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Edurne Pasaban: “Espero que la vacuna del Covid llegue igual al tercer mundo como al primero, y que todos tengamos la misma oportunidad”

María Granizo

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Conoce como pocos las alturas, pero también el infierno. Huyendo de la inseguridad que genera la adolescencia alcanzó los Pirineos, los Alpes y los Andes. Con veintiún años ya sabía lo que se divisa desde la cumbre del Mont Blanc. A los veintiséis había ascendido a lo más alto del Everest. Quince años jugándose la vida en las cumbres que la convirtieron para siempre en la reina de los Himalayas y situaron su nombre en los libros de historia como la primera mujer que alcanzó los catorce ochomiles del planeta. 

Sus logros tuvieron un precio muy alto, pero menos exigente que el de enfrentarse a la vida. Cerca de las nubes supo lo que es sufrir más de una congelación, perdió a muchos de sus mejores amigos y acariciando el cielo retó varias veces a la muerte. Precipitarse al vacío de una severa depresión fue, sin embargo, lo que estuvo a punto de costarle la existencia a ras de suelo: “Pasé de jugarme la vida escalando montañas a un hospital psiquiátrico haciendo punto de cruz”. Desafiante, pero también noble, la montaña acudió a su rescate. En ella encontró, por fin, su sitio y la libertad que desde niña buscó.

Salvar las piedras del camino, sobreponerse a dos intentos de suicidio, seguir mirando hacia arriba con ilusión y convertirse en madre han sido sus mayores hazañas: “Mi vida ha corrido más riesgo en tierra que en lo alto de una montaña”. Hoy, mientras enseña a su pequeño a caminar con la seguridad que a ella le faltó cuando era cría, la mujer que en vacaciones prefiere “el mar a la montaña” sueña con volver a poner sus pies, que ya solo suman ocho dedos, en lo más alto del Everest. Con la grandeza del que sabe que en la cima no hay nada sino sabes compartir lo que alcanzas, habla con la misma naturalidad de sus grandes triunfos que de sus profundas debilidades. Ahora suple el tiempo en el que se ataba las botas y dormía en tiendas de campaña a miles de metros de altura dando conferencias. También, dedicando su esfuerzo a una fundación que lleva su nombre para que los niños nepalíes adquieran una educación y una vida de oportunidades: “Esa es una de mis nuevas cumbres”. Otra, no menos alta, “trabajar para que todas las mujeres seamos las protagonistas de nuestras propias vidas”.

Alpinista y montaña, reconciliadas y apuntando en la misma dirección, ahora se cuidan mutuamente: la vida de una no tiene sentido sin la otra. 

Una niña tímida que quería piolets en vez de muñecas

Un físico afortunado y un metro ochenta de estatura podrían haber sido los escalones que la subieran a una pasarela, pero ella no nació para desfilar en liso sino para alcanzar cimas superando obstáculos y retándose a sí misma.

 En agosto de 1973, cuando Edurne Pasaban Lizarribar miró hacia arriba abriendo por primera vez sus ojos al mundo, las niñas de su Tolosa natal jugaban con Rosaura. Aquella muñeca grande, vestida de tul, con una melena que se estiraba al antojo y brazos extendidos dispuestos a acunar a un muñeco bebé, se presumía el sueño de cualquier niña. También el de aquella cría hija de empresarios vascos, tímida, lista y enfermiza a la que le costaba relacionarse. Por eso, aunque nunca pidió a Rosaura, también se la trajeron los Reyes Magos. No acertaron: “Los pobres Reyes intentaron apartarme un poco de mi bicicleta y me regalaron aquella típica muñeca, pero no le hice ni caso. Nada de nada. Ser la única chica entre chicos se nota, sobre todo cuando eres pequeña. Siempre jugaba en la calle con mi hermano, mis primos y un tío que era un poco mayor, así que la bicicleta y el patinete eran básicos en nuestras muchas horas al aire libre”. Tuvo que esperar un tiempo para que en Navidades recibiera los regalos que siempre la ilusionaron: mochila, piolets y botas de montaña. 

Soñaba con ser limpiacristales

A sus cuarenta y siete años la alpinista recuerda el desconcierto de su madre y de cuantos le preguntaban de pequeña qué quería ser de mayor: “Me acuerdo de ir caminando con mi madre por la calle y ver en los edificios altos gente colgándose por las ventanas fregándolas, y decirle a mi madre: yo quiero ser limpiacristales. Igual es que ya de muy niña me venía la vena de la escalada”. También conserva en la retina imágenes doradas de infancia que la llevan a una vieja caravana familiar desde la que disfrutaba imágenes idílicas del Pirineo de Huesca: “Mis padres me transmitieron su afición porque desde muy pequeños nos llevaron al monte. Pero no tengo tradición de escaladores ni alpinistas en mi familia”. 

Cuando Edurne comenzaba el bachillerato y entraba en la desconcertante etapa en la que pasado, presente y futuro están unidos sin seguir las leyes de la cronología, su timidez se agudizó. También su distorsionada visión de sentirse “un patito feo” que no encajaba: “Me escapé a las montañas porque huía de una realidad, había que ligar y nadie me hacía caso, por eso me fui, porque en la montaña nadie entiende de eso”. Sentirse “fuera del grupo” contribuyó a que tomara una decisión que sin intuirlo marcaría su destino: “A los catorce años me apunté a un club de montaña, en mi pueblo y allí encontré a gente que le apasionaba el alpinismo y que supieron transmitirme esa pasión. Se me abrió un mundo porque eso significaba salir de casa todos los fines de semana para ir al monte. Esa fue la clave para empezar en el alpinismo”. 

En las alturas encontró su sitio

Cuando su primo Asier Izagirre, con quien alcanzaría la mayoría de las cumbres reservadas a los dioses, y varios miembros del club Oargi le ofrecieron subir al Mont Blanc, Edurne solo tenía dieciséis años. Su ilusión por el viaje fue tal que sus padres se sobrepusieron al miedo, a que aquello “no fuera cosa de chicas” y, pese a todos los pesares, autorizaron su partida. No fue fácil. En aquel tiempo, a la referente de Edurne, la precursora del alpinismo femenino de alto nivel, Miriam García Pascual, le faltaba un mes y medio para cumplir su veintisiete cumpleaños, pero nunca llegó a celebrarlo. Un alud la sepultó para siempre, junto a su compañero de cordada, Jesús Bueso y a Miguel Lausín en el Pico Meru, al norte de la India. Entonces y ahora, Pasaban no se cansa de releer Bájame una estrella, la obra póstuma de la montañera navarra: “Me identifico mucho con este libro, lo leo y vuelvo a leer para valorar muchas de las cosas que tengo”. En la montaña culminante de los Alpes, a cuatro mil ochocientos diez metros de altura, Edurne se sintió libre de ataduras y prejuicios e hizo suyas las primeras líneas de aquel relato: “Viajé con la ilusión de llegar a ser un pájaro y volar cada vez más alto”. 

Nueve años después, sin mucha experiencia, pero con casi toda la frustración adolescente reconvertida en pasión por las montañas, llegó la posibilidad de iniciar una expedición al Himalaya para alcanzar el Dhaulagiri: “La vida te plantea oportunidades y es lo que te abre las puertas al futuro”. De la mano de Silvio Mondinelli, el sexto hombre en coronar todos los ochomiles sin oxígeno suplementario, Edurne inició el sueño de conquistar todos y cada uno de los montes más altos del globo.

Haciendo de su pasión una profesión.

Ni su licenciatura en ingeniería técnica industrial ni un puesto de trabajo en la empresa familiar de diseño y fabricación de maquinaria para la industria de papel disuadieron a la mujer que buscando pasar desapercibida acabó alcanzando el techo del mundo: “Sabía que tenía cualidades para escalar, pero necesitaba un poco de fortuna”. Tras dos intentos aciagos de llegar a la cima del Everest en 1999 y 2000, la suerte envuelta en mucho esfuerzo la acompañó un año después cuando inauguró su casillero de ochomiles. Motivada por “la fuerza y honor” de Russell Crowe convertido en el Gladiator de Ridley Scott, su cinta favorita, en 2004 Edurne ya había alcanzado seis de esas montañas reinas: superó avalanchas y la falta de oxígeno a la que no es capaz de acostumbrarse el cuerpo humano a más de siete mil quinientos metros de altura.

