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El #MeToo de la salud mental deja fuera a los trastornos más graves

Eduardo Concho, Roberto Palomo y Mateo Gualdaroni, miembros de la Asociación Madrileña de Amigos y Familiares de Personas con Esquizofrenia.

Sofía Pérez Mendoza

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La sola palabra “psicosis” hace temblar a los que esperan su turno en la salita. “Servicio de intervención temprana de la psicosis”, dice el letrero de la consulta de la psiquiatra Ana Catalá en el Hospital Universitario de Basurto (Bilbao). Cuesta digerir el término. Los pacientes buscan referencias en la estantería donde están colocadas las ideas del imaginario colectivo. Catalá pasa, en no pocas ocasiones, un buen rato explicando a los recién llegados por qué el servicio se llama así y por qué hay sospechas de que pueden estar debutando, como dicen los médicos, en un diagnóstico que da miedo. Porque en 2022, en plena salida del armario de la salud mental, un diagnóstico de esquizofrenia, de trastorno bipolar o de trastorno depresivo con psicosis sigue asustando a quien lo recibe. ¿Han quedado al margen de la nueva conversación social sobre el sufrimiento psicológico?

“Se habla de depresión o de ansiedad pero nosotros seguimos con lo mismo de siempre. La gente se te aleja cuando dices que tienes trastorno bipolar porque piensan que estás loco o no eres de fiar”, asegura Pablo García Ferriz, que fue diagnosticado hace seis años. A sus 43, solo hace unos meses empezó a asumirse y a nombrarse. Y de ahí a contarlo a los demás.

Lo que vio al otro lado le parece tan hostil que piensa que no vivirá tantos años como para ser testigo de que el estigma, por fin, ha desaparecido. “Son enfermedades silenciosas sobre las que hay mucha desinformación. Los enfermos mentales nos hacemos mucho más daño a nosotros que a los demás”, señala desde el jardín de su casa a las afueras de Valencia, donde vive con su madre. Lleva unos meses de baja laboral porque la ansiedad le come en cuanto emprende una tarea y tiene la más mínima dificultad. Es la antesala de una fase depresiva.

El riesgo de quedar más invisibilizados

Marta Carmona, psiquiatra de un centro de salud mental de la Comunidad de Madrid, confirma que existe un debate intenso entre sus colegas sobre cuál es el impacto de este nuevo estatus del bienestar psicológico en la agenda pública. “Los profesionales hablamos bastante sobre si está bien o mal que el tema se haya puesto de moda. Una de las cosas malas es que los aspectos de los que no se habla se invisibilizan más aún –sostiene Carmona, para quien la conversación– está muy sesgada”. “Se han tratado ciertos problemas de salud mental, pero del sufrimiento psíquico de la gente con esquizofrenia se ha hablado poquísimo. Tampoco se ha hablado nada de toda la coerción que existe en torno a los trastornos mentales graves. Digamos que ha sido sobre un trocito, sobre algunos problemas de algunos tipos de personas”, incide.

Ni a los enfermos ni a muchos psiquiatras les gusta la clasificación de trastornos mentales graves. En psiquiatría, los bordes que marcan si se trata de un trastorno u otro, incluso que determinan si algo es o no patológico, son mucho más difusos que en otras ramas de la medicina y las definiciones casi nunca están exentas de controversia. El Instituto Nacional de Salud Mental norteamericano (NIMH) caracterizó en 1987 a los trastornos graves como aquellos que “cursan con alteraciones mentales de duración prolongada, que conllevan un grado variable de discapacidad y de disfunción social y que han de ser atendidos mediante diversos recursos sociosanitarios de la red de atención psiquiátrica y social”.

“Hay una gran diferencia entre una persona que padece un trastorno de ansiedad o de depresión leve o moderado y alguien que tiene una patología que conlleva un grado de incapacidad importante o limitaciones nivel social, personal, laboral o familiar”, expone el psicólogo Blas García, presidente de la asociación gaditana AFEMEN, que trabaja con personas con trastornos graves desde 1996. 

Su diagnóstico es que “la marea está subiendo y va a subir para todos”, pero advierte de que el estigma que rodea a estas enfermedades, cimentado en siglos de prejuicios y estereotipos, “es más difícil de erradicar que el de los millones de personas” que padecen ansiedad o depresión. 

La pandemia ha deteriorado la salud mental de la población mundial: hay 129 millones más de personas con depresión y ansiedad, un 25% más

La prevalencia de la esquizofrenia es del 1% en la población española (470.000 personas); el trastorno bipolar afecta a un 1,5% y el depresivo con psicosis alcanza al 2%. “No es tan poca gente y una parte puede hacer una vida relativamente normal pero con un deterioro cotidiano con un precio carísimo”, indica Víctor Pérez, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría y director del servicio de psiquiatría del Hospital del Mar. La esperanza de vida puede disminuir más de una década. En el mundo hay 45 millones de personas afectadas por un trastorno bipolar y 21 millones con diagnóstico de esquizofrenia, según la Organización Mundial de la Salud.

Pérez también ha percibido que la salida del armario de la salud mental está centrada solo en los “trastornos más frecuentes”, los que pueden llegar a afectar al 20% de la población en algún momento de su vida. 

“Yo no quería ser eso”

“Cuando recibí mi diagnóstico de esquizofrenia pensé que no quería ser eso. Me vino muy bien saber que yo no era la esquizofrenia, que era Mateo”. Mateo Gualdaroni tiene 28 años y trabaja en un instituto como personal de mantenimiento. En el papel pone que tiene el trastorno desde los 17 años, aunque a los 13 o antes empezó a tener síntomas, cuenta en conversación con elDiario.es. 

