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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

¡Tendrás que comprarte un coche!

Usuarios del anillo ciclista

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“Tendréis que compraros un coche”, nos dijeron una y otra vez cuando me quedé embarazada. Esa afirmación categórica se convirtió en un mandato aún más claro cuando nació nuestra hija y decidimos irnos a vivir a un pueblo de dos mil habitantes.

Decidimos que nosotras mismas descubriríamos con el tiempo si podíamos llevar adelante la crianza desplazándonos en las tres líneas de autobús disponibles en nuestro nuevo pueblo y alquilando ocasionalmente coches. No contemplábamos entonces, más que como una vaga fantasía, una tercera opción: una vecina que nos ha acogido en el pueblo nos propuso enseguida utilizar su coche (eskerrik asko, Lur!). Compartimos un calendario y una hoja de cálculo para no solaparnos cuando queremos usarlo y para dividir fácilmente los gastos mensuales. Aun así, seguimos priorizando el transporte público.

La maternidad me deparaba además otro imprevisto: he desarrollado miedo a conducir por autopista. Con los meses he ido descubriendo qué situaciones concretas me generan una ansiedad que no había experimentado antes: vértigo, garganta seca, vista que se nubla, necesidad de pisar el freno, de tomar la primera salida.

No necesito ser psicóloga para adivinar la raíz de este miedo sobrevenido: se ve que temo poner en peligro la vida de mi hija y también dejarla huérfana, ya que me ocurre también cuando conduzco sola. Lo conté en un grupo de mensajería instantánea de madres y muchas me contaron que también les había pasado. Soy de esas a las que les consuela el mal de muchas, pero en todo caso me resultó muy frustrante que cogiera miedo a conducir justo en la época de mi vida en la que, aparentemente, más necesario es coger el coche.

Fue un jarro de agua fría, porque nunca he sido demasiado fitipaldi, nunca he pasado de 140 kilómetros por hora, siempre me ha dado miedo adelantar camiones y bicis, pero me gustaba conducir y lo relacionaba con el empoderamiento. Me negaba a ser una de tantas mujeres que dejan de conducir y dependen de sus parejas o parientes. Temí que limitase mi autonomía. Temí que mi pareja (bollera, que no mujer) y yo reprodujéramos los roles sexistas, ella al volante y yo atendiendo al bebé que he parido y que amamanto.

Hasta que las compañeras de Pikara Magazine me propusieron escribir un artículo sobre movilidad con perspectiva feminista para el monográfico Energías que hemos publicado recientemente. Para escribirlo, busqué datos como que en 2019 fallecieron 51 personas en accidentes de tráfico en la Comunidad Autónoma Vasca. Según la Dirección de Tráfico del Gobierno vasco, los principales factores de riesgo son la velocidad inadecuada, el consumo de alcohol y drogas y la distracción. Podían haber añadido la masculinidad hegemónica a esta lista, visto que fallecieron 43 hombres y 8 mujeres. Me dije entonces que quizá mi fobia no sea un miedo irracional, sino uno absolutamente razonable. Mi cuerpo sabe que dormir poco y mal afecta a mi capacidad de concentración y de reacción, y también sabe que las autopistas son el hábitat de sujetos adictos al riesgo aunque eso suponga poner en riesgo otras vidas.

Leí un porrón de estudios realizados en distintas comunidades autónomas sobre movilidad y género. Todos coincidían en aportar la misma fotografía: los hombres utilizan de forma generalizada el coche en sus desplazamientos diarios, independientemente de su edad, situación familiar o extracción socioeconómica. En cambio, la mayoría de las mujeres priorizan el transporte público o caminar. Las mujeres que más conducen son las de mediana edad, de clase media o acomodada y con criaturas o personas dependientes a su cargo.

En varias de estas investigaciones encontré la siguiente lectura: la socialización sexista limita la autonomía de las mujeres, incluida la económica, por lo que estas tienen más dificultades para sacarse el carné y tener un coche en propiedad. En familias en las que solo hay un coche, las lógicas de poder patriarcales hacen que el varón lo monopolice. El caso es que las autoras de estos estudios, a la par que alababan la independencia y flexibilidad que ofrece el vehículo privado, lamentaban que estos condicionantes convirtieran a las mujeres en “dependientes” o “cautivas” del transporte público. Resulta muy llamativo que no utilizasen esas mismas palabras hacia los hombres, es decir, que no pusieran el foco en explicar por qué el patriarcado convierte a la mayoría de los hombres en cautivos del coche.

