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Cuando el entusiasmo lleva a las startups a caer desde más alto

El fracaso de las startups

Pablo G. Bejerano

Madrid —

El entusiasmo es uno de los ