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El día en que Franco lloró

Imagen de archivo del dictador.

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Noviembre es el mes de los difuntos: hace 39 años, la banda terrorista de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) asesinó al dirigente de Herri Batasuna Santiago Brouard y hace 23, su contraparte, la banda terrorista ETA, asesinó al exministro socialista Ernest Lluch. Siete años atrás, en 2016, Fidel Castro murió en la cama y también fallecieron en su lecho los protagonistas de nuestra historia: el 20 de noviembre hará 48 años de la muerte del dictador Francisco Franco y el día 28 se cumplen 29 años del fallecimiento del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, primado de España y presidente de la Conferencia Episcopal Española.

Era una mañana fría de 1974, vísperas de la primavera, cuando el dictador recibió al cardenal, a petición de éste. Tras los saludos protocolarios, Franco, en un avanzado estado de senilidad a sus 81 años, al estar seriamente deteriorado por la enfermedad de Parkinson, se echó a llorar cuando el cardenal primado Vicente Enrique y Tarancón le comunicó que se vería obligado a excomulgarlo si expulsaba de España a Antonio Añoveros, obispo de Bilbao.

El 20 de diciembre de 1973, dos meses y medio antes de esta dramática escena en El Pardo, un comando de la organización terrorista ETA –creada en 1958 por miembros expulsados de las juventudes del PNV y en el seno del nacionalismo teocrático– había asesinado al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno y señalado sucesor del jefe del Estado. Y un mes antes, su sucesor en el cargo, Carlos Arias Navarro –caracterizado como Carnicerito de Málaga por Cuco Cerecedo en su serie Figuras de la Fiesta Nacional, publicada en Diario 16, por su protagonismo en la despiadada represión que los golpistas perpetraron en Málaga tras su caída en 1937–, había leído ante las Cortes un discurso que fue llamado “de la apertura” o del “espíritu del 12 de febrero”, porque anunciaba una liberalización de las férreas estructuras del régimen franquista, lo que había introducido un aire político renovador y al que numerosos estamentos de la sociedad –de la prensa democrática recién nacida al clero progresista– decidieron acogerse a su letra para poder actuar en consecuencia, con relativa libertad, como si las palabras de Arias constituyeran verdaderamente el compromiso que anunciaban.

Porque, en realidad, el discurso de Arias no era sino una maniobra dilatoria ante los apremios sin contemplaciones de los Estados Unidos, ejercidos por el propio secretario de Estado Henry Kissinger, antes con Carrero y ahora con el nuevo presidente nombrado por Franco, pues querían asegurarse una sucesión de Franco pacífica y más o menos democrática. Desde los tiempos de la guerra fría, las administraciones estadounidenses estaban imbuidas de los prejuicios de la OSS (Office of Strategic Services, precursora de la CIA) que mantenía que “un 80% de la población española podría, sin lugar a dudas, ser calificada de roja”, alegre apreciación del comandante B. H. Wyatt, espía en España con cobertura diplomática, expresada ante el Board of Analysts de la OSS el 31 de marzo de 1942.

La pastoral de Añoveros

El 24 de febrero de 1974, el obispo Añoveros publicó la pastoral El Cristianismo, mensaje de salvación para los pueblos –escrita por sus vicarios y suscrita por él–, que hacía un llamamiento al reconocimiento de la identidad cultural y lingüística del pueblo vasco en un panorama de libertad general en España: “El pueblo vasco, lo mismo que los demás pueblos del Estado español, tiene el derecho de conservar su propia identidad, cultivando y desarrollando su patrimonio espiritual, sin perjuicio de un saludable intercambio con los pueblos circunvecinos, dentro de una organización socio-política que reconozca su justa libertad. Sin embargo, en las actuales circunstancias, el pueblo vasco tropieza con serios obstáculos para poder disfrutar de este derecho. El uso de la lengua vasca, tanto en la enseñanza en sus distintos niveles como en los medios de comunicación (prensa, radio y TV), está sometido a notorias restricciones. Las diversas manifestaciones culturales se hallan también sometidas a un discriminado control”. Fue una prueba de fuego para el cacareado discurso aperturista de Arias.

