Pissarro, la voz profunda de la tierra
“Humilde y colosal”, le calificó Cézanne. Pero su genialidad resultó eclipsada por el inmenso éxito de su amigo Claude Monet. Pissarro (1830-1903)…
Fue no solo el impresionista más puro -él redactó en 1873 los estatutos de la cooperativa de artistas que iniciaría las exposiciones del grupo impresionista y él fue el único pintor que participó en las ocho muestras impresionistas, entre 1874 y 1886-, sino también, como profesor de Cézanne y de Gauguin, y como el maestro de mayor autoridad entre las generaciones posteriores, impulsor de otros movimientos pictóricos posteriores.
Ahora, el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid le dedica una gran exposición monográfica (79 obras) hasta el 15 de septiembre (en el Caixa Forum de Barcelona del 15 de octubre al 26 de enero de 2014), en la línea de otras exitosas muestras organizadas en los últimos cinco años en torno a maestros del impresionismo y postimpresionismo, como Monet, Van Gogh y Gauguin. Dice Guillermo Solana, director artístico del centro y comisario de esta exposición: “El Museo Thyssen-Bormemisza posee en su colección permanente dos cuadros de Pissarro y cuatro pinturas más en el depósito de la Colección Carmen Thyssen. Por eso, nuestro museo tenía la responsabilidad de presentar la primera retrospectiva en España del artista. La muestra está centrada en el paisaje, el género abrumadoramente dominante en la producción de Pissarro”.
En la visita podemos apreciar su melancólica luminosidad en los grandes cuadros industriales que pintó en su última década, de puentes, embarcaderos y avenidas de Londres y París, Ruán y El Havre, que le dieron fama; pero, sobre todo, decenas de paisajes y ambientes rurales de los pueblos franceses donde transcurrió la mayor parte de su vida, Louveciennes, Pontoise, Éragny. En ellos, Guillermo Solana, nos llama la atención sobre un eje, un hilo: el camino. “Una calle saliendo de un pueblo, una carretera a través de los campos, un sendero que se pierde en el bosque. A veces el camino coincide con las líneas de fuga; otras veces sigue la curva que bordea un huerto o rodea una colina”, escribe en el catálogo. “La función más obvia del camino es abrir el acceso al espacio pictórico y sondear su profundidad, quizá hasta el mismo horizonte”. “Todo camino vincula espacio y tiempo y produce un sentido narrativo. En la pintura de los maestros antiguos, es el escenario de la huida a Egipto, la subida al Calvario o el encuentro en Emaús. El romanticismo preservó el aura sagrada del camino en la figura del peregrino, pero también lo convirtió en el lugar de la errancia y la deriva, cuyos protagonistas son los artistas, los buhoneros y los vagabundos. Así sucede todavía en Courbet, por ejemplo, cuyas escenas siempre transcurren en el camino o junto a él. Aunque la pintura de Pissarro, como la de otros impresionistas, parece haber abandonado toda pretensión narrativa, el camino, incluso cuando aparece exento de figuras humanas, conserva en ella una profunda capacidad alusiva, evocadora”.
En su dedicación al paisaje encontramos caminos, pequeños pueblos, hileras de álamos, bosques, nieve, una luz que lo llena todo y nos atrae desde la distancia, campesinos, paisajes agradables, tranquilos y humanizados… Cada vez más humanizados, pues, de hecho, su problemas oculares le obligaron a trabajar regularmente en el interior. En la década de 1890, la mayoría de sus paisajes, ya fueran campestres o urbanos, los pintó desde una ventana; y de ahí que repita las vistas de prados o huertos vallados, con sencillos árboles frutales, sobre todo manzanos, perales, ciruelos y castaños; hasta convertirse en el tema casi exclusivo de sus lienzos.
Fue el crítico Théodore Duret quien lo enunció con más claridad: “Sigo pensando que la naturaleza agraria, rústica, con animales, es lo que corresponde mejor a su talento. Usted no tiene el sentimiento decorativo de Sisley, ni el ojo fantástico de Monet; pero tiene lo que ellos no tienen, un sentimiento íntimo y profundo de la naturaleza, y un poder de pincel que hace que un buen cuadro de usted sea algo absolutamente sólido. Si tuviera un consejo que darle, le diría: no piense en Monet ni en Sisley, no se preocupe de lo que ellos hacen, marche por su lado, siga su camino de la naturaleza rústica. Llegará usted, en una vena nueva, tan lejos y tan alto como cualquier otro maestro”. Así, los paisajes de Monet, Renoir y Sisley suelen representar los escenarios del ocio de la burguesía, pero los de Pissarro tienen en su mayoría como protagonista, explícito o implícito, el trabajo rural. En vez de praderas, prefiere los campos arados; en vez de los jardines decorativos, los huertos inspirados muchas veces en el de su propia casa. En uno de los primeros comentarios sobre la pintura de Pissarro, el escritor Émile Zola comentó sobre sus cuadros: “En ellos se oyen las voces profundas de la tierra, se adivina la vida poderosa de los árboles”.
Y junto al camino y el huerto, destacar un tercer hilo que nos permite tejer su trayectoria: la chimenea de la fábrica. Pissarro es un hombre que representa bien su tiempo, el paso del siglo XIX al XX, los albores de la industrialización; y eso lo discernimos perfectamente en los perfiles de las localidades que pinta, donde suelen competir en el horizonte la figura de la catedral o iglesia mayor con la de la chimenea de alguna fábrica, chimeneas que suele trazar como si fueran solitarios y majestuosos álamos, sus queridos y esbeltos álamos. Un hombre que refleja bien los cambios en el gusto de la época. Como nos explica Solana, Pissarro no era un pintor de gran éxito de ventas, y llegó un momento en que se percató de que sus vistas ciudadanas eran mejor acogidas comercialmente que las estampas rurales que tanto quiso. Vio que la gente prefería colgar en los salones de sus casas vanguardistas vistas de puentes, embarcaderos o bulevares en fiestas o llenos de gentes, con carruajes circulando, que bucólicos huertos o pequeños pueblos. Y así, se instalaba en algún céntrico hotel de París o Londres, y pintaba una y otra vez lo que contemplaba desde la ventana, y que encontraba buena aceptación entre el público.
Sí, él, como sus compañeros impresionistas, que se alejaban de París para reencontrarse con las esencias de la vida campesina, los pequeños pueblos y el campo, comprobaron que la evolución de la sociedad seguía otro camino y los compradores centraban sus ojos en las vistas urbanas que aportaban un barniz de modernidad a sus casas.
Y así pasamos de maravillas rurales como Orillas de Marne (1864), Chemin des Creux, Louveciennes, nieve (1872), La Ruelle des Poulies, Pontoise (1872), El camino en cuesta de Ennery (1874), El antiguo camino de Ennery, Pontoise (1877), donde ya podemos ver los rasgos sinuosos y agorafóbicos de un Van Gogh, y Paisaje cerca de Pontoise (1877) -sin duda esa década de los setenta fue la que le proporcionó mejor inspiración paisajística- a maravillas industriales y urbanas como L’Ile Lacroix, Ruán, efecto de niebla (1888), El Boulevard Montmartre, mañana de invierno (1897), El puente de piedra y las barcazas, Ruán (1883) y Pont Boieldieu, Ruán, efecto de niebla (1898). Eso sí, siempre la luz como protagonista, que eso, ante todo, es el impresionismo.