a una madre. Juana Rivas es un claro ejemplo de ello. No solo ha sido condenada por proteger a sus hijos, además estará siempre en la eterna sospecha. La violencia que se ejerce hacia las madres no es más que la cúspide de todo un entramado patriarcal de desvalorización de la maternidad. No seamos cómplices y apliquemos el principio de prevención.

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