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ANÁLISIS

La elección de alcalde y el día de la marmota

Madrid, 13-6-1978. La Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados. En la imagen Gabriel Cisneros, Miguel Roca, Manuel Fraga y Jordi Solé Turá durante una de las votaciones. Detrás, Oscar Alzaga  y Laureano López Rodó.

Antonio Kindelán

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El presidente del Congreso, Fernando Álvarez de Miranda, había dado por finalizada la sesión de la mañana y desde la tribuna de prensa me dirigí a la puerta del hemiciclo, donde, sin tiempo casi para el saludo, Simón, con ese gesto socarrón que ya le había hecho famoso, me espetó: “Todavía no estoy seguro pero los de UCD me han insinuado que van a aceptar nuestra enmienda. ¡Los alcaldes se elegirán del modo que proponemos nosotros!”.

Pleno del 9 de marzo de 1978, en el centro de ese trienio glorioso que se inicia con las primeras generales de junio del 77, pasa por el referéndum constitucional de diciembre del 78 y las segundas generales en marzo del 79, y se cierra con las primeras locales un mes después, abril de ese año.

Superando el pretendido cainismo español y la secular tendencia a librar nuestras diferencias a garrotazos, el país culmina el grueso de una ejemplar transición de la dictadura a la democracia, dándose a sí misma una lección de cordura histórica cuya magnitud tuvo, además, inmediato y justo reconocimiento internacional.

La elección del alcalde es una de las piezas angulares de todo entramado democrático. Un procedimiento condición imprescindible, aunque no bastante, de la calidad de la democracia local de un país. Pues bien, ciertamente eso se consiguió hace casi cuarenta y cinco años y desde entonces ha venido funcionado a plena satisfacción. Por ello, es maravilloso contemplar la impudicia de algunos que ahora quieren su modificación, por puras razones de conveniencia oportunista, dispuestos, con tal de sacar provecho, a acudir con la caja de herramientas para perpetrar una chapuza a una supuesta avería que para ese fin se han inventado.

Sonido a ‘déjà vu’

Hoy, tanto tiempo después, todo suena a déjà vu, a día de la marmota, a esa farsa que termina siendo, según Marx, la repetición perversa de todas las historias. He refrescado la memoria con ayuda de algunos diarios de sesiones y, porque creo que es ilustrativa para juzgar entonces y ahora la posición de unos y otros, ahí va la pequeña historia del sistema de elección del alcalde.

En las navidades de 1977, el Gobierno de Adolfo Suárez había remitido a las Cortes el obligado Proyecto de Ley de Elecciones Locales, cuya bondad central —­que abría las puertas a la democratización también de la vida local— se aderezaba de innecesarios gestos partidistas, particularmente el apartado de la elección del alcalde. En este punto, el art. 26.3 del proyecto de ley señalaba que, en el día establecido, el presidente de la Junta Electoral “proclamará en el acto concejales electos a los candidatos correspondientes y alcalde al candidato primero de la lista que hubiera obtenido más votos en el correspondiente municipio”.

En aquel momento se llamó sistema híbrido, entre la elección directa típica de los sistemas mayoritarios y la de elección por los concejales propia de los sistemas proporcionales. Nada que ver con la elección directa de la que impropiamente se habla ahora. La fórmula era reconocidamente insólita, salvo algo parecido en Portugal. Pero la UCD, con el referente de los resultados de las anteriores elecciones generales, suponía que, al ser el primer partido en buen número de ciudades, la norma le otorgaría el alcalde en muchas sin necesidad de recurrir al apoyo de Alianza Popular. De hecho, así hubiera ocurrido, por ejemplo, en Madrid. Lo que nos chocó a muchos fue que el PSOE no hacía ascos a la norma. Pensamos que, por una parte, hacía a su modo las cuentas con los resultados de la generales precedentes y, aunque cediera Madrid, la regla le favorecía como segundo partido y candidato más que previsible a primero en muchos municipios, según las numerosas encuestas que ya corrían por los mentideros. Además, a nadie se escapaba que, si a aquella UCD le repugnaba pactar con AP, al PSOE, ansioso de un reconocimiento como alternativa de gobierno por las potencias occidentales, le hacía poca gracia cualquier entendimiento, menos aún generalizado, con los comunistas. Por el contrario, tanto al PCE como a los partidos nacionalistas y a otros minoritarios les iba casi la vida en un sistema que reconociera la elección de los alcaldes por los concejales. Por convicciones democráticas y por justicia electoral: al margen de algunos feudos que uno u otro pudiera conseguir, este otro sistema generalizaba la cultura de la negociación programática, de las coaliciones en las que, a pesar de resultados modestos, podían encontrar cierto protagonismo.

Galería de ilustres para la Comisión

La discusión del proyecto ocupó todo el primer semestre del año y, durante ese tiempo, se solapó con el propio debate constitucional. Conscientes de la materia, los grupos habían comisionado a lo mejor de sus plantillas y la galería de ilustres hacía verdadera justicia a un momento tan elevado. Por el PSOE, el proyecto de ley fue inmediatamente manejado por Alfonso Guerra y, a sus indicaciones, por Guillermo Galeote y Luis Fajardo, entre otros. En la UCD ejerció de escudero Manuel Núñez, leonés que luego transfugó a AP y, finalmente al PP. También Kepa Sodupe y José Ángel Cuerda por los vascos del PNV, y Macià Alavedra y, ocasionalmente, Miquel Roca por los catalanes. El Gobierno estaba representado por Jesús Sancho Rof, excelente promesa antes de ser derrotado por “un bichito que era tan pequeño, que si se cae de la mesa, se mata”, como describiría como ministro de Sanidad la causa del síndrome tóxico producido en 1981 por el consumo de aceite de colza adulterado que dejó miles de muertos y damnificados en España. Otros ilustres pasaron ocasionalmente por allí, que recuerde, Enrique Múgica, Josep Solé Barberà, Ramón Tamames, Eduardo Martín Toval o el centrista F. Benzo, que presidió la Comisión. Y los dos que me importan. En primer lugar, el referido Simón era Sánchez Montero: campesino, panadero, sastre, muy pronto comunista y combatiente en la Guerra Civil, luchador clandestino, preso político casi quince años y, por fin, diputado por Madrid. Y, por supuesto, Jordi Solé Tura, ya investido como ponente constitucional —y, a la larga, justo padre de la patria—, óptima combinación de solidez doctrinal y servicio público. Dos de los hombres, en fin, por los que he tenido pura veneración, auténticos referentes de políticos comprometidos, literalmente virtuosos, que anhelaríamos para nuestros días. Y yo, sin embargo, joven y modestísimo politólogo, miembro entonces de una conocida fundación dedicada sobre todo al estudio de los sistemas electorales, al que Enrique Curiel había invitado a participar como asesor del Grupo Comunista en el Congreso.

El alcalde ‘in voce’

El caso es que, presentado por el Gobierno el proyecto de ley, constituida la Comisión y a punto de iniciar sus sesiones, las enmiendas de los distintos grupos en punto al tema de la elección de alcalde eran reflejo de sus primeras posiciones oficiales. Por supuesto, ninguna de UCD, que defendía el texto; la sorpresa ya reseñada de que tampoco presentara enmienda alguna el PSOE, lo que significaba su adhesión al alcalde híbrido; finalmente, la de los grupos restantes que, de una u otra manera postulaban el sistema de elección por y entre los concejales.

Las discusiones en ponencia y comisión habían producido cambios menores en el texto original y ninguno en el sistema de elección de alcalde. La tarde previa a la última sesión de Comisión, Curiel nos citó a Simón, a Jordi y a mí mismo para ver qué podíamos hacer. Dando por perdida nuestra propuesta inicial, se convino considerar alguna alternativa que ayudara a atenuar los daños que el texto defendido por los dos grandes partidos ocasionaría en todas las minorías y, sobre todo, en el PCE.

Y se me encomendó especialmente la tarea. Lamento esta impudicia de la autocita, pero me resulta muy superior el orgullo de haber colaborado en algo que ha servido y bien durante estos años. Había que encontrar una vía intermedia que garantizara la elección del alcalde por las mayorías pero que estas no fueran nunca un amasijo inestable de partidos, argumento central del sistema híbrido de los partidos mayoritarios. Así que al día siguiente –24 de febrero– me presenté con un texto que ustedes ya conocen porque terminó en la propia ley.

