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Siete reformas en 46 años: España bate récords con sus virajes para regular el voto exterior

El expresidente gallego Manuel Fraga Iribarne saluda a los asistentes al encuentro organizado en 2007 en el Teatro Avenida de la Ciudad de Buenos Aires.

Alberto Ortiz

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Primero, un viaje hasta el consulado para inscribirte como votante en el censo exterior. Luego, solicitar las papeletas por correo, esperar a que lleguen y, si llegan, por los pelos, correr al consulado a votar; o, si estás lejos, pagar otro envío postal certificado para que tu voto cuente. El Congreso aportó el pasado mes de junio la primera gran piedra para acabar con este sendero de obstáculos que imponía hasta ahora el sistema electoral a los residentes en el extranjero. El fin del ruego de las papeletas, el modelo que pactaron PSOE y PP en 2011, dará paso a la séptima regulación en España sobre voto exterior desde el retorno de la democracia, todo un récord mundial. 

La propuesta, que salió adelante en la Cámara Baja el pasado mes de junio con el apoyo de todos los grupos menos el Bloque Nacionalista Galego (BNG) –que se abstuvo– y que ahora tendrá que pasar por el Senado, contempla como gran novedad la eliminación del ruego del voto, esto es, todas las personas que estén registradas en el censo de votantes residentes en el exterior recibirán de oficio las papeletas y la documentación necesaria para votar al tiempo que se habilitará la opción de descargar las papeletas por internet. Por otro lado, se amplían los plazos para depositar el voto en los centros de votación y quienes no puedan acudir presencialmente a los centros podrán seguir enviando por correo postal sus votos. 

Con esta reforma, los partidos buscan reflotar los paupérrimos niveles de participación que dejó el sistema aprobado en enero de 2011 cuando tanto el PSOE como el PP pensaban que esos votos transfronterizos les podrían perjudicar. Desde ese año, la participación media en el exterior para las elecciones generales se ha situado entre el 4,73 y el 6,8%, frente al 31,88% que se registró, por ejemplo, en los comicios que revalidaron el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, en 2008. 

El voto rogado ha dejado miles de historias como la de Juan Ramón Gimeno, que salió del país en 2012 para ir a vivir a Estados Unidos, a la ciudad de Monterrey, en California. “Fue una pesadilla, tuve que ir en días concretos desde donde vivo hasta San Francisco, 169 kilómetros de ida y otro tanto de vuelta, para ”rogar“ el voto. Luego me mandaron la documentación a casa, casi fuera de plazo, y tuve que mandar los sobres y papeletas por correo certificado, que costaba 50 dólares. En las instrucciones decían que me reenviarían el costo de este envío, no el real sino lo que estimasen. Por supuesto que nunca me llegó cantidad alguna y tampoco ninguna evidencia de que mi voto llegase y se computara”, relata sobre una de las veces que decidió votar.

“Ha costado bastante, pero al final se recogen bastantes medidas de las que habíamos propuesto. El grueso de las medidas que se han aprobado hará que aumente bastante la participación, que se posibilite mayor accesibilidad a las papeletas y que el proceso con los envíos de papeletas a los consulados por valija diplomática sea más transparente”, resume María Almena, portavoz de Marea Granate, la asociación que nació al calor de las demandas de la gran ola de emigración a raíz de la crisis de 2008, una población mayoritariamente joven y con conciencia política.

“Yo llegué a París en 2013 y me encontré con la situación del voto rogado para las europeas del 2014 –cuenta–. Fui a votar al consulado porque se ampliaron los plazos y nos llegaron las papeletas por los pelos”, recuerda en declaraciones a elDiario.es. Pocos días más tarde viajó a España por vacaciones, justo el día que se hacía el recuento. Se acercó a la Junta Provincial y comprobó que su voto no había llegado. “En esas elecciones se perdieron cerca de 11.000 votos”, afirma.

Los vaivenes de Suárez

España, sin embargo, no siempre ha limitado el voto exterior. En realidad, lo ha hecho cuando le ha convenido al partido que gobernaba y, como en el caso de 2011, también al partido de la oposición. El primero en hacerlo fue el expresidente Adolfo Suárez, que buscaba una participación masiva en el referéndum sobre la Ley para la reforma política de 1976 que diera legitimidad al proceso de democratización que estaba emprendiendo.

