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El conde que falsificó su nobleza: la picaresca nobiliaria que obligó a actuar al Consejo de Ministros

faldificacion nobles

David López Canales

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De José Antonio Martínez de Villarreal y Fernández-Hermosa, cuando falleció, en Madrid, el 19 de septiembre de 2016, titulaban los obituarios que había muerto el conde de Villarreal. De él decían que desaparecía un “hombre de honor” y un “incansable estudioso” de la genealogía y la heráldica de “inquebrantable lealtad” monárquica. Él, recordaban aquellas alabanzas, era caballero del Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid, Gran Cruz de la Orden Militar del Santo Sepulcro de Jerusalén y caballero de justicia de la Orden Constantiniana de San Jorge. Él, ensalzaban también aquellas elegías, había sido presidente de la Real Asociación de Hidalgos de España, la corporación nobiliaria que presume de ser la más numerosa de España. De él, recordaban como anécdota, entre el despiste y su otra gran pasión, los vinos, que cuando ingresó en aquella asociación remitió como acreditación de su nobleza un proyecto sobre las bodegas riojanas. Detectado el error, contaban, “inmediatamente envió un magnífico libro encuadernado” con la documentación requerida. Lo que no decía ninguna de aquellas loas era que en realidad tanto valía el informe de los vinos que el de su familia. El conde de Villarreal no era conde. Su título estaba falsificado.

El pasado mes de julio el Consejo de Ministros aprobó el anteproyecto de la Ley de Memoria Democrática. A finales de agosto llegó al Congreso, donde será debatido y sometido a votación. El proyecto incluye un artículo para retirar los títulos nobiliarios que concedió Franco. En total, tres docenas de reconocimientos, la mayoría otorgados a sus militares, que serán suprimidos. Solo está previsto que sobrevivan media docena de ellos, los concedidos a científicos como Santiago Ramón y Cajal o a personalidades como el inventor Juan de la Cierva. Pero esta historia no es sobre esos títulos oficiales. Esta es una historia sobre los otros títulos del franquismo, aquellos que se colaron por la puerta de atrás del sistema. Y para comprenderla, primero, hay que bucear un poco en ese pasado.

España era hasta 1837 una sociedad estamental con nobleza, clero y pueblo llano. Aquel año, la nueva Constitución promulgó la igualdad de todos los españoles y anuló los privilegios de los nobles, entre ellos las exenciones tributarias, pero no abolió los títulos. Sí lo hizo la Segunda República: de 1931 a 1939 fueron suprimidos. Los reinstauró la toma de Franco del poder. En 1947, España volvía a ser un reino, aunque tardaría 30 años en tener de nuevo rey. Además, el dictador aprobó en 1948 una ley que permitía reconocer los títulos concedidos por los pretendientes carlistas al trono español de los borbones a lo largo del XIX. Aquella era una recompensa del dictador a los carlistas, un gesto de agradecimiento por el apoyo que le habían prestado durante la Guerra Civil. “Pero muchos aprovecharon la espita que abrió la ley y aparecieron como setas títulos carlistas...”, resume José Miguel de Mayoralgo, responsable jurídico de la Diputación de la Grandeza, la única corporación nobiliaria reconocida por el Estado como organización asesora de la Corona (del Gobierno) para los asuntos de la nobleza.

En España existen cerca de 3.000 títulos nobiliarios. Se estima que hoy solo una treintena de ellos son carlistas y más de la mitad dudosos o directamente falsos. Pero son la punta de un iceberg de nobles sospechosos en el que figuran también desde distinciones latinoamericanas a italianas. Aquel no fue el único momento en el que se produjeron falsificaciones. Cuarenta años más tarde, tras la llegada de la democracia, volvió a haberlas. “Durante los ochenta hubo unos años de falsificaciones masivas. Se había cambiado la ley para que se pudieran reclamar títulos que quizá iban a desaparecer y que sus dueños no quisieron pedir durante el franquismo”, cuenta Mayoralgo. Aquello abrió otra espita, una “veda”, como la llama ahora, a un importante número de estafas con los títulos. En 1988 se cambió la ley y desde entonces el Ministerio de Justicia exige los decretos de concesión de los títulos para aceptar sucesiones, cesiones o rehabilitaciones y se frenó el engaño.

