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Entrevista

Ángel Viñas, historiador: “La República llegó con voluntad de quedarse”

El historiador Ángel Viñas.

Andrés Gil

Corresponsal en Bruselas —

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Ángel Viñas (Madrid, 1941), historiador, economista y diplomático español, es un estudioso de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. Viñas, ex funcionario de alto rango en la Comisión Europea, vive en Bruselas, donde acaba de terminar un libro, El gran error de la República. Ruido de sables e ineficacia del Gobierno (editorial Crítica). Una versión más reducida de esta entrevista se encuentra en la revista de elDiario.es 'Las luces de la Segunda República'.

¿Qué supuso la II República?

Me temo que no hay consenso en la sociedad española de nuestros días al respecto. Y, si se me apura, tampoco entre los historiadores. No hay que olvidar que toda reflexión sobre el pasado es una construcción intelectual. El pasado no existe. Se ha evaporado. No puede examinarse como un objeto físico. 

Para mí, en pocas palabras, fue el resultado de una larga agonía del sistema político montado en la Restauración y de la voluntad de ciertas clases políticas y sociales de promocionar el desarrollo político, económico, cultural y social de España en el sentido de lograr un mayor acercamiento a las fórmulas dominantes en los países de la Europa occidental con los que España se había medido/comparado desde principios del siglo XIX: Francia, Inglaterra y Alemania, principalmente. 

Para la derecha franquista, profranquista o nativista, una total abominación.

La II República llegó con tres grandes reformas: la agraria, la territorial y la religiosa. 

Sí, y algunas más. La militar, la laboral, la educativa y la de la familia, por citar las más significativas. El proceso de modernización republicano abarcó todas ellas, a su vez interrelacionadas. La pregunta que ha de hacerse todo historiador es la siguiente. ¿En qué medida hubiera podido abordarlas la Monarquía alfonsina? Mi respuesta es: en ninguna. Sus dos mejores coadyuvantes fueron, en mi opinión, el rey Alfonso XIII, un desastre sin paliativos, y el general Miguel Primo de Rivera. Entre ambos liquidaron los anclajes sociales y políticos del sistema de la Restauración. 

Pero ni España dejó de ser católica ni se resolvió el conflicto territorial ni se acabaron los grandes tenedores de tierra. ¿Fracasó la II República? ¿Podía acometerse ese programa en cinco años?

Nadie pensó que las reformas republicanas iban a hacerse en cinco años. La República llegó con voluntad de quedarse. Y pudo quedarse de no haber ocurrido ciertas circunstancias. La más importante, muy dejada de lado por los historiadores, fue la inquina monárquica que no tardó en vincularse a los propósitos un tanto hegemónicos de la Italia fascista. En mi último libro y en el próximo, que aparece este mes, desarrollo la vinculación entre unos y otros. Hubo, naturalmente, más factores. Las transformaciones sociales y culturales, sobre todo si son rápidas, suelen tener la mala fortuna de despertar recelos, oposición y, en ocasiones, violencia, bien armada y fuera de la ley o, con frecuencia, estructural desde el Estado. 

Al tiempo fue un periodo de gran brillantez cultural y de avances en derechos sociales, educativos y para la mujer.

Ciertamente. Todos estos aspectos formaban parte de un proceso de modernización que los republicanos del primer bienio, y sus socios socialistas, consideraban no ya urgente sino urgentísimo. Uno de los primeros observadores en destacarlo fue el embajador británico, Sir George Grahame. Se introdujo el voto femenino, el divorcio, la educación de la mujer. Todos anatemas para las derechas de la época.

También, en parte, hoy aunque con otros acentos, como con los casos del aborto y la eutanasia.

Hábleme de las misiones pedagógicas. Existe el icono de La Barraca de Lorca. Pero, ¿qué supone como proyecto político educativo y cultural en ese momento?