Seguíamos siendo muy escépticos: la iniciativa debería adoptar la forma de enmienda in voce, es decir, que para su simple estudio tendría de ser aceptada a trámite sin excepción por todos los miembros de la propia Comisión. Pero eso es lo que finalmente ocurrió y ahora sí me debo a la modestia y reconozco que no tanto por el empaque de la propuesta sino por la magistral defensa que de ella hizo Solé Tura. De modo que todos los grupos la aceptaron a trámite, pero UCD y PSOE con la advertencia de que no era de su gusto y votarían en contra (y la rechazarían), como así ocurrió. Pero algo se había ganado: aceptada a trámite, el Grupo Comunista la podría mantener para su debate en el Pleno.

Pleno de contradicciones

El pleno se celebró entre el 8 y 9 de marzo, pero la sustancia se tramitó en la sesión de tarde del primer día. La matinal había dictaminado justo hasta el artículo 26, y las posiciones de la Comisión se habían proyectado casi miméticamente, eso sí, con un nivel doctrinal y argumental que sería fácil echar de menos hoy. Entonces fue el fin de sesión y el encuentro con Simón que refiero al inicio de este artículo. Al poco se sumó Solé Tura, que, puesto al corriente del rumor, mostró una extrañeza no inferior a la nuestra. Pero las sorpresas no se hicieron esperar. Reiniciada la sesión, al llegar al artículo de marras, el diputado canario y portavoz socialista Fajardo Spínola pide sorpresivamente la palabra. El presidente le advierte que procede solo para la defensa del dictamen. “Por supuesto, señor presidente”. Pura argucia, porque su interés radicaba en mostrar que eran los primeros en aceptar las buenas razones de la enmienda comunista y que estaban dispuestos a liderar su aprobación. Después de circunloquios y perífrasis, anunció solemnemente que su grupo votaría a favor de la enmienda, desdiciéndose de meses de defensa del alcalde hibrido. La UCD (tengo todavía hoy la borrosa impresión de que fueron los primeros en cambiar de criterio) reclamó de inmediato otro turno de defensa del proyecto. Manuel Núñez dibujó nuestra enmienda como epítome de equilibrios, obra maestra del eclecticismo, ejemplo sin par del mejor consenso entre sistemas diversos. O poco menos. Todo, sin duda, para anunciar, por supuesto, su entusiasta adhesión a la enmienda comunista. El presidente del Congreso se vio en el trance de reconocer que había sido el más paradójico turno de defensa de un dictamen que le había tocado presidir. A partir de ese punto ya nada cambió.

Felizmente el nuevo alcalde, el que hasta ahora conocemos, se aprobó en el pleno por 303 votos a favor, 3 en contra, 5 abstenciones y 1 nulo. Luego pasó sin modificaciones por el Senado y de ahí al BOE del 21 de julio y, casi sin darnos cuenta, la fórmula ha elegido alcaldes en ocho mil municipios en cada una de las once elecciones locales habidas desde entonces.

(Animo a quienes sigan sintiendo regusto por otra manera de hacer política a acceder a audio de ese pleno, que pueden encontrar pulsando sesión 1 y sesión 2).

Aprender de la historia, nunca repetirla

¿Qué es lo que pretendemos?”, se preguntaba Solé Tura en su explicación de voto. “¿Hacer funcionar en este país una democracia a nivel municipal o satisfacer los intereses de unos determinados grupos políticos?”. La cuestión central no era otra y la Política, así con mayúscula, la resolvió. La representación de las corporaciones locales reclama todavía muchas y prioritarias mejoras, incluyendo medidas contra el transfuguismo y la corrupción. Pero no parece estar entre ellas el sistema elección de alcalde, salvo para chamanes de ocasión. Muchos de los nuevos demócratas de siempre, a los que hoy no mueve sino un interés oportunista en el más mezquino de los sentidos, sonrojarían al leer lo que defendieron y pactaron sus mayores. Pero hoy los tiempos de esa Política no solo han cambiado: algunos están empeñados en que desaparezcan.

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