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14 de abril: cuando la democracia se llama República

Una protesta en apoyo a la II República y por la reclamación de una tercera / EFE

Emilio Silva

Para entender lo que supuso el 14 de abril de 1931 tendríamos que reducir drásticamente nuestra renta per cápita, extender a amplísimos sectores el analfabetismo, desproteger socialmente mucho más de lo que últimamente ha hecho el Gobierno o quitar a la mujer incontables derechos, entre ellos el voto. Además, deberíamos barrer los cuarenta años de franquismo que contaminaron la memoria colectiva de la Segunda República, con la repetición incansable de imágenes de iglesias ardiendo y del alboroto social; una operación goebbeliana para intoxicar el imaginario.Iniciando ese proceso podríamos acercarnos a cómo eran los millones de hombres y mujeres que entonces ocupaban la base de nuestra pirámide social. Eran miembros de una larga estirpe de analfabetos, ajenos a la posibilidad de un buen futuro. Eran mineros que tenían junto a ellos trabajando a niños, capaces de colarse en las grietas más estrechas. Eran mujeres a las que se les negaban capacidades y derechos. Vivían sometidos al arbitrario capricho de los terratenientes y de una iglesia católica, casada con el Estado, ultrapoderosa y convertida en una máquina de producir y reproducir resignación para que se sostuviera una estructura social cuasi feudal, donde las clases dominantes se comportaban como colonizadores en su propia tierra.

En ese viaje hacia el pasado podríamos entender perfectamente que aquel 14 de abril plazas de numerosas ciudades y pueblos se encontraran abarrotadas de ciudadanos que celebraban el advenimiento de un Estado moderno, inclusivo, capaz de aplicar los principios de la ilustración y explicar mediante la acción política que con recursos y posibilidades cualquier miembro de la sociedad podía aspirar a tener garantizados unos derechos básicos. Se trataba de acabar con un sistema de castas, donde cientos de miles de trabajadores cumplían interminables jornadas para alcanzar escasamente la posibilidad de alimentar a sus familias. Y todo eso ocurría en un ámbito de inmovilidad social, donde los hijos e hijas ocuparían irremediablemente la posición social de sus padres.

La principal herramienta que los gobiernos progresistas de la Segunda República utilizaron para terminar con ese sistema de castas estamentales fue la educación. La universalidad de la enseñanza era el motor de una sociedad que pretendía basarse en la meritocracia y no en la herencia de privilegios y la sucesión de eternos privilegios. Como dice don Gregorio, el maestro republicano de La lengua de las mariposas el día de su jubilación: “Si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España, ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad”.

La Constitución de la Segunda República plasmaba el proyecto de terminar con el caciquismo, de apartar de la iglesia católica del Estado, para debilitarla políticamente y que dejara de ser el principal instrumento legitimador de la injusticia social terrenal. Para entender los avanzados planteamientos de los constitucionalistas republicanos, basta saber que se trató del primer texto constitucional del mundo que admitía como propio el derecho internacional humanitario que se había desarrollado hasta la época.

La Segunda República supuso el mayor salto cualitativo de nuestra historia. Inmediatamente después de su proclamación y en pocos años los avances políticos y sociales que se proyectaron fueron demoledores para una oligarquía que consideraba tenerlo todo atado o bien atado. Por eso el primer golpe militar, la Sanjurjada, ocurrió en el verano de 1932 y el dictador Francisco Franco amnistío el 9 de septiembre de 1939 todo tipo de crímenes contra la República que fueran cometidos desde el 14 de abril de 1931 que obedecieran al “impulso del más fervoroso patriotismo y en defensa de los ideales que provocaron el glorioso Alzamiento contra el Frente Popular”. En esa ley queda claro que su golpe de Estado no fue una respuesta a los desórdenes sociales, equiparables a los de cualquier país europeo en esos años, sino la existencia de un modelo de Estado democrático y democratizador.

Transición y no recuperación

Cuando muere el dictador Francisco Franco, quienes pilotan el proceso político lo bautizan como 'transición' a la democracia y no como 'recuperación' de la democracia. De ese modo borran la existencia de un periodo democrático anterior. La operación se completa con la celebración de las elecciones de junio de 1977, a las que no se puede presentar ningún partido republicano. El objetivo era diseñar un parlamento en el que nadie cuestione el restablecimiento de una monarquía. La colaboración parlamentaria del PSOE y del PCE en ese borrado republicano fue fundamental para organizar a sus militancias en torno a la defensa de la Constitución de 1978 que nos convertía en una monarquía parlamentaria.

Durante dos décadas la república fue algo casi innombrable, totalmente ajena a las instituciones, como si no hubiera existido, convertida en un férreo tabú. Su ocultamiento fue reforzado por la intervención de Juan Carlos de Borbón en el 23 F; un golpe de Estado tremendamente similar al sucedido en Moscú en agosto de 1991 que también fue un ataque al Parlamento y permitió la aparición de un salvador de la democracia que en aquel caso fue Boris Yeltsin.

Así llegamos al Siglo XXI donde se produce un cambio interesante que en buena parte tiene que ver con la aparición de las fosas comunes y el “regreso” de los republicanos y las republicanas que durante años habían sido condenados al olvido por un parlamento que había puesto punto y aparte con respecto a esa historia. La generación de los nietos rompe el silencio republicano.

Según avanza ese proceso comienzan a ensancharse márgenes para el republicanismo. En junio de 2004 se celebra en Rivas Vaciamadrid el homenaje “Recuperando Memoria”, que reúne a 741 republicanos y republicanas de todo el Estado, ante más de 20.000 personas. Se trataba del mayor acto republicano desde la Segunda República y supuso un punto de inflexión cuando por el escenario de ese concierto pasó buena parte del capital simbólico de la izquierda. Así nació y creció un debate que obligó a formaciones políticas que habían renegado del republicanismo en la transición a acercase a él e incluso a querer liderarlo, a la vez que creaba en ciertos sectores moderados de la izquierda esa justificación de “ser republicano y juancarlista”.

Este fin de semana se han llevado a cabo decenas de actos republicanos a lo largo y ancho de todo el Estado. El Centro de Investigaciones Sociológicas ha dejado de preguntar por la monarquía, porque ni con la cocina que permiten las encuestas puede disimular el desapego de la sociedad hacia una institución cargada de privilegios. El mito de la transición, construido en parte para no permitirnos ver que hubo una democracia antes de la dictadura franquista, se desmorona, ante una realidad que aparece tras los tabúes que han permanecido en pie demasiado tiempo.

El 14 de abril fue una fecha fundacional para nuestra historia democrática. También para celebrar el surgimiento de un Estado moderno, laico, inclusivo, orientado a producir los cambios estructurales que necesitaba una sociedad arcaica. En la Segunda República tuvimos, por ejemplo, la primera ministra en la historia de Europa occidental. Por eso debe ser un día celebrado por todos los demócratas de distintas ideologías. Para entender su significado, lo que supuso para una ciudadanía que estaba construyendo políticamente su dignidad, sólo hay que ver que el pueblo español fue el único de Europa que se levantó en armas contra el fascismo. Esos miles de hombres y mujeres se negaron a perder la realidad política y social que estaban construyendo. Era el futuro en libertad y bienestar de sus hijos e hijas, de sus nietos y nietas. Recordar, celebrar y reivindicar esa fecha tiene que ser un deber para acabar con la injusticia que han supuesto el olvido y la distorsión histórica para una de las generaciones más brillantes, comprometidas y generosas de nuestra historia.

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