Muchos de todos esos títulos siguen hoy heredándose de generación en generación y figurando en las esquelas, como las del conde de Villarreal, y hasta en los currículos. Aunque, literalmente, no sirvan para nada. “Son puramente honoríficos, no aportan nada. Se tienen por vanidad o por presumir. O, como mucho, por un honor histórico”, describe Rodrigo de Peñalosa, vizconde de Altamira de Vivero, abogado y experto identificador de “falsarios”. Así llaman en el sector a los nobles de falsa nobleza. A aquellos que presumen de títulos de mentira o que no les corresponden. Algunos se dedican a perseguirlos. Se reúnen en encuentros que llaman “cónclaves” y trabajan para desbaratar coartadas.

En la nobleza, como dice Peñalosa, “no interesa a nadie denunciar estos casos porque todo el mundo puede tener un cadáver en el armario”. Levantar las alfombras está mal visto. Los trapos sucios no se lavan ni en casa. Falsificar un título puede ser fácil. O podía serlo. Desmontarlo es un minucioso trabajo que dura años de investigación genealógica y búsquedas por los archivos de toda España. Y luego está la parte oficial del proceso, la administrativa. Solo esta, en este caso que contamos, ha durado cinco años, hasta que la resolvió finalmente el Consejo de Ministros el pasado mes de junio. Fue una de las últimas decisiones firmadas por la vicepresidenta Carmen Calvo antes de dejar el Gobierno. A toda su documentación ha tenido acceso este periódico. La historia parece una versión de El Código da Vinci. Una versión española. O una versión cañí, mejor dicho.

El condado de Villarreal fue, decía la historia contada hasta la versión definitiva del Gobierno en junio, concedido por el pretendiente carlista Carlos V a su teniente general del ejército Bruno Pérez de Villarreal en 1838. En 1959, once años después de aprobada aquella ley franquista para recompensar a sus colegas carlistas, Martínez de Villarreal solicitó que se rehabilitara el título. Le correspondía a él, alegó inicialmente, por ser el descendiente más directo del militar. Su bisabuelo fue primo hermano suyo. Después cambió la justificación y dijo que no eran primos hermanos, sino primos segundos, porque los hermanos no fueron sus padres, sino sus abuelos. Para confirmarlo aportó su árbol genealógico y las pruebas de los registros sacramentales en las que así figuraba. Aparentemente no se halló ninguna irregularidad, nadie más había reclamado el título y se le concedió. Siete años después, en 1967, reclamó también la Grandeza de España, la mayor distinción de la nobleza española, por encima ya sólo están los príncipes y los reyes. Ésta había sido supuestamente concedida a su abuelo por el pretendiente carlista al trono Carlos VII en 1876. Justificaba la distinción con un documento encontrado en un archivo que, sin embargo, no se presentó. Tampoco importó. También se la concedieron. Nadie se molestó siquiera entonces en comprobar que los Martínez de Villarreal eran liberales y no carlistas.

Ahora avancemos en el tiempo 50 años. En noviembre de 2016, dos meses después de su muerte, José Antonio Martínez de Villarreal, diplomático de carrera, exembajador en Chile y exdirector de la Escuela Diplomática, solicita la sucesión del título de su padre. Una vez fallecido el titular, los descendientes tienen hasta cinco años para reclamar un título. Pasado ese tiempo ya no se trata de una sucesión, sino de una rehabilitación y el plazo se amplía hasta 40. Si tras esas cuatro décadas nadie reclama un título, queda cancelado. En este caso han pasado solo dos meses. La sucesión se tramita a través del Ministerio de Justicia. Y a él se dirige el hijo del conde para ser también, como su padre, conde de Villarreal. El Ministerio recurre entonces a la Diputación de la Grandeza, que debe dar el visto bueno a las sucesiones y rehabilitaciones. Fue en ese momento cuando llegó a la cartera un revelador informe, realizado por un investigador de falsarios, en el que se desvelaba la realidad del título. Las familias del primer conde y del sucesor, resumía de forma demoledora aquel documento, eran distintas. Tampoco había constancia de que el título hubiese sido concedido nunca. Y aportaba las pruebas conseguidas durante años de investigación.