 Entonces, buscando su sitio y el reconocimiento de quien sintiéndose diferente siempre agachó la cabeza, se retó a sí misma como nunca: inició el ascenso de los ocho mil cuatrocientos metros del K2, la segunda montaña más alta del planeta, la más complicada técnicamente y la única que nunca ha sido escalada en invierno. Enfrentándose a un viento gélido que puede superar los cien kilómetros por hora, temperaturas que en invierno bajan hasta los sesenta grados bajo cero donde una mano desnuda se transforma en minutos en un cubito de hielo negro y el edema cerebral es un riesgo constante, con un retraso de seis horas la alpinista de Tolosa consiguió también hacer cumbre. Pero la montaña asesina no dio tregua en el descenso: sola, Edurne perdió el frontal en el Cuello de Botella y allí esperó a que sus compañeros más rezagados le dieran alcance: “Me encontraron dormida. Si se hubieran retrasado hubiera muerto”. Con parte de las extremidades congeladas, sufrió la amputación de dos dedos y lo que más le acabaría doliendo: tener que hacerse a la idea de abandonar la montaña.

Su gran hazaña: superar una grave depresión

No fue la falta de oxígeno sino dejar de ver el mundo alcanzando el cielo lo que fue consumiendo poco a poco a la primera mujer que pasó de pisar la cumbre del K2 a la habitación de un hospital psiquiátrico: “Hubo un antes y un después en mi vida tras aquella cima. Empecé a preguntarme qué estaba haciendo. Me sumergí en un agujero negro y llegué a pensar en acabar con mi vida.  Tuve más miedo aquí que en la montaña. Tanto era el dolor que solo buscas hacerle frente terminando con todo. Mi entorno no podía comprender que pudiera estar mal cuando, para ellos, no me faltaba nada. Ya sabía lo que era el reconocimiento y estar en la élite del alpinismo mundial. Pero cuando tienes una depresión muy grande no controlas tu mente. Le puede pasar a cualquiera”.

Tras dos intentos de cerrar los ojos y precipitarse a la muerte, la mujer que desde niña siempre soñó con ver el mundo desde las alturas hizo un trabajo personal mayor que alcanzar todos los ochomiles en una sola expedición. Fiel al principio de “si puedes imaginarlo, puedes lograrlo; si puedes soñarlo, puedes hacerlo” se colgó de nuevo la mochila en la espalda, se ató las botas y quiso comprobar en el Nanga “si podía seguir escalando”. Con la voz de El Boss, Bruce Springsteen, cantando Street of Philadelphia, el disco que siempre acompañó a la guipuzcoana en sus expediciones sumó otro ochomil. Reconciliada con la montaña, coronó el Broad Peak, y entre 2007 y 2010 culminó el desafío de su vida: “Para mí son mucho más que catorce montañas de ocho mil metros. Ellas han sido el camino que elegí. Alcanzarlo me supuso un gran vacío, pero me sacó de una enfermedad y dio sentido a mi vida”.

 En paz consigo misma y reconciliada con la montaña “que me dio los mejores amigos y también me ha quitado muchos”, Edurne Pasaban despide su Playlist.  Comprometida con quienes siempre le sonrieron desde caminos y laderas, al Nuevo Año le pide que la vacuna del Covid-19 “llegue igual al Tercer Mundo que al primero, que todos tengamos las mismas oportunidades”. Jugando con su hijo mientras mira de reojo a las montañas del Valle de Arán confiesa que ni los años ni las circunstancias han borrado su deseo de volver a contemplar el mundo desde el techo del Himalaya:“ En la vida hay que seguir siempre buscando cosas que te motiven y en eso estoy”.

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