Fueron una manifestación de lo mejor de la República, en su versión más genuina: educar, enseñar, llevar la cultura a los pueblos y, siempre, a las masas populares. Hacer ciudadanos conscientes y orgullosos de serlo. Lo hicieron los franceses de la Tercera República. ¿Por qué no repetir la experiencia en una España tan atrasada como la que existía en los años treinta? Note, sin embargo, que se trataba de un desafío brutal a los soportes culturales de la sociedad existente en 1931.  

A menudo se afirma que fue un periodo convulso, revolucionario, con iglesias ardiendo y sin orden. ¿Fue así?

Se han olvidado los procesos de modernización que hubo en el siglo XIX en países más avanzados que España como Reino Unido, Francia y Alemania. La experiencia española coincidió con un período de gran efervescencia ideológica, como la irrupción del comunismo y del fascismo; social, con repercusiones de la crisis económica internacional; y cultural, con el retroceso del liberalismo. 

Hay que añadir la dificultad de las fuerzas prorrepublicanas en encontrar denominadores comunes duraderos. Disensiones entre la representación política de la burguesía modernizadora y los movimientos sociales más importantes (socialistas, anarcosindicalistas). Crítica feroz de las derechas, marginadas durante los dos primeros años del poder. Papel de los hombres. Yo no soy un fan del presidente de la época, don Niceto Alcalá-Zamora. 

La etiología, la evolución y los resultados de las pulsiones revolucionarias, en general de la izquierda y de los nacionalistas catalanes, las han examinado autores como Eduardo González Calleja y Rafael Cruz, entre otros. Dice mucho en contra del sistema democrático que sus investigaciones no hayan pasado al sistema de educación pública y obligatorio. 

¿Por qué se ha trasladado una imagen negativa? 

Varias razones. En primer lugar, y ante todo, por la que de ella trazaron sus adversarios monárquicos, carlistas, conservadores, católicos… Y que luego potenció hasta extremos inimaginables el franquismo. Tenía que justificar su 18 de julio, la Guerra Civil y la imposición y mantenimiento de la dictadura. En segundo lugar, por la propia desunión de las fuerzas prorrepublicanas a consecuencia de la guerra civil. ¿Quién tuvo la culpa de la derrota? Leer hoy sus explicaciones es como para ponerse a pensar en la incapacidad del ser humano por dirigir su propio destino. 

Finalmente, por la retroproyección que los enemigos de la República hicieron del fantasma comunista. Todavía hoy hay quien escribe que de haber triunfado, en España se habría instalado un sistema soviético o sovietizante. No solo historiadores españoles. También extranjeros como los nunca suficientemente alabados profesor Stanley G. Payne o el antiguo teniente Sir Antony Beevor. 

¿Es un lastre para un horizonte republicano?

La imagen que de la República se tiene no es un lastre. Lo que lastra ese horizonte es la constelación de fuerzas políticas, económicas y culturales actual. Los italianos dejaron caer la Monarquía cuando dejaron de tolerar su papel en el apoyo al sistema fascista y su delito de origen en haber facilitado su implantación. El que el rey cambiara de bando en 1943 no fue suficiente como para lavar su pecado original. En Grecia el golpe de los coroneles y sus excesos subsiguientes acabaron con el prestigio de una monarquía de más de cien años. Aquí se han ocultado las miserias monárquicas en la República, la guerra civil y la dictadura y se ha dejado campo libre a la propaganda de Franco. Sin contar, claro, con que en 1975 el tema no llegó a plantearse operativamente. No en vano el “coco” comunista, Santiago Carrillo, lo reconoció prontamente.  

¿Por qué cayó la República?

Dos razones externas y dos internas. Entre las primeras la ayuda de las potencias fascistas a Franco (en el caso italiano predeterminado desde 1934) y la política de no intervención de las democracias. Sus ramificaciones todavía no se han estudiado al completo. En septiembre de 1936 el presidente Azaña confió a sus íntimos e incluso a algunos socialistas que la guerra estaba perdida. Entre las segundas, ante todo la rápida subordinación al mando militar de todas las fuerzas políticas entre los sublevados vs la continuación de la discordia entre los republicanos. Después, la propia evolución de las hostilidades en el marco, desde principios de 1937, de una guerra larga, de desgaste y de ocupación del territorio con vistas a su “limpieza” (léase destrucción de los hombres, mujeres e instituciones republicanas). La República nunca llegó a conseguir victorias militares. La de Guadalajara funcionó en su contra, porque ligó aun más a Mussolini al destino de Franco. El Jarama, Brunete y Belchite no llegaron ni a victorias. Teruel fue flor de un día. Solo Madrid resistió en manos republicanas, pero no podía flexionar el curso de la guerra. 

