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EN PRIMERA PERSONA

Mi vocación científica solo me ha hecho sufrir: dejo la investigación porque hay opciones más valiosas

Carmen M. Peinado.

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Tras cuatro años de grado, dos másteres, sucesivas becas de colaboración y de investigación, matrículas de honor, publicaciones en revistas indexadas, prácticas externas, cursos y ponencias, me han denegado por segunda vez la financiación que necesito para realizar la tesis doctoral. No voy a volver a intentarlo. No merece la pena una vida de producción científica agotadora, realizando la tesis sin remuneración, llamando a una puerta que no se abre. Cada vez que me deniegan un contrato predoctoral, los profesores me brindan una dosis de paciencia, señalando que tendré más opciones de obtenerla al curso siguiente, tras haber acumulado más méritos y experiencia. Pero mi tiempo, mi dinero y mis fuerzas se han agotado.

Mis amistades y la mayoría de compañeros de profesión me han animado a continuar, sabiendo lo que significaba la universidad para mí, mientras ellos poco a poco se bajaban de la carrera investigadora. Les veía disfrutar, mientras yo me martirizaba a diario para conseguir los mejores resultados. He considerado que podría aprovechar mucho mejor ya no el año escolar, sino mi carrera profesional, sin depositar de nuevo la esperanza en la siguiente convocatoria. He comenzado a buscar empleo.

Las becas de investigación que he tenido la suerte de obtener resultaban incompatibles con un contrato laboral en alta en la Seguridad Social, lo que me comprometía a depender económicamente de mi madre, a la vez que intentaba dar clases particulares para salir del apuro. La decisión de no ser una sierva de la universidad me ha llevado a poner algunas cosas bajo una nueva perspectiva: pocos meses antes de fallecer, mi abuelo materno me preguntó si ya había encontrado trabajo.

Mi primo, sólo un año mayor que yo, había conseguido hipotecarse en el pueblo, y en cambio él había dejado los estudios a los 16 años. La mayoría de jóvenes y adolescentes de La Mancha con los que me he criado han trabajado como agricultores o en el negocio familiar (desde temprana edad, de manera ilegal, sin cotización) para ganarse la paga. Mi primo podría haber estudiado como yo, pues no le faltaba inteligencia, pero tuvo otra forma menos pasiva que la mía de adaptarse a la realidad económica.

A mi abuelo le respondí que todavía me pagaban 400 euros al mes por continuar en la universidad, y al año siguiente, tal vez, me concederían el contrato predoctoral que tanto deseaba. Cuando le esclarecí las condiciones, me dijo que eso no iba a servirme para vivir en la ciudad. En aquel momento no le dí la razón debido a aquel capricho mío de seguir estudiando. Ahora, en cambio, sí.

Dicen que no pierdo nada por solicitar las becas otra vez. Pero pierdo mi tiempo, mis ganas y mi entusiasmo. Lo siento por mis profesores, que tanto han confiado en mí. No quería decepcionarlos, pero seguir luchando por ser doctoranda ha perdido el sentido

“Vocación” fue la palabra que dirimió mi ámbito de estudios tempranamente. Pero, al no poder continuar la investigación, siento que mis estudios realizados hasta ahora en Filosofía no habrán servido de mucho, no servirán al menos desde un punto de vista científico y académico, que era el único que a mí me interesaba. No obstante, no me arrepiento de haberlos cursado, pero debido a las circunstancias debo reconocer que la narrativa de perseguir la vocación sólo me ha hecho sufrir, exigiéndome una única opción de realización personal. Fríamente, debería haber optado por un camino más seguro, pero ya no hay vuelta atrás. Atendí a mi deseo y a la ambición de no quedarme en la superficialidad y ahora no sé qué me depara el futuro. Llegué a la ciudad llena de ilusiones. Haber encontrado tantas cortapisas en mi formación me ha arrebatado toda confianza en la academia. Es hora de apartarse, renunciar y dejar hueco a gente tan capaz como yo que aún mantenga el entusiasmo.

Después de tantos años de trabajo, y del empeño de mis queridos profesores por auparme, he decidido invertir mi juventud en otras opciones. Ahora que aún estoy a tiempo, puedo reconducir mi futuro laboral. Yo misma pensaba que nada merecía la pena si no podía culminar mis estudios; los prioricé frente a todo. Pese a que han sido los mejores años de mi vida, hay opciones valiosas más allá de la universidad.

Me dicen que no pierdo nada por solicitar las becas otra vez. Pero sí pierdo mi tiempo, mis ganas y mi entusiasmo. Lo siento tanto por mí como por mis profesores que tanto han confiado hasta el final en mi potencial. No quería decepcionarlos, pero continuar luchando por ser doctoranda ha perdido el sentido para mí. Hay asuntos más apremiantes y urgentes que esto. Bastante suerte he tenido llegando hasta aquí a pesar de la adversidad.

Echando la vista atrás, preferiría haber tomado esta decisión mucho antes, para no haber sufrido la presión por sacar siempre la mejor calificación. Sé que la mochila cultural con la que entré en la carrera estaba más vacía de contenido que la de muchos de mis compañeros, y eso pesó más durante los primeros años que mis ganas de aprender. Intenté que no penetrase en mi conciencia el clima constante de competición entre compañeros ansiosos por destacar sobre el resto, aun sabiendo que yo estaba siendo partícipe de ese diabólico juego.

Esperé recibir de la universidad esa alternativa de ascenso social, pero resulta que las y los jóvenes investigadores más estudiosos que no consiguen plaza se ven impelidos a adecuarse a un mundo laboral extraño y ajeno cuando ya han pasado de la treintena

Pero lo que más me hace sufrir es pensar que haya caído en saco roto todo el esfuerzo por mi parte en adquirir una completa comprensión sobre la disciplina que más he amado. Miro a mis compañeras y compañeros que se han visto obligados igualmente a dejar la investigación por no conseguir financiación. Nuestro talento ha quedado fuera por no poder afrontar los costes. Ojalá pronto aquellos que hemos devorado libros en la biblioteca hasta altas horas de la madrugada alcancemos los recursos que necesitamos para que nuestras ideas cobren vida, expresión y realidad.

Cuando miraba a mi madre dejándose la piel en el trabajo para que yo pudiera vivir en Madrid, sentía que el estudio no era un derecho, sino un capricho mío, pero tenía la esperanza de que algún día fuese recompensado. Esperé recibir de la universidad esa alternativa de ascenso social, pero resulta que las y los jóvenes investigadores más estudiosos que no consiguen plaza se ven impelidos a adecuarse a un mundo laboral extraño y ajeno cuando ya han pasado de la treintena.

He soñado mucho tiempo con hacer una bella tesis. Ahora soy consciente de que romantizar en exceso la dedicación al estudio presenta también sus riesgos. Ha dejado de sonar sugerente para mí ser profesora en la universidad. Los doctores que consiguen quedarse, cuando no cuentan con un respaldo endogámico en el interior, se enfrentan a contratos de Asociado o de Ayudante cuyo salario es insuficiente para afrontar los gastos y, en definitiva, son sueldos que no se distinguen mucho de aquellos trabajos que requieren mucho menos tiempo de dedicación al estudio.

Estos eran mis miedos, y he decidido que las ventajas de la universidad son a todas luces insuficientes. Los contratos de investigación ahora me parecen funcionar como una criba la cual impide el acceso a la ciencia a quienes han tenido pocos recursos para estudiar. Pero yo no tengo la necesidad de maniatarme, sino que puedo encontrar un puesto con mejor remuneración, menos riesgo y que, además, suponga un menor sacrificio individual. El mundo fuera de la academia me parece menos rígido y reglado. He mirado a otras generaciones y he aprendido de sus errores. Mi compromiso es no repetirlos.

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