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CRÓNICA

Feijóo cae en la trampa del 12% que se tendió a sí mismo

Núñez Feijóo en un foro empresarial en Madrid el 21 de junio.

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Dos días antes de las elecciones de abril de 2019, Pablo Casado demostró que no daba la talla. No por su estatura, sino porque su carácter temerario o falta de experiencia le empujó a hacer algo que perjudicaba los intereses de su partido. Unos años después, Alberto Núñez Feijóo, con mucha más mili política sobre sus hombros y una gran capacidad de resultar aburrido cuando no le conviene dar un titular, ha cometido una pifia similar. Una de esas de las que no es posible conocer su auténtica gravedad hasta el día en que se abran las urnas.

En 2019, a Casado le interesaba en teoría no crear incentivos para que los votantes del Partido Popular se decidieran a dar el salto hacia Vox. Por ejemplo, debía afirmar que un voto a Vox hacía más fácil que Pedro Sánchez continuara en Moncloa. Es lo que hizo durante la campaña. Pero en una entrevista en el viernes anterior a las elecciones el presidente del PP tiró todo ese trabajo previo a la basura.

“Vox o Ciudadanos, tengan diez escaños o tengan 40, van a tener la influencia que ellos quieran tener para entrar en el Gobierno o para decidir la investidura o la legislatura”, dijo. El votante del PP que estaba dudando sobre si entregar su papeleta al partido de extrema derecha vio despejadas sus dudas. La frase de Casado le ponía la pista libre para que hiciera lo que quisiera. A fin de cuentas, al final estarían todos juntos.

Feijóo se ha preocupado de no incurrir en la misma torpeza. Insiste en reclamar un Gobierno en solitario –pedir es gratis– y aspira a repetir lo que consiguieron Moreno y Ayuso en Andalucía y Madrid. Pero hay ocasiones en que cualquier cosa puede ocurrir con él si tiene delante un micrófono. Para explicar por qué no es lo mismo aceptar a Vox en un Gobierno de coalición en la Comunidad Valenciana, como así ha ocurrido, y hacer lo propio en Extremadura, comentó esta semana que en el primer caso el partido de Santiago Abascal había llegado al 12% y en el segundo sólo llegó al 8%.

Así que ya lo saben los votantes de Vox. Si de verdad quieren que su formación esté en un Gobierno de coalición tras el 23J, deben conseguir que alcance el 12%. Palabra de Feijóo. No lo tienen tan difícil. Vox sacó un 15% en las elecciones de noviembre de 2019. Varias encuestas lo sitúan ahora en torno a ese umbral del 12%.

Los números tienen una fuerza que a veces supera a las palabras. Ya puede el PP llorar todo lo que quiera con su llamamiento a un Gobierno monocolor, a pesar de que ningún sondeo anticipa su mayoría absoluta. Si necesita el apoyo de Vox en una investidura, Abascal podrá recordarle la regla del 12%. No aparece en la Constitución ni en las leyes. Es cosecha propia del presidente del PP.

No ha pasado ni un mes desde su victoria en las elecciones autonómicas y locales y el PP ha descubierto que digerir la victoria puede llegar a ser tan incómodo como la derrota. En Valencia, Carlos Mazón se esforzó por tener un acuerdo rápido con Vox, y eso que el paquete incluía un extorero nostálgico del franquismo. En Baleares, hubo un primer pacto para la constitución del Parlamento que dio a Vox la presidencia. En este caso, la factura venía en forma de un xenófobo y antivacunas obsesionado con los penes (en términos generales, no sólo con el suyo).

Aún se desconoce cómo cree Marga Prohens, candidata a presidir la región, que le condiciona la ausencia de esa protuberancia y si comparte la opinión de la segunda autoridad de la comunidad.

Llegó Extremadura y la noticia no fue esta vez la elección de un espécimen de la ultraderecha sacado del gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro. Allí fue la candidata del PP, María Guardiola, la que se plantó ante las exigencias de Vox. Lo que sorprendió a todos es que no lo justificó por razones de reparto de poder en función del número de votos –todo eso del 8% o el 12%–, sino por una cuestión de principios: “No puedo dejar entrar en el Gobierno a aquellos que niegan la violencia machista, deshumanizan a los inmigrantes o despliegan una lona para tirar a una papelera la bandera LGTBI”. Efectivamente, todo eso que Carlos Mazón había hecho en Valencia.

De repente, el modelo de funcionamiento de Feijóo que tantos elogios recibió por los barones del partido y la prensa de derechas se ve envuelto en la confusión. El gallego que daba a sus dirigentes regionales la máxima autonomía posible siempre que le entregaran todos los mandos de la política nacional no parece ya un paradigma de la astucia alejado de las interferencias constantes de la era de Casado. En el momento decisivo, las piernas han empezado a temblar.

Algunos de los mismos que se habían quejado de ser intimidados por el estilo autoritario de García Egea reclaman ahora que el líder del partido muestre algo de autoridad e imponga una estrategia que condicione todas las negociaciones con Vox. Se quejan de que Mazón concedió a Vox todo lo que quería y ahora la extrema derecha está crecida y no va a aceptar menos que lo que obtuvo en Valencia.

También critican a Guardiola por descartar con tanta firmeza un pacto con Vox, lo que deja en evidencia a Mazón y los que vendrán después. Por el momento, Génova le ha dicho a su líder extremeña que tenga la boca cerrada y que intente reconstruir su relación con Vox.

En la prensa de derechas, se impone la idea de que hay que pactar con Vox, aunque sea tapándose la nariz y con la cabeza metida en una escafandra. Pero no son esos columnistas los que tienen que encerrarse en una habitación con los dirigentes ultras sin poder abrir las ventanas.

La semana acaba con la elección de Marta Fernández, de Vox, como presidenta de las Cortes de Aragón, que se ha convertido en el último ejemplo del bestiario que están dibujando los pactos del PP y Vox. Fernández parece el resultado que ofrecería una inteligencia artificial sobre el prototipo del dirigente del partido de extrema derecha. Odio a los trans, xenofobia, integrismo religioso, negacionismo climático, antifeminismo... No hay ejemplo de fanatismo que no aparezca en sus credenciales.

Esta no es precisamente la tarjeta de presentación de la que Feijóo esperaba presumir en las elecciones de julio. El coste político de contar con socios inevitables tan tóxicos –si no lo fueran, no habría tanta polémica– ha hecho que el PP tenga que dar explicaciones. O intentarlo malamente, como Feijóo diciendo sobre las negociaciones de Extremadura que “hay una divergencia importante que nos separa de la posibilidad, al menos de momento, de conseguir un acuerdo”. Feijóo, siempre con la claridad en el mensaje como bandera.

Cuando el PP quería estar hablando sólo de Sánchez, en estos momentos le toca hablar de sí mismo y de su probable aliado y no está preparado para tal ejercicio de transparencia. Al menos, su líder no lo está.

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