¿Por qué no se paró el golpe a tiempo?

Es el tema central al que he dedicado mi último libro, El gran error de la República. Ruido de sables e ineficacia del Gobierno (editorial Crítica). 600 páginas, de las cuales más de un centenar en anexos, bibliografía e índices. Nadie podrá acusarme tampoco de no estar al corriente de la literatura española y extranjera, con títulos de 2020. Si acaso de no haber sido crítico con numerosos cantamañanas que pululan por estos pagos, pero he preferido centrarme en evidencias primarias relevantes de época que hasta ahora nadie o casi nadie había utilizado. En muy breves palabras, he querido demostrar exhaustivamente mi conclusión de que los militares conspiradores, no Mola o Sanjurjo, sino los que a sus órdenes estaban insertos en los resortes del poder político, militar y de seguridad republicano, engañaron como a chinos (valga la expresión) a los dirigentes de los dos gobiernos de la primavera de 1936. E incluso algunos de sus consejeros militares más inmediatos. Pero también, no hay que olvidarlo, varios de tales dirigentes se dejaron engañar a pesar de contar con información que apuntaba en sentido contrario. Todas las oportunidades que se presentaron para atajar el golpe, desde las elecciones de febrero de 1936, se desaprovecharon.

¿Hay similitudes entre el lenguaje de las derechas contra la República y el de ahora contra el Gobierno actual?

Lo que voy a decirle no me lo creerán los lectores, si no leen el libro. La pieza propagandística fundamental que se hizo circular en los cuartos de banderas fue la inminencia de la revolución comunista. No soy el primer autor que deshizo ese camelo fundamental. Es un honor que corresponde a Herbert R. Southworth. Lo mantuvo la dictadura, por publicaciones oficiales y no oficiales, hasta mitad de los años sesenta. Incluso después le dio su bendición opusdeística un reputado historiador. Lo que he hecho es ir más allá que Southworth. Mucho más allá. Para ello me he basado en las informaciones obtenidas por los mecanismos de seguridad interior y exterior que puso en marcha en 1932 Manuel Azaña en su doble condición de presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra. Así que la supuesta amenaza “social-comunista” que esgrime Vox y algunos de sus teloneros mediáticos del PP es más vieja que la quina. Envenenó a los militares entonces y tras largos años de lavado de cerebro durante la dictadura (continuados a lo que parece en la democracia en las Academias militares) volvemos a la vieja canción. Hay poco nuevo bajo el sol.

A veces se juega con los contrafactuales para imaginar desenlaces diferentes, ¿cómo podría haberse evitado la Guerra Civil? ¿Sin la Revolución del 34? ¿Sin una CEDA tan autoritaria y que deslegitimó las elecciones de febrero del 36? ¿Sin un ejército tan reaccionario? O acaso lo que ocurrió en Europa en 1922/1934/1939 evidencian que seguramente era inevitable.

Yo no creo en la denominada historia alternativa o contrafactual porque, evidentemente, es un juego de la imaginación. Ahora bien, si creo en lo que he denominado “bifurcaciones históricas”. Adelanté el concepto en mi último libro, ¿Quién quiso la guerra civil?, y lo desarrollo en el que acaba de salir, El gran error de la República. En ciertos momentos se adoptaron decisiones que, de no haberse tomado, indujeron la evolución por un camino y no por otro. Este enfoque recorta el abanico de posibilidades. Las que usted. aduce son plausibles, pero demasiado generales. He identificado otras bifurcaciones. Por ejemplo, la innecesaria convocatoria de elecciones en 1933; la repetición de otro ciclo en 1936; los resultados del mismo y, finalmente, los errores de juicio del Gobierno. Dicho lo que antecede, yo sostengo, y creo haber demostrado con documentos que, tras la decisión de Mussolini de apoyar una sublevación en España, y ello se fraguó a partir de octubre de 1935, un golpe de Estado se hizo prácticamente inevitable, tal y como siguieron las cosas. 