Aquel informe no era aún público, nunca lo ha sido hasta junio, pero dos meses después, en enero de 2017, Martínez de Villarreal renunció oficialmente a la sucesión. Adujo para hacerlo “razones personales”. Como ha podido saber este periódico, le habían informado ya de las sospechas que rodeaban al título y prefirió desistir y que el caso no “afectara a su prestigio”. Aún se complicaría todo más. Pocos días antes de su renuncia se había presentado en el Ministerio una reclamación de Carmen Esther Ruiz de Angulo López. Ella era, decía, la legítima heredera del título, descendiente directa del teniente general carlista. Dos semanas más tarde, ya retirado de la sucesión Martínez de Villarreal, se sumaba a ella, también, Miguel Leonardo Ponce Ruiz de Angulo, hijo de la nueva aspirante. El aparente enfrentamiento entre madre e hijo, sin embargo, no era real. Un año más tarde ella se retirará de la sucesión y se quedará su hijo como único candidato. De nada le serviría.

La única referencia que existe de este título es aquella solicitud hecha por Martínez de Villarreal en 1959. Entonces, como demostraba la investigación, no aportó ningún documento que probara su existencia. El único papel presentado fue una declaración notarial realizada dos años antes en Italia. Iba firmada por el cónsul general de España. Según este papel, se había justificado con otro documento firmado por el aspirante carlista al trono en el que figuraría un listado de títulos entre los que se encontraba el Condado de Villarreal. Sin embargo, y aquí llega el más difícil todavía, ni siquiera se presentó ese documento supuestamente oficial, sino otro, firmado por un perito caligráfico, un sacerdote de la parroquia italiana de Pistoia, que confirmaba haber visto el documento original y certificaba que la firma coincidía con la de otros documentos firmados por el rey carlista revisados por él. Ni siquiera especificaba cuáles eran los otros documentos. 

Eso respecto al título. Ahora venía la familia.

Los archivos originales del teniente general carlista, el primer supuesto conde, están hoy en el Archivo Histórico Diocesano de Vitoria. Pero las partidas que se refieren a él, y que se guardaron durante décadas en las parroquias de los pueblos, han sido manipuladas. En la de bautismo se ha emborronado, de forma chapucera, la parte en la que figuraban nombres y lugares, y se ha escrito encima el apellido Pérez por Mtnez y Lcig., en referencia a Elciego, de donde son los Martínez Villarreal, y no Larrea, de donde eran los Pérez de Villarreal. También se ha hecho lo mismo en la partida de matrimonio de los padres del teniente general. Donde ponía Pérez ahora pone Mtnez y la localidad de Gauna se ha convertido en Elciego. La falsificación era tan evidente que, como se señala en los informes del caso, no pudo tratarse nunca de una confusión entre dos personas con el mismo nombre. Aunque ha pasado tanto tiempo que, como se apunta también, todos los implicados en la estafa habrían muerto ya.

En febrero de 2018 pasó el caso a la Diputación de la Grandeza. Todo, concluían dando la razón al informe, era falso. Además, como establece la ley y apuntaban, para validar los títulos carlistas es necesario presentar la documentación original, el decreto real de concesión del título. Nunca, siguen diciendo hoy desde la Diputación, existió. “Había falsificado el título y la Grandeza. No hay constancia de que nunca se dieran. Y la genealogía ni siquiera coincidía tampoco”, resume a elDiario.es Mayoralgo desde la Diputación.

