El repunte de la crispación pone a prueba los límites del debate parlamentario
“El único mérito que tiene usted es haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”. La frase, lanzada desde la bancada ultraderechista contra la ministra de Igualdad y respondida con vehemencia por Irene Montero entre aplausos de los partidos de la coalición (PSOE y Unidas Podemos), de los aliados del Gobierno e incluso de algunos representantes de la oposición, no solo incendió el Congreso en la última semana y destapó la estrategia de Vox ante su pérdida de impulso político tras el fiasco de las elecciones andaluzas. También plantea un debate hasta ahora casi inédito: ¿Tiene límites el debate parlamentario? ¿Cuáles? ¿Legales? ¿Éticos? ¿Absolutos? ¿Circunstanciales?
“Fascista”, “machista”, “filoterrorista” (y “terrorista” o “hijo de terrorista”), “golpista”, “caradura”, “felón”, “banda criminal”. Estas, y muchas otras, son palabras que se han escuchado en los últimos días en el Congreso. Y en los últimos meses. Incluso en los últimos años. La Presidencia de Pedro Sánchez (en solitario, primero, y en coalición, después) puede señalarse como una de las más broncas desde la restauración de la democracia. No es que en anteriores periodos no se hubieran producido sesiones duras, insultos, expulsiones de diputados, amenazas, escupitajos o acusaciones que, fuera de la inmunidad parlamentaria, serían querellables. Incluso intentos de agresión, como aquella vez que Rafael Hernando se lanzó a por Alfredo Pérez Rubalcaba con los puños desenfundados.
Pero en estos cuatro años largos, estas actitudes se han convertido en la norma, en lo habitual, no en la excepción fruto de un calentón de un debate o de una situación concreta. Y todo apunta a una escalada en la que el techo no se vislumbra. El presente curso político está visto para sentencia. En lo que queda de mes, las Cortes darán el visto bueno definitivo a los Presupuestos Generales del año que viene y a la derogación del delito de sedición, entre otras cuestiones. Y el inicio de 2023 marcará el arranque de una larguísima carrera electoral que tendrá en mayo su primera cita (municipales y autonómicas) para llegar a las elecciones generales de diciembre.
La actividad legislativa y de control propia del Congreso y del Senado estará marcada por unos comicios donde todos se juegan casi todo. Sin paliativos. Desde el PSOE y Unidas Podemos, hasta el PP, pasando por Vox, Ciudadanos, ERC, Junts , el PNV o EH Bildu, todos vislumbran el abismo. ¿Logrará el PP arrebatar algún gobierno autonómico a los barones socialistas, palanca que necesita Feijóo para afrontar las generales? ¿Aguantará Vox y se hará imprescindible para cualquier futuro ejecutivo de derechas? ¿Logrará Yolanda Díaz transicionar hacia Sumar? ¿Le seguirá Podemos en su camino? ¿Perderá el nacionalismo vasco conservador la hegemonía ante el empuje de una izquierda abertzale más potente que nunca? ¿Cómo quedará la batalla en el soberanismo catalán?
No se trata únicamente de repartir el poder de casi todo el Estado, desde los ayuntamientos a la nación, pasando por los gobiernos autónomos. En 2023 se establecerán las bases políticas de los próximos años con profundidad sistémica. España puede retornar a una suerte de bipartidismo imperfecto o ahondar en la fragmentación del último lustro. Mantener un Gobierno de corte progresista apoyado en fuerzas plurinacionales y regionalistas o seguir a Italia y permitir la entrada de la ultraderecha explícita en el Ejecutivo. Mucho en juego, pocas certidumbres y un clima político que viene enrarecido desde la moción de censura de mayo de 2018, azuzado por una pandemia y una guerra en Europa que ha trastocado los planes de recuperación.
“Caso a caso”
Lo ocurrido en aquel Pleno del miércoles 23 noviembre con la ministra de Igualdad provocó las notables quejas de varios diputados que criticaron lo que consideraron una actitud pasiva por parte de la Presidencia del Congreso, que entonces ejercía el vicepresidente primero, Alfonso Rodríguez Gómez de Celis.