Vivimos en tiempos de crisis económica, de empuje de los populismos nacionalistas y la extrema derecha en Europa, con las democracias liberales debilitadas... Hay quien ve paralelismos entre nuestro tiempo y los años 30. ¿Cree que es así?

Suele afirmarse eso, pero el historiador ha de ser cuidadoso con la utilización de analogías. Las sociedades aprenden. Los hombres y mujeres también. Lo que subyace son cuestiones a las cuales desde siglos hemos ido buscado respuestas: ¿se aprende de la historia?, ¿para qué sirve esta? Personalmente, no lo tengo muy claro como historiador de lo concreto, no generador de teorías amplias a la manera de los politólogos.  

Tras la Guerra Civil llegó la represión y los exilios interiores y exteriores. ¿Qué perdió España con la caída de la República?

Hombres, mujeres, niños, posibilidades, ilusión, recursos, posibilidades. Sobre los vencidos cayó una chapa de hierro, plomo y hambre. Para los vencedores, empezó una nueva edad de oro, cuyos frutos, naturalmente, también se repartieron de forma harto desigual.

¿Tiene sentido derribar monumentos de Indalecio Prieto o Largo Caballero al amparo de la ley de memoria histórica?

Por supuesto que no. La Ley de Memoria Histórica no se hizo para eso. Se hizo para recuperar la memoria de los sacrificados, asesinados, torturados, proscritos y exiliados que cayeron en los años de guerra y/o que no pudieron escaparse de los efectos de la traición de Casado y Besteiro o que volvieron a España convencidos de la “bondad” del Caudillo. Eran los olvidados. A los “mártires de la Cruzada”, bendecidos por la Santa Madre la Iglesia Católica Española, nunca les faltó reconocimiento, alabanzas y, en ocasiones, la elevación a los altares de la patria o de la misma Iglesia.

¿Qué opina del proyecto de ley de memoria democrática? ¿Qué habría que hacer con el Valle de los Caídos?

No tengo opinión, salvo que es necesaria, porque la de 2007 ha quedado obsoleta. Perdón. Me expresaré mejor. Reservo públicamente mi opinión porque me parece imprescindible analizar sin preconcepciones declaradas los debates que tendrán lugar en sede parlamentaria y que potenciarán los medios y las redes sociales, sobre todo, imagino, los de la oposición. Quien participe, se retratará. Será una buena ocasión para comprobar: el tenor y los contenidos de los debates políticos y, supuestamente, históricos; la naturaleza de la oposición al Gobierno; las propuestas alternativas que realicen; lo que probablemente nos espere cuando la oposición llegue al poder gubernamental. Y también para comparar con lo que se ha hecho en otras latitudes, en Europa y fuera de Europa.

¿Qué opina de la idea de juzgar los crímenes del franquismo y de la Transición? 

Su pregunta me hace pensar en la respuesta que, al parecer, dio Adenauer a un periodista norteamericano a principios de los años cincuenta: la República Federal puede buscar el asentamiento de la democracia o el castigo de los crímenes del nazismo. Ambos objetivos no pueden conseguirse a la vez. Tras muchos sobresaltos se optó por emprender el camino de en medio: conocer mejor el pasado y enseñárselo a los jóvenes y a las generaciones futuras. El Gobierno español ni siquiera lo ha intentado seriamente hasta ahora. Cuando ha dado algunos pasitos, no en los tiempos del PP, ha sido incapaz o no ha querido o podido hacer frente a las acusaciones de “endoctrinamiento”. Véase el caso de la malograda asignatura de Educación para la Ciudadanía. En mi página de Facebook leo casi todos los días las consecuencias de ese fracaso. 

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