El caso no termina, sin embargo, ahí. De la Diputación vuelve al Ministerio de Justicia. Allí, su División de Derecho de Gracia y otros Derechos establece que Miguel Leonardo Ponce Ruiz de Angulo es el legítimo heredero del título, pero que debe pronunciarse sobre el caso el Consejo de Estado. En mayo de 2018, llega al Consejo de Estado, que lo revisa y lo vuelve a enviar al Ministerio solicitando que se abra un periodo de alegaciones para que el sucesor que aún aspiraba a serlo pudiese aportar pruebas. Ponce Ruiz de Angulo presenta entonces un escrito pidiendo que se restablezca la genealogía correcta, la suya, la de su familia. En julio regresa, una vez más, al Consejo de Estado, de donde saldrá un nuevo dictamen cuatro meses después. En él se cuestiona ahora la concesión originaria del título, tanto por genealogía como por procedimiento. No se respetó la ley ni se aportaron los documentos que exigía. El caso regresa al Ministerio de Justicia. Se abre nuevo plazo de alegaciones para el nuevo solicitante, que no las presenta. En diciembre de ese año, por tercera vez, del Ministerio envía el dossier al Consejo de Estado. Pasarán ahora ocho meses. En julio, ya de 2020, en plena pandemia, el Consejo de Estado emite otro dictamen más: debe declararse la caducidad del proceso porque se han agotado los tiempos. Y vuelta al Ministerio de Justicia para que lo haga. En noviembre de ese año lo hará. Pero aún queda el viaje final.

Por cuarta ocasión, este año ya, el Consejo de Estado analiza el caso y todo el proceso. En abril emite su decisión final: debe decretarse la nulidad de la concesión original a Martínez de Villarreal. De ahí, en mayo, al Ministerio de Justicia, y de este, en junio, finalmente, al Consejo de Ministros. El pasado 8 de junio Carmen Calvo firmaba la resolución final. En total, cinco años de trámites, tres altas instituciones del Estado implicadas, cuatro organizaciones distintas contando a la Diputación de la Grandeza y un informe final de una treintena de páginas del Consejo de Ministros para resolver un expediente sin ninguna trascendencia. Por nada.

“La sorpresa fue mayúscula. Pero mientras el Ministerio no dijera nada, él seguía siendo conde...”, afirma, mientras levanta ambas manos al aire, Manuel Pardo de Vera. Él es hoy el presidente de la Real Asociación de Hidalgos de España. La misma que presidió, durante ocho años, hasta 2014, el falso conde de Villarreal. Pardo de Vera se defiende. No sólo los engañó a ellos, también a otras corporaciones nobiliarias de las que formaba parte, ésas que figuraban pomposas y épicas en su obituario. Aunque él, anuncia, sospechaba de él desde hacía años. Como afirma, empezó a hacerlo cuando el conde aún era presidente y decidió investigarlo. Asegura que fue incluso a los archivos de Vitoria - “llame a la archivera si quiere comprobarlo”- para ver las partidas originales y descubrir la burda manipulación. Pero él, se excusa, no podía hacer nada, salvo comunicárselo al archivo, como hizo. Por aquel entonces Martínez de Villarreal “era ya un hombre muy mayor de salud delicada”. Preferimos no decirle nada“, se explica. Sus investigaciones, sin embargo, nunca llegaron al Ministerio de Justicia ni a la Diputación de la Grandeza.

Martínez de Villarreal está inmortalizado hoy en el despacho del presidente en la asociación. De las paredes del mismo cuelgan los retratos en óleo de todos los presidentes que ha tenido desde que se fundó a mediados de los años cincuenta. En el de Martínez de Villarreal, el anciano de pelo blanco y frondoso bigote blanco, parece adelantarse al futuro. Retratado de perfil, su mirada se dirige hacia la esquina superior derecha del lienzo. Impacta la tristeza de sus ojos. En esa esquina está pintado el escudo de su (supuesta) familia. El retrato fue realizado hace años, pero en esa zona la pintura aún está hoy fresca. Tras la decisión del Consejo de Ministros, a la vuelta de verano telefonearon al pintor: había que retocar el cuadro. Del mismo han desaparecido hoy la corona y el manto sobre el escudo símbolos, respectivamente, de un condado y una grandeza de España que nunca lo fueron.

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