A la semana siguiente, como es habitual, se reunieron la Mesa del Congreso y la Junta de Portavoces. En la primera se sustanció un debate sobre la actuación de la Presidencia en la sesión anterior. La conversación se trasladó a la siguiente cita, ya con todos los grupos parlamentarios representados. Diversas fuentes consultadas por elDiario.es constatan que de ninguna de las dos reuniones salió nada parecido a un acuerdo. Pero sí la voluntad declarada de la presidenta, Meritxell Batet, de atar más en corto a los diputados y de restringir mucho la posibilidad de desviarse de la cuestión o de utilizar según que palabras, como algunas de las que se citaban al principio.
Más allá de razones, estrategias e historiografías recientes y pasadas, el Reglamento es claro: quien ordena el debate es quien ocupe la Presidencia en ese momento –normalmente Batet, pero suele rotar con los vicepresidentes: Alfonso Gómez de Celis (PSOE), Ana Pastor (PP) o Gloria Elizo (Unidas Podemos). Y las fórmulas están tasadas.
El Capítulo VIII del Reglamento de la Cámara regula la disciplina parlamentaria. El artículo 102, por ejemplo, establece que la Presidencia llamará a la cuestión al orador que se desvíe del asunto. Si ocurre tres veces, perderá el uso de la palabra. Es lo que debería haber hecho Gómez de Celis con la diputada ultra que aludió a la relación personal de Irene Montero, apuntan desde el grupo parlamentario de la ministra. Es, además, un paso previo que se queda en el campo de la reprimenda y no tiene consecuencias ulteriores, como sí puede ocurrir si, en aplicación de los artículos 103 y 104, un diputado es expulsado de la sesión.
En ambos casos, siempre se plantea una duda fundamental porque un uso incorrecto o inadecuado de las facultades disciplinarias de la Presidencia pueden, eventualmente, lesionar el derecho del parlamentario. En el entorno de Batet aseguran que esta facultad de la Presidencia del Congreso defienden la cautela porque una decisión puede tener consecuencias políticas si, por ejemplo, un diputado es expulsado y en esa sesión se produce una votación, dicho diputado no podrá ejercer su derecho.
Colisionan un derecho recogido por la Constitución (la inviolabilidad) y el régimen disciplinario del Congreso, que se regula en el Reglamento y que confiere a la Presidencia facultades disciplinarias que pueden derivar en sanciones graduales: desde las “llamadas al orden”, previas a la imposición de una sanción en sentido estricto, hasta la imposibilidad de asistir al resto de la sesión. Además, los parlamentarios están obligados a respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentaria.
“La inviolabilidad tiene una finalidad, es un privilegio individual con un fin: facilitar que la libre formación de la voluntad de la Cámara lo sea. Que el Parlamento no esté constreñido, limitado”, explica la profesora de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III, Yolanda Gómez, quien recuerda que el Tribunal Constitucional apuntó en una sentencia de 2016 que la inviolabilidad parlamentaria no implica “la imposibilidad de aplicar la normativa disciplinaria interna que pueda suponer una restricción de la libertad de expresión de los diputados”.
Así, no se puede establecer una norma general ni un listado de palabras permitidas o vetadas, sino que depende del contexto, de la relación con el tema a tratar, de si el exabrupto es fruto de un calentón o algo premeditado. “Hay que ir caso a caso”, apunta la experta. Una frase muy en boga estos días. No es fácil discernir cuándo las expresiones manifestadas por los parlamentarios durante el desarrollo de los debates justifican una llamada al orden o cuándo su libertad de expresión puede verse restringida injustificadamente por el ejercicio de las funciones disciplinarias de la Presidencia.
La sentencia del Constitucional citada se refiere a un rifirrafe entre la diputada socialista de la Asamblea de Madrid, Maru Menéndez, y el por entonces presidente regional, Ignacio González. En 2013, Menéndez le llamó “corrupto”. El presidente de la Asamblea, José Ignacio Echeverría, le retiró la palabra y acabó expulsando a la diputada, además de aplicando una sanción con consecuencias posteriores.