El asesinato de Carrero Blanco sigue rodeado de multitud de incógnitas aún por desvelar: la víspera del atentado etarra que acabó con su vida fue visitado por Kissinger, a quien comunicó que la renovación de las bases norteamericanas en España tendría que pasar por un tratado de defensa mutua, no el mero acuerdo que se prorrogaba desde 1953, y el juez instructor Luis de la Torre Arredondo –al que arrebataron el sumario para pasárselo a la jurisdicción militar, y que, tras oír a expertos en explosivos, llegó a la conclusión de que la magnitud del atentado no respondía al efecto de la dinamita que ETA confesó haber utilizado– dijo en una entrevista en Interviú, en 1984, que “iba teniendo la convicción cada vez más sólida de que la CIA supo que iban a matar a Carrero, que la CIA estaba detrás”. La desaparición del ultraderechista presidente del gobierno tenía en pie de guerra al denominado “búnker” del régimen, que adivinaba su extinción en un franquismo sin Franco y para el que Carrero representaba su mascarón de proa y garantía de continuidad de la ortodoxia franquista más inmovilista.

Presionado por este “búnker”, Arias, que preconizaba esa apertura controlada como estrategia continuista del franquismo, acusó al obispo Añoveros de atacar gravemente a la unidad de España y ordenó su arresto domiciliario antes de su inmediata expulsión de España.

Antonio Añoveros Ataún (Pamplona, 1909-Bilbao, 1987) había sido obispo de Cádiz y Ceuta antes de ser nombrado para Bilbao en 1971 y era llamado el Helder Cámara español –el famoso obispo brasileño de su generación, indigenista y enfrentado a la dictadura militar– por ser un temprano defensor de los derechos de los braceros andaluces. Añoveros formó parte de esa Iglesia española que en los años 60 y 70 preparaba su propia transición desde el nacional-catolicismo franquista que tantos réditos le había proporcionado durante más de tres décadas y ahora tomaba conciencia de lo erróneo de su sumisión a la dictadura. Lo que se plasmó en la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes de septiembre de 1971 en el seminario de Madrid, donde se aprobó la resolución de pedir perdón por no haber sabido desempeñar un papel conciliador tras la guerra civil, posteriormente ratificada por la XV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, de diciembre del mismo año. El texto aprobado rezaba: “Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está entre nosotros (Jn., 1, 10). Así, pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no siempre hemos sabido ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”.

Arias dispuso un avión especial en el aeropuerto bilbaíno de Sondika para trasladar a Añoveros a la Ciudad del Vaticano, pero el obispo anunció que no abandonaría su diócesis si no era por orden de la Santa Sede y que si se le obligaba a hacerlo por la fuerza, contra lo dispuesto en el concordato entre España y el papado de 1953, los ejecutores y la cadena superior de mando, lo que suponía llegar a Franco, incurrirían automáticamente en la pena de excomunión.

El Gobierno Arias no tuvo más remedio que retirar la orden de expulsión tras el extremado planteamiento que Tarancón le hizo a Franco en su despacho de El Pardo, que terminó con el dictador desolado y bañado en lágrimas. Añoveros continuó al frente del obispado bilbaíno hasta su retiro en 1978.

La Iglesia, del integrismo al antifranquismo

¿Qué había pasado desde aquellos tiempos en que España reconocía a la religión católica como la verdadera y la única que podía ser practicada en público y en los que, en justa reciprocidad, la Iglesia católica española se alineaba como un solo obispo detrás de Franco, mejor dicho, a sus costados para escoltarlo bajo palio?

“Todos los purpurados han reconocido la legitimidad de nuestra Cruzada”, declaraba Pla i Deniel, el cardenal primado de España en marzo de 1946. Y el obispo de Córdoba, Albino González y Menéndez-Reigada, describía a Franco en 1946 como un “enviado de Dios” contra “los enemigos de España”, que, enseñaba en su catecismo, “eran, entre otros, el liberalismo, la democracia y los judíos”. Tres años antes, los obispos recientemente consagrados de Almería, Cádiz, Lérida, Palencia, Vitoria, Astorga y Guadix juraban fidelidad al Estado en el palacio del Pardo, antes de celebrar la complicidad con una comilona invitados por el Caudillo. Curiosamente, Pla i Deniel, uno de los obispos más franquistas de la jerarquía, fue el único en no prestar juramento de fidelidad al jefe del Estado cuando fue nombrado arzobispo de Toledo y primado de España en 1941 por prohibición expresa del Vaticano.

Las escasas 'ovejas negras' del clero durante la larga posguerra eran ahora un rebaño tan numeroso que habían obligado, en agosto de 1968, a habilitar en Zamora una “cárcel concordataria”, sólo para clérigos, habitada sobre todo por religiosos vascos y que representaba materialmente la paradoja que significaba que en los últimos años del régimen franquista hubiese más curas presos en la “católica España” que en todas las cárceles de Europa, incluidas las comunistas...

El régimen de Franco, indisoluble de la Iglesia española, comenzaba a disolverse precisamente por esa unión, tras treinta y cinco años de trayectoria conjunta y mutuamente provechosa entre el “enviado de Dios” y la “Iglesia en peligro”.

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