“Ahora parece que la posición de Suárez era sólida, pero en aquel momento se jugaban todo y la clave estaba en llenar las urnas”, explica Anxo Lugilde, autor de ‘El voto emigrante’, la tesis electoral que escribió en 2007 sobre el voto exterior gallego. En ese momento, la presencia de españoles que habían huido del franquismo era tremenda. “Fue la primera vez que se utilizó el voto por correo, se dio voto a los embarcados y a los migrantes. Te daban todo tipo de facilidades porque la gente que vivía en países democráticos, en Francia, Alemania, Reino Unido, querían un sistema homologable en España”, añade.

Esa apertura inicial no era una convicción puramente democrática de Suárez, tal y como se vio un año después, cuando una vez refrendada su reforma política convocó las primeras elecciones generales libres desde la Segunda República, a las que se presentó con su flamante partido, la Unión de Centro Democrático (UCD). Suárez supuso que la población que todavía residía en el exterior y que había votado en masa el año anterior era mayoritariamente de izquierda y no se inclinaría fácilmente por la opción política que él, un exministro franquista que defendía el centro ideológico, representaba. 

“El Gobierno firmó un decreto en marzo [tres meses antes de esas elecciones] en el que obligaba a la población a censarse casi sin tiempo, con poca información. Los votos fueron poquísimos, casi no votó nadie en el exterior”, recuerda. En esos meses, dice, las potentes asociaciones de emigrantes lanzaron protestas que recuerdan mucho a las de los años de voto rogado, porque su derecho a votar estaba reconocido, pero las trabas burocráticas y los plazos lo hacían realmente difícil. 

La situación se mantuvo para el referéndum constitucional, las generales de 1979 y también para las de 1982 que auparon a Felipe González a la Moncloa. Con una mayoría abrumadora de 202 diputados que esperaba revalidar, el PSOE incluyó en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, la LOREG, de 1985, el grueso del contenido del decreto del 77, aunque estableció que el recuento electoral se dejaba de hacer en las mesas de la noche electoral de España y se realizaba algunos días después en las juntas electorales, lo que ampliaba el plazo para recibir esas papeletas exteriores. También se creó con esa ley el CERA (Censo Electoral de Residentes-Ausentes). 

La manga ancha de 1995

Pero el gran cambio, prosigue Lugilde, se produjo en la cuarta legislación, en 1995, en el ocaso del Gobierno de Felipe González, que cedió a las presiones de la ciudadanía española en el exterior y la campaña que había hecho en su favor Manuel Fraga y su recién creado Partido Popular para capitalizar esas bolsas de votos no menores. La clave de esta reforma residía en la inscripción en el CERA: el votante ya no debía acudir a inscribirse sino que se hacía de oficio, como ocurre dentro de España. “El censo prácticamente se duplicó. Se cogieron recursos de matrículas consulares antiguas. El INE (Instituto Nacional de Estadística) ha reconocido que por esa vía entraron varios miles de muertos”, repasa Lugilde.

Fraga aprovechó esta reforma en los años posteriores para emprender sus famosos viajes electorales a Buenos Aires, Montevideo y otros países latinoamericanos con diásporas tradicionales. La colectividad gallega en Argentina –y algunos periodistas– recuerda con cariño la comida para 10.000 personas que organizó en 2005 el dirigente en La Rural, una suerte de Ifema porteño, que aprovechó para tratar de convencer a la ingente bolsa de votantes gallegos residentes en el país austral de que lo votasen en las elecciones autonómicas.

Su rival, Emilio Pérez Touriño, no convocó un mitin en el barrio de Palermo pero sí se dejó ver por la ciudad e incluso se entrevistó con el entonces presidente argentino, el fallecido Néstor Kirchner. Los 16.000 votos gallegos que salieron de Argentina fueron decisivos para terminar con el mandato de Fraga y convertir a Touriño en presidente de la Xunta. 

“Los aparatos de Buenos Aires eran tremendos. Los peronistas le montaron un aparato a [José] Blanco similar a los que organizan allí los clubes de fútbol para sus elecciones internas”, dice Lugilde, que recuerda un titular del diario Clarín de aquella época: “Ayuda secreta de la Casa Rosada al triunfo de los socialistas en Galicia”. 

Aquellas cosas, dice, restaron legitimidad al proceso, aunque desde Marea Granate se esfuerzan en desmitificar las noticias relacionadas con el voto de muertos. “Si buscas noticias, encontrarás dos de la misma familia, que se envió la documentación a una persona que ya estaba fallecida. El censo se fue limpiando y mejorando, pero se ha construido ese relato y se ha consolidado. Los detractores del voto exterior siempre salen con esto cuando son cosas que pasan también en España con los autobuses llenos de ancianos el día de las elecciones”, explica Almena, cuya organización ya restaba valor en 2015 a este estigma. Lugilde apunta que la reforma que promovió la Junta Electoral en 2009, cuando impuso la obligación de adjuntar la fotocopia del DNI o el Pasaporte en el sobre del voto, hizo que los resultados se pareciesen más a los de España.

El pacto ‘rogado’

En 2010, en plena crisis económica y con las expectativas electorales en franco declive, el PSOE de Zapatero y un Mariano Rajoy que no se fiaba de lo que pudiera pasar alcanzaron un acuerdo para limitar lo máximo posible el voto exterior. “Lo hacen con un procedimiento que ya existía que era el de las municipales. En las municipales tenía sentido rogar el voto porque hay 8.000 municipios y así la Junta Electoral no tenía que buscar municipio por municipio. Por la experiencia, ya se sabía que la participación era bastante baja”, continúa Lugilde. El pacto entre los dos principales partidos de entonces se concreta en enero de 2011, menos de un año antes de las elecciones anticipadas de noviembre, que devolverían al PP a la Moncloa. 

“Llamábamos a compañeros del partido y nos insultaban. Hizo muchísimo daño”, relata Gustavo López, secretario general del PSOE de Buenos Aires, que recuerda que la dirección del partido hizo una reunión con todas las agrupaciones americanas antes de la reforma y les dijo que aquello no ocurriría, que eran “operaciones de la prensa”. “En la elección de 2008, votó un 46% del CERA de Argentina; después, con el voto rogado, pasó a votar el 3%”, detalla. 

López cuenta que en las últimas elecciones al Parlamento de Galicia a él y a su hijo les llegaron las papeletas tres días más tarde de las elecciones. Una situación parecida a la que vivió también en los últimos comicios Liliana González, argentina nacionalizada española que vive en un pueblo de la provincia de Buenos Aires –de una superficie similar a la de España– que está a 300 kilómetros de la capital, donde se encuentra el consulado más cercano. “Es un engorro porque una vez te llegan las papeletas a tu casa tienes que ir y mandarlas por correo o desplazarte 300 kilómetros”, dice antes de rememorar las elecciones previas a esta reforma, cuando las papeletas le llegaban de oficio y con tiempo suficiente para hacer los trámites.

En general, la participación cayó abruptamente en todo el voto exterior. En 2008 votó un 31,88% de los españoles que residían en el extranjero. Ese porcentaje pasó al 4,95% cuatro años después. El CERA había crecido en 2015 hasta 1.864.604 personas (antes de la crisis eran 1.194.350). Sin embargo, los votos emitidos desde el extranjero pasaron de los 378.865 antes de la reforma hasta los 72.967 de las elecciones europeas de 2014. Hoy el censo de residentes-ausentes lo integran más de 2,1 millones de personas. 

La creciente protesta de los colectivos de migrantes en el exterior empezó a reflejarse desde hace un tiempo en los programas electorales de los partidos, incluso de aquellos, como el PSOE, que impulsaron la reforma de 2011. Pero no ha sido hasta hace unas semanas cuando el Congreso se ha puesto de acuerdo para una reforma que devuelve la legislación a una casilla parecida a la de 2009. “Yo creo que ahora hay incertidumbre con el sentido del voto exterior, que quizá ya no es tan de protesta, no está claro, y eso ha abierto la posibilidad de que todo el mundo quiera ir a pescar al caladero del voto exterior, pero la denuncia reincidente ha jugado un papel clarísimo”, defiende Almena. 

El texto, a falta de posibles modificaciones en el Senado, va en línea con todas las demandas de la Marea Granate de todos estos años. “Al final se ha demostrado que cuando hay voluntad política se puede reformar la ley electoral que parecía tan irreformable”, dice Almena, que aun así puntualiza que hay algunos aspectos mejorables: “Algo que nos preocupa es que se van a desplegar centros de votación que no son necesariamente consulados. Corremos el peligro de que no haya funcionarios suficientes para que se cumplan los protocolos”. Lugilde, sin embargo, opina que estos centros pueden servir en ciudades como Buenos Aires, para evitar que la población concentrada en la enorme periferia tenga que hacer grandes desplazamientos hasta el centro de la capital. Juan Ramón, el español emigrado a Estados Unidos que tuvo que hacer un viaje de 140 kilómetros para rogar su voto, reconoce que también se alegra de que una reforma así vaya a salir adelante. 

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