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Un cuadro de Ramón Casas cuelga en el Museu Nacional d’Art de Catalunya gracias a un implicado en el atentado de El Papus

Exterior del Museu Nacional d’Art de Catalunya, en Barcelona.

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Decíamos ayer, la semana pasada, que la voladura del semanario humorístico barcelonés El Papus se solventó con sentencias que rozaron la impunidad. El asesinato de su conserje, Juan Peñalver, y el intento de asesinato de 18 trabajadores de la revista quedaron sin reproche penal. El pleno del Tribunal Supremo tuvo que pronunciarse ante la querella por sentencia injusta interpuesta por la empresa editora contra el tribunal de la Audiencia Nacional –para no admitirla– y reconoció en su resolución que “pudo incurrirse en benignidad al reducir la condena de los procesados a la pena mínima”, pero que de ello no se deducía una “sentencia manifiestamente injusta en [la] que se objetiviza el delito de prevaricación”.

La sentencia estableció que Juan José Bosch y Ángel Blanco, miembros de la Guardia de Franco, crearon en 1976 en Barcelona la banda ultraderechista Juventud Española en Pie (JEP), que habían participado con los demás procesados en un cursillo de tácticas terroristas en una finca de Lleida, que se reunieron en un piso del líder fascista barcelonés Alberto Rayuela donde Bosch propuso asesinar al director de El Papus o volar su redacción y que fue él quien preparó el artefacto explosivo. “Una antología del disparate”, se calificó la sentencia, pues aunque reconocía que todos los acusados confesaron haber conspirado para cometer el atentado, como las investigaciones policial y judicial no habían establecido el autor o autores materiales de la entrega de la bomba, no se podía condenar a nadie por sus efectos y si se dio por probado el delito de terrorismo en el caso de Bosch, fue para apreciarlo en un comprensivo “grado de conspiración”.

De modo que el protagonista de nuestra historia, Francisco Abadal Esponera, uno de los conspiradores juzgados por el atentado de El Papus, se fue de rositas, con apenas una condena de seis meses de arresto mayor, a pesar de habérsele incautado “un revolver calibre 32, marca Smith-Wesson, dos cartuchos para el mismo, siete cartuchos de dinamita, dos cartuchos de plástico T-4 [el mismo explosivo utilizado en la voladura de la revista], tres detonadores y diez metros de mecha lenta”, según enumeraba la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.

Ya había disfrutado de un trato privilegiado con motivo de su detención. El atentado se perpetró el 20 de septiembre de 1977 y el día 10 de octubre eran detenidos nueve sicarios de la banda Juventud Española en Pie, Abadal entre ellos, pero el día 18 ya estaba en la calle, antes de que salieran los demás en libertad bajo fianza.

Pero, ¿quién era Francisco Abadal Esponera?

No volví a oír hablar de este secuaz ultraderechista de segunda fila hasta 25 años después, cuando vino a veme a mi despacho en Madrid Manel Fernández i Jiménez, un médico especialista en Medicina del Trabajo y técnico superior en Prevención de Riesgos Laborales. Era dirigente de la Comisión Sectorial de Salud del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) y, posteriormente, candidato de su partido en las primarias para la alcaldía de Barcelona.

Quería informarme de las andanzas del hermano de su pareja, Pilar Abadal Esponera, que, por lo que contaba, había pasado de la política terrorista a lo terrorífico familiar. Y lo más llamativo: que, como consecuencia del enredo nada fraternal, a su mujer la habían desposeído de sus derechos por herencia del óleo de Ramón Casas titulado Ramon Casas i Pere Romeu en un automòbil, con la anuencia tanto de la Generalitat, presidida entonces por Artur Mas, como por los capitostes del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC), donde hoy se exhibe: su presidente entonces, Narcís Serra, exvicepresidente del último gobierno de Felipe González; el presidente de la Asociación de Amigos del MNAC, Miquel Roca, 'padre' de la Constitución y primer portavoz parlamentario de Convergència i Unió en el Congreso de los Diputados, y la directora del museo, Maite Ocaña. Unos y otros habían hecho oídos sordos tanto a las reclamaciones de Pilar Abadal como al hecho, no menor, de que adquirían el lienzo de manos de un terrorista confeso y convicto.

Francisco y Pilar eran nietos de Paco Abadal Serramalera, un personaje legendario en la automoción española. Y no sólo de la naciente industria del automóvil: antes de convertirse en un pionero de la competición automovilística, lo había sido de la ciclista –estableció el récord de la hora de ciclismo en pista en España y obtuvo un centenar de triunfos en las 150 carreras que disputó–, que alternó con la motociclista. Sucesor de una familia de hojalateros, supo ver que el futuro llegaba sobre cuatro ruedas y adaptó el taller familiar de calderería en un innovador ‘garage’ para la reparación y mantenimiento de automóviles, primer paso para representar en España a marcas como Hispano-Suiza, Imperia, Buick, Huppmobile, hasta la fabricación de sus propios automóviles, los Abadal y Cía.

