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El último escondite del gusano que ha dejado ciegas a 500.000 personas

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Manuel Ansede —

En medio de la selva virgen, es difícil explicarle a un indio yanomami que no puede dar un paso para ir de un árbol a otro porque un hombre blanco decidió que por ahí pasa la línea imaginaria que traza la frontera entre Brasil y Venezuela. Desnudos y obviamente sin pasaporte, los yanomami siguen cruzando la frontera a su antojo, como han hecho desde siglos antes de que existiera una raya divisoria. El problema, explica el médico salvadoreño Mauricio Sauerbrey, es que los yanomami transportan con ellos a un monstruo: un gusano que ha dejado ciegas a 500.000 personas en el mundo. Y los médicos que persiguen al parásito no pueden atravesar alegremente la frontera.

En 2005, más de 140.000 personas de América Latina estaban infectadas por el gusano, en Colombia, Ecuador, México, Guatemala, Brasil y Venezuela. Pero una exitosa campaña médica, que ha distribuido 11 millones de dosis de antiparasitario, ha conseguido barrer al enemigo, responsable de la llamada ceguera de los ríos, una enfermedad olvidada conocida entre los científicos como oncocercosis. El último refugio del gusano en América es la tupida selva de los yanomami.

El acceso a estas poblaciones indígenas, con unas 23.000 personas en riesgo de ser infectadas, es tremendamente difícil. Muchas veces se encuentran en zonas de la selva tan remotas que sólo se puede llegar a ellas en helicóptero. Y encima los yanomami están en continuo movimiento. “A veces llegamos a una comunidad del lado de Brasil a darles un tratamiento y ya no hay nadie, porque se han ido a Venezuela. Ellos atraviesan la frontera sin ningún problema, pero los funcionarios de salud no pueden”, señala Sauerbrey, director del Programa para la Eliminación de la Oncocercosis en las Américas, la iniciativa regional coordinada por el Centro Carter de EEUU para borrar al gusano del continente.

Un picor infernal

En parte por culpa de la frontera, pero sobre todo por tratarse de un área montañosa de muy difícil acceso, el foco yanomami es el único lugar de América donde persiste la transmisión de la oncocercosis. Es fácil ver que la enfermedad sigue ahí. Muchos yanomami lucen en sus cabezas una especie de chichón, que en realidad es un repugnante ovillo de gusanos machos y hembras reproduciéndose bajo su piel. En cada uno de estos nódulos, los gusanos adultos producen miles de gusanitos pequeños que viajan por todo el cuerpo, arrasando la piel de los indios, que puede quedar con el aspecto de un pergamino. El picor es lo primero que sienten al despertarse y lo último antes de dormirse. Su vida se convierte en un infierno.

En algunos casos, los gusanos pequeños, llamados microfilarias, llegan a los ojos y producen ceguera. Es una enfermedad que hunde a los pueblos en la miseria. Los infectados no pueden trabajar, ni ir a la escuela, ni cuidar a sus familias. Y el parásito se extiende como una peste por las comunidades gracias a la picadura de un mosquito, conocido como la mosca negra.

La lucha contra la oncocercosis es “un caso insólito”, según Sauerbrey. La multinacional farmacéutica Merck, en una decisión sin precedentes, se comprometió en 1987 a donar todo el antiparasitario que hiciera falta para acabar con la enfermedad en el mundo. Desde entonces, la compañía, que en 2012 ganó unos 4.800 millones de euros, ha donado comprimidos por valor de 4.000 millones de euros para África y América, según sus propias cifras. El fármaco, la ivermectina, no mata a los gusanos adultos, refugiados en los chichones de los yanomamis, pero sí extermina a sus crías, los gusanitos que viajan por el cuerpo causando estragos en piel y ojos. Así que cuando las moscas negras pican a una persona tratada, chupan una sangre limpia y se impide la transmisión de la enfermedad.