Afortunadamente, entrevisté para el reportaje a la activista de Ekologistak Martxan - Ecologistas en Acción Marisa Castro Delgado, que defiende que reducir el consumo de petróleo es una urgencia social y ecológica porque el transporte por carretera es el principal responsable de las emisiones de gases de efecto invernadero (29% en 2019, según el Ministerio de Transición Ecológica). Critica que en los presupuestos públicos la construcción de carreteras se presente como inversionón y el transporte público como gasto y reivindica que a ella lo que le da libertad es la Barik (el abono transportes) y la bicicleta.

Entrevisté también a Blanca Valdivia Gutiérrez y Sara Ortiz Escalante, integrantes de la cooperativa de urbanismo feminista Col·lectiu Punt 6, quienes se refirieron al acoso vial como expresión de la masculinidad hegemónica y me ayudaron también a establecer un paralelismo entre el despatarre machista (manspreading) y cómo el coche y sus infraestructuras acaparan el espacio público. Estas urbanistas ponen en valor la mayor disposición de las mujeres a destronar el coche y a compartirlo cuando hace falta, y lo asocian a una mayor preocupación por la salud pública, el medio ambiente y la vida comunitaria.

En tercer lugar, entrevisté a Laura Vergara, presidenta de la coordinadora española en defensa de la bicicleta, ConBici, quien reivindica la bici como una aliada en la emancipación de las mujeres y apuesta por la comunicación inclusiva para ampliar el imaginario en el que el ciclista es un hombre, en plena forma física, con bici cara como forma de ocio.

Escucharlas me llevó a reforzar y politizar mi preferencia por la movilidad activa (caminar y bici) y el transporte público. Si voy sola, ir en bus o tren me permite hacer actividades muy preciadas en este momento de mi vida, como leer, escribir, siestear o procrastinar. Si voy con mi hija, me permite prestarle atención plena, atender sus necesidades sin miedo a estamparnos. Hace falta desmitificar el coche y valorar las alternativas, cuestionar qué entendemos por cómodo, por rápido, qué es más caro para nuestro bolsillo y qué para la deuda ecológica. Más aún por vivir en un pueblo pequeño, ya que la falta de demanda es usada como pretexto para desmantelar líneas de bus y sacrificar el tren regional mientras despilfarran en elitistas trenes de alta velocidad. También me parece urgente combatir la idea de que si tienes criaturas el coche es lo más cómodo, porque necesitamos transporte colectivo accesible e inclusivo.

Esa convicción ecofeminista me ha permitido desdramatizar y, así, reencontrarme con mi coche compartido con mayor tranquilidad. No lo necesito pero sí que lo utilizo, a mi ritmo y como me siento cómoda, priorizando las carreteras secundarias, legitimando mi derecho a no correr, a no adelantar, comprobando que casi siempre es mejor idea usarlo como lanzadera para coger el tren que meterme con él en la ciudad. Me ha acompañado la cita-mantra que leí a la escritora Arantxa Urretabizkaia: “Tengo miedo, pero sin embargo, sigo adelante. Hay que reconocer que sí, que tienes miedo, mucho, que el miedo te perturba todo el cuerpo, pero que, al mismo tiempo, pueden hacerse muchas cosas aún teniéndolo. Si quieres, claro. Desde entonces, no temo al miedo”.

Tal vez no vuelva a conducir nunca a más de 100 km por hora por autopista, pero no me preocupa, así contamino menos. Es incluso una forma de resistencia ante el empeño capitalista patriarcal de dedicar cantidades obscenas de gasto público a variantes innecesarias como la Supersur en Bizkaia, que además pasan por destruir patrimonio natural. Me parece un reto más importante animarme a usar la bicicleta con mi bebé para desplazamientos interurbanos e incluso para hacer turismo. Pero eso no pasa por exigirme perder otro miedo razonable sino por sumarme al grito por unas infraestructuras seguras para las bicicletas en las ciudades, en los pueblos y entre municipios.

A riesgo de destriparos todo el reportaje, no puedo dejar de citar otra de las frases balsámicas de Marisa Castro Delgado, que me parece un buen propósito de año nuevo: “Nos han enseñado a querer ir más lejos, más fuerte, más rápido. Y yo creo que tenemos que movernos más pequeño, más despacio y más cerca”.

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