Esto y la competición –logró en 1904 el récord en la subida a la Rabassada con un Hispano-Suiza T20 a la ‘escalofriante’ velocidad de 87 km/h–, lo relacionó con las élites de la época, desde el joven rey Alfonso XIII a los pintores del modernismo catalán, especialmente con los promotores del café cabaret Els Quatre Gats y, sobre todo, con el gerente del negocio, el deportista y pintor Pere Romeu, y uno de sus socios, el ya famoso pintor y cartelista Ramón Casas, que, como él, eran fanáticos y competidores de toda clase de vehículos –Casas fue cofundador del Real Club del Automóvil de Barcelona, poco después Real Automóvil Club de Catalunya, el primer autoclub de España–.

Para decorar Els Quatre Gats, Casas pintó en 1897 un gran lienzo de Romeu y él en un tándem, que tituló tal cual: Casas i Romeu en un tándem, y, posteriormente, en 1903, volvió a autorretratarse con su amigo en otro lienzo del mismo tamaño, Ramon Casas i Pere Romeu en un automòbil, también para las paredes del negocio hostelero y que rebautizó como Fin del siglo XIX y Comienzo del siglo XX, respectivamente. Este segundo lienzo es el que, cuando cerró Els Quatre Gats, Paco Abadal le compró a Casas, que ya había trabajado para el industrial haciendo carteles para su marca y retratándolo a él y a su familia. Y será la punta del iceberg que, un siglo después, enfrente hasta la ruptura a los herederos, los hermanos Abadal Esponera.

Un inútil combate judicial

Entre ambos hermanos media la intervención de un abogado, Juan Centelles, que había sido teniente coronel del ejército de Tierra y nombrado director del CESID en Catalunya por Narcís Serra durante su etapa como ministro de Defensa de los gobiernos del PSOE. Este abogado pasó de serlo de toda la familia y que, como tal, controlaba la cuantiosa fortuna amasada por el patriarca Paco Abadal, a representar los intereses de la madre de los hermanos, Pilar Serramalera, afectada de deterioro cognitivo, y de su hijo Francisco contra los de su hija. Según el reiterado relato de ésta, tanto en sede judicial como en escritos dirigidos a la fiscal jefa de Catalunya y al fiscal general del Estado –cuyos textos me proporcionó Manel Fernández, pareja de Pilar, cuando me informó–, Centelles, de acuerdo con Serra, intentó una donación del cuadro de Casas al MNAC y, ante la negativa de los herederos, Serra anunció que el museo haría una oferta de compra a través de Centelles.

La siguiente noticia fue una convocatoria en el despacho del abogado para firmar la venta del lienzo de Casas al MNAC, pero Pilar, que ya había detectado irregularidades en la administración de la herencia –la madre sólo tenía derecho al usufructo–, declinó venderlo y le anunció que nombraría a un abogado para aclarar la desaparición de importantes sumas dinerarias –hasta 1.000 millones de pesetas (unos seis millones de euros) en una cuenta en Suiza, que Centelles dijo haber gastado “en pagar impuestos”–. “El abogado nos pronosticó muy poco éxito, advirtiéndonos que mantenía muy buenas relaciones con los miembros de la Fiscalía de Catalunya y especialmente con los de Girona, que era donde mayoritariamente se había desenvuelto su vida profesional”, apuntó. También señaló que tanto Serra como Roca “se molestarían mucho por esta negativa y que sus consecuencias podían ser imprevisibles”.

En el transcurso de la conversación, el abogado Centelles les dio una pista sobre el trato privilegiado que había disfrutado su hermano en el brutal atentado en el que participó: “Según su criterio, mi hermano no es completamente normal, poniendo como ejemplo que él mismo le sacó de la cárcel en la que se encontraba por su participación en el atentado terrorista contra la editorial de la revista satírica El Papus, utilizando su influencia militar y un informe de un psicólogo de reconocido prestigio, que lo declaraba afecto de insuficiencias mentales”, denunció textualmente Pilar Abadal en su escrito, de 1 de julio de 2008, a la fiscal jefa de Catalunya.

Centelles cambió de estrategia: aisló a la madre, le puso como mayordomo a un exmilitar que había servidos a sus órdenes y la convenció para que otorgara un acta notarial de autotutela a favor de su hijo Francisco y, solidariamente, del propio Centelles y, en caso de que éste falleciese, de su esposa y, en caso que premuriese ésta, de su nuera, la letrada Maria Lluïsa Cuart: todo quedaba en casa...

La escalada terminó en impedir durante más de un año que Pilar Abadal visitara a su madre y de un rosario de procedimientos judiciales, de denuncias en ambas direcciones que no fueron a ningún lado y sin que las apelaciones a la tutela judicial efectiva a las fiscalías regional y estatal tampoco surtieran efecto.

Manel Fernández falleció poco después y sólo volví a saber del asunto por la prensa: que Francisco Abadal había hecho dación del cuadro de Casas a la Generalitat para saldar sus deudas tributarias y que ésta lo había depositado en el MNAC, donde se exhibe en compañía de su predecesor, Casas i Romeu en un tándem, que el museo había adquirido en 1964.

Han pasado 15 años de estos hechos y, haciendo mis deberes, he localizado a la víctima de tales enredos: Pilar Abadal vive ahora en Italia y se limita a decir que “el cuadro se quedó en el museo” y “el tema está cerrado”. Me da una impresión que me guardo para mí. Así son, a veces, las cosas en periodismo... Punto final.

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