Tenía un desconocimiento tan grande de su enfermedad que empezó a interpretar las cosas que le pasaban siempre a través de ella. Si se enfadaba con un amigo o con su novia seguro que era cosa de la esquizofrenia. “Se ha abierto la caja, eso desde luego, pero no se nos ve demasiado”, analiza.

A las limitaciones y el sufrimiento de la patología, se les añade en estos casos “una especie de segunda enfermedad o patología social que es la losa del estigma”, según define García. Lo más doloroso, coinciden todos los entrevistados, es la asociación de la enfermedad mental con la violencia. “No somos esas personas peligrosas que piensan que somos. No vamos por la calle y nos liamos a machetazos con todo el mundo. Hay mucho desconocimiento y eso ha pasado con estas enfermedades pero también con otras como el VIH antes”, reivindica García Ferriz. “Las personas con estos trastornos, por el contrario, suelen ser víctimas de burlas y ejercer además violencia contra sí mismas, con autolesiones o ideaciones suicidas”, anotan desde AFEMEN. 

Conocer a personas que están pasando por lo mismo es un bálsamo. La mayoría de los usuarios tienen vidas rutinarias, lo menos alteradas posible, para evitar dar al desequilibrio oportunidad de aparecer.  Viven con la certeza de que les está acechando y permitir que gane terreno, define Roberto Palomo, con un diagnóstico de esquizofrenia desde los años 90, “nos puede hacer pasar al otro lado”, donde las cosas pasan al margen de la realidad. El apoyo cotidiano familiar es imprescindible. 

Palomo se conecta recién levantado a la videollamada. “Estos pelos de loco me dan más credibilidad para la entrevista”, bromea a modo de presentación este madrileño de 49 años. Tampoco puede trabajar, pero es muy activo como fotógrafo y forma parte de la Asociación Madrileña de Amigos y Familiares de Personas con Esquizofrenia (AMAFE). Allí conoció a Mateo y también a Eduardo Concho, un abogado que no ejerce desde hace dos décadas, cuando le diagnosticaron. “Voy avanzando, tengo una vida ocupada y por tanto no preocupada”, expresa. 

A Pablo García, su madre le ayuda a reconocer las señales de alerta. La primera de una fase hipomaniaca, cuenta, es empezar a hablar mucho y rápido. En estos casos es fundamental una atención rápida para evitar que vaya a más. “De la última hipomanía me avisaron los compañeros de la asociación, que lo vieron. Me dieron una cita a los dos días, una medicación y fue un freno. De no haber tenido esta atención podría haber seguido para arriba y a saber hasta dónde”, relata. Acude a la Asociación Valenciana de Trastorno Bipolar desde hace un año y le ha cambiado la vida. García nunca ha tenido un ingreso pero ha llegado a necesitar un rescate económico por hacer compras compulsivas.

El efecto del coronavirus 

Está documentado que la crisis del coronavirus ha deteriorado la salud mental de la población en el mundo. La revista The Lancet publicó hace unos meses el primer estudio que cuantificaba el impacto en la prevalencia de la depresión y de la ansiedad: los casos han aumentado un 25%, con 129 millones de personas más afectadas. El aumento no solo se ha producido en estos dos trastornos, los más frecuentes. Ana Catalá, psiquiatra en el hospital de Basurto, tiene un 25% más de peticiones nuevas de consulta para tratar los primeros episodios de psicosis. “Es una patología lo suficientemente frecuente –defiende– para ponerla en primer plano. No es esporádica”.

Desde el final del confinamiento, que retuvo todo tipo de enfermedades, las urgencias psiquiátricas empezaron a recibir cada vez más pacientes. Detrás de la avalancha hay unas estructuras públicas para atender la salud mental completamente insuficientes para la demanda que existe. Si no se ven de manera ambulatoria, los síntomas terminan agudizándose y requiriendo atención urgente. 

“Las listas de espera te muestran cuánto se tarda en dar la primera atención, pero es más relevante cuánto tardo en ver a un paciente de una vez a otra. De qué te sirve que te vea en una semana si la revisión será en tres meses”, subraya la psiquiatra Marta Carmona, que cada semana hace tetris con la agenda para meter con calzador a aquel paciente que le han dicho en el hospital que está muy mal. Los trastornos graves, asegura Pérez, “son la prioridad del sistema” porque son los pacientes más frágiles. Por su patología y también por las violencias a las que están expuestos, señala Carmona. 

Después hay una fase más, la recuperación tras un ingreso. “Una vez tienes crisis, no hay recursos suficientes para la rehabilitación. Es decir, apoyo para la vida cotidiana. Cosas como volver a saber poner el lavavajillas, relacionarse con sus iguales, volver a su barrio tras un ingreso largo... Es muy fácil que se queden aislados”, lamenta Pérez. “Dejar totalmente de tener síntomas es complicado pero pueden tener una vida satisfactoria”, añade a renglón seguido.

Para eso, insisten tanto enfermos como profesionales, adquieren mucha importancia los referentes. Que los pacientes vean que se puede ser feliz con un trastorno grave. El problema es que hay muy pocos. El humorista Ángel Martín ha sido la primera persona conocida en España en contar que ha tenido crisis psicóticas. Su salida del armario impactó mucho a los pacientes de Víctor Pérez. El tema salió en las consultas, le hablaron de él. “Yo puedo decir a un enfermo que si conseguimos dar con la medicación tendrá una vida normal pero no tiene el mismo efecto. Nunca lo va a tener”, sostiene. En la lucha contra el estigma, concluye, “uno de los elementos esenciales es que las personas que tienen una enfermedad tengan éxito profesional y una vida feliz. La gente que lo está pasando mal necesita que alguien que lo ha pasado se lo cuente”. 

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