Si el tratamiento se mantiene durante unos tres años, los gusanos adultos pierden su capacidad de reproducirse y acaban muriendo de viejos sin dejar crías. Con esta estrategia, Colombia fue el primer país que detuvo la transmisión de la enfermedad, en 2007, seguido por Ecuador, en 2009, Guatemala y México, ambos en 2011.

Sin palabras

Sauerbrey calcula que Brasil y Venezuela conseguirán interrumpir la transmisión del gusano en el área yanomami a lo largo de 2015. Alrededor de 2020, tras un proceso de verificación por parte de la Organización Mundial de la Salud, América podría declararse vencedora en su guerra contra el gusano de la oncocercosis.

Pero, antes de cantar victoria, los médicos se enfrentan a desafíos gigantescos. El antropólogo francés Jacques Lizot vivió entre los yanomami entre 1968 y 1992. Antes de ser acusado de esconder prácticas de pedofilia en la selva, fue consultor del Programa de Eliminación de la Oncocercosis en las Américas y emitió un informe en 2001 que pondría los pelos de punta a cualquier experto en salud pública.

Los yanomami, advertía, ni siquiera tienen una palabra para la enfermedad. Cuando un individuo aparecía con un bulto lleno de gusanos en su piel, detallaba Lizot, era motivo de vergüenza, aunque nadie supiera ofrecer una explicación del origen del bulto. Según el antropólogo, la situación cambiaba con otros síntomas de la oncocercosis, como el aspecto apergaminado de la piel. Para los yanomami, estas lesiones eran fruto de un ataque de un chamán armado con pociones mágicas, como el kramosi, una sustancia elaborada con escamas de una mariposa nocturna.

“Los yanomami asocian la ceguera con un espíritu del Sol y creen que sólo el chamán puede curarla”, añade el médico uruguayo Carlos Botto, que lucha en primera línea contra el parásito en el lado venezolano de la frontera. Pero Botto sabe bien que la magia no existe. Su equipo ha encontrado indios con “hasta 1.000 microfilarias por cada miligramo de piel”. Eran verdaderos nidos de gusanos. Botto y sus colegas se dedican a peinar la selva, en helicóptero o en canoa, en busca de grupos yanomami para suministrarles ivermectina.

Helicópteros del Ejército

El principal reto al que se enfrentan es que en esas zonas remotas de la selva “aún existen comunidades yanomami no identificadas por el sistema de salud”, según explica por teléfono desde Puerto Ayacucho, la última ciudad de Venezuela antes de llegar a la pura selva. Entre 1999 y 2012, los médicos han conseguido sacar a la luz a unos 6.000 indígenas en riesgo, pero los expertos creen que quedan más, desperdigados e invisibles en la selva.

Botto acaba de regresar de un viaje por el nacimiento del río Orinoco. Montado en un helicóptero del Ejército venezolano, el médico ha participado en una misión que ha llevado a las comunidades yanomami tratamiento contra la oncocercosis y otras enfermedades, como la malaria. “Siempre nos reciben bien, porque con nosotros trabajan agentes yanomami, que hablan su lengua y comparten su cultura. Ellos consiguen que nuestras medicinas sean aceptadas”, apunta. “Los médicos somos aceptados en una jerarquía similar a la de sus chamanes”.

El gusano está acorralado. En algunas comunidades de la selva antaño sumidas en el picor y la ceguera, la transmisión de la enfermedad se ha detenido. Ahora, adelanta Sauerbrey, se necesita un cambio de estrategia para asestar la puntilla al parásito. “Estamos sugiriendo a los gobiernos de Brasil y Venezuela que lleguen a un acuerdo binacional para que los médicos puedan actuar mejor en la frontera y compartir sus infraestructuras a uno y otro lado. La eliminación del gusano depende de la voluntad política de los dos países”, advierte el director del programa de lucha contra la oncocercosis en América. La única magia que de verdad existe en la selva es la línea imaginaria que impide que un médico dé un paso hacia una persona que está siendo devorada por un gusano.

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