En 2016 el Tribunal Constitucional dio la razón a Maru Menéndez. En 2017 Ignacio González fue detenido por la Guardia Civil y el propio Echevarría fue llamado a declarar como imputado en el marco de la investigación de la llamada Trama Púnica.
La sentencia reconoce “un cierto margen de apreciación, en cada caso concreto, al Presidente de la Cámara”, a quien le corresponderá a esta valorar las expresiones en cada caso concreto. Y eso es lo que ha decidido aplicar la Presidencia del Congreso, lo que deja el balón en el tejado de la subjetividad de Meritxell Batet, o de quien la sustituya en ese momento. Para el Constitucional, si estamos ante una expresión “emocional” que no va acompañada de la imputación de un delito, entraría dentro de lo permisible.
Por ejemplo, cuando la ministra de Igualdad acusó al PP de publicitar la “cultura de la violación” por sus campañas contra la violencia machista no imputaba ningún delito concreto. Pero sus palabras motivaron una reprimenda de Batet tras las airadas protestas de la bancada popular, y con el precedente de lo que había ocurrido una semana antes. En ese caso, Batet atendió al “contexto” en el que se produce la expresión, otro de los elementos centrales de la sentencia del Tribunal Constitucional, que lo tuvo en cuenta para determinar, por ejemplo, si el término “corrupto” fue utilizado de forma emocional como sinónimo de “torticero” o fue acompañada de la imputación de un delito.
Batet ha optado por “retirar” del Diario de Sesiones aquellas frases o palabras que considera ofensivas. Incluso a toro pasado, como esta misma semana cuando la líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, tildó a algunos aliados del Gobierno no de “filoterroristas” sino, directamente, de “terroristas”. La presidenta no se percató en ese momento, pero ordenó “retirarlo” posteriormente.
¿Significa esto algo? Jurídicamente, no, reconocen en Presidencia. Lo único que se hace es poner el término entre corchetes y una nota al pie de página en el Diario de Sesiones para añadir que la presidenta lo ha retirado. Pero la expresión se deja. Es, entonces, una decisión política.
La decisión jurídica (y política) que sí podría tomar la Presidencia es la de expulsar a un diputado. Pero, ¿y si este se resiste? De hecho es algo que ha ocurrido esta misma legislatura, cuando un diputado de la ultraderecha llamó “bruja” y “borracha” a la diputada socialista Laura Berja. El expulsado no quiso abandonar el Hemiciclo y la Presidencia se vio impotente ante la alternativa que se le presentaba: llamar a la Policía Nacional del Congreso y sacarlo bajo la autoridad de Batet.
El artículo 72.3 de la Constitución establece: “Los Presidentes de las Cámaras ejercen en nombre de las mismas todos los poderes administrativos y facultades de policía en el interior de sus respectivas sedes”. Una facultad que, si se ha utilizado, pocos recuerdan y que, en cualquier caso, Batet no quiere ejercer.
De la “crispación” entre partidos a la “polarización” entre bloques
Desde la Presidencia del Congreso lo explican claro: “¿Les vamos a regalar esa foto? Eso no puede suceder”. Porque el consenso mayoritario en la Cámara Baja es que lo ocurrido en las últimas semanas forma parte de una clara estrategia política de Vox. Y la expulsión de uno de sus diputados sería la guinda, sostienen a elDiario.es desde el entorno de Batet.
Lo que está ocurriendo en las Cortes, especialmente en el Congreso donde se concentra el foco informativo, está ya muy estudiado por la Ciencia Política. “Los discursos o los debates broncos basados en la crispación son muy atractivos para quien los emite”, apunta el también profesor de la Carlos III Lluís Orriols. ¿Cuál es el beneficio? “La audiencia está más pendiente”. Y añade: “No solo los periodistas, que dan mayor cobertura, sino que se capta más la atención de la audiencia. Y los mensajes que se emiten con estos debates broncos acaban siendo retenidos en la memoria durante más tiempo. Es una forma de inocular mensajes de forma efectiva”.
Pero también hay un componente negativo: “Está demostrado que genera problemas para la calidad democrática porque fomenta elementos de antipolítica, el descrédito al pluralismo, la intolerancia y que quien opina distinto a ti es alguien peligroso, que no debería estar en el debate público”.
Y si se generaliza el uso, peor. Según Orriols, “cuando estos mensajes se propagan por todos los actores políticos provocan desafección”. Es decir, “cuando el debate es bronco de forma multilateral aumenta el descrédito de la política y de las instituciones”. Un posible beneficio particular “a costa del deterioro institucional y político”.
Pero, al final, la función de la Presidencia del Congreso es ordenar el debate, no tanto marcarlo. Hay usos parlamentarios que no están regidos por el Reglamento, sino por resoluciones de la propia máxima autoridad de la Cámara o acuerdos de la Mesa. Incluso la tradición, el uso, es muy relevante en el derecho parlamentario.
Por ejemplo, coinciden los consultados por elDiario.es, no se puede establecer una lista de palabras proscritas. Así se deduce además de la sentencia del Constitucional de 2016, que fija que depende del contexto y de la interpretación del momento. ¿Mantendrá entonces Batet la idea de llamar siempre al orden, y eliminar del Diario de Sesiones, el uso de la palabra “fascista”, por ejemplo? ¿O “filoterrorista”? Una diputada como Cayetana Álvarez de Toledo está siendo juzgada por haber dicho que el padre de Pablo Iglesias era un “terrorista”.
Pero no por decirlo en el Congreso, donde es inviolable, sino por reiterarlo en redes sociales y en una radio. La Fiscalía ha pedido su absolución y Yolanda Gómez recuerda que la Constitución otorga este privilegio especial a los diputados únicamente para cuando están ejerciendo el cargo, no en cualquier momento.
Cuando Álvarez de Toledo reiteró su acusación sabía cuál iba a ser la consecuencia porque Iglesias ya había advertido de que su padre la demandaría. Es decir, más allá del elemento jurídico, mucho más allá de la decisión de Batet de eliminar o no aquellas palabras del Diario de Sesiones (con las salvedades ya expuestas), hay una realidad política que determina un uso deliberado de una determinada expresión.
Orriols lo enmarca. “Se ha observado en muchas democracias que hay un fenómeno creciente de polarización en términos de rechazo a personas que opinan distinto. La gente percibe que el adversario no es un rival, sino alguien que debería ser silenciado y expulsado de las instituciones. Provoca la negación del rival”, asegura el profesor.
Con todo, dice Orriols, la situación no es nueva. O no está claro. El politólogo se retrotrae a la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2008), cuando el PP activó una durísima campaña política y mediática que fue bautizada como “crispación”, no “polarización”. La derecha, comandada por Mariano Rajoy (referente político declarado de Alberto Núñez Feijóo) salió a la calle contra los avances sociales de aquel Gobierno socialista: desde la Ley de Memoria Histórica, al matrimonio igualitario o el aborto. Y se azuzaron desde el propio PP teorías de la conspiración inauditas que señalaban al PSOE y a determinadas terminales policiales como responsable de los atentados del 11 de marzo de 2004 en los que murieron 192 personas.
“En esencia era muy similar”, apunta Orriols, que destaca elementos que también se dan ahora como la “negación del adversario y de su legitimidad para gobernar”.
Entonces “aumentó mucho el rechazo al partido rival”. Y ahí sí hay una diferencia notable, indica Orriols, porque hay autores que defienden que lo que se está produciendo ahora es una “polarización entre bloques” y no entre partidos. “La gente no rechaza a los partidos rivales, sino al bloque contrario”, explica, mientras “intrabloque cada vez hay más sintonía. Es decir, entre los votantes de PP y de Vox, o entre los del PSOE y Unidas Podemos.
“Cuando tachamos a los rivales de 'comunistas', 'filoetarras', 'fascistas' o 'golpistas' [o ”caradura“, ”felón“, y ”criminal“] señalamos que el adversario es peligroso y puede deteriorar la calidad de la democracia”. Ese es el riesgo y ahí está la dificultad de los límites del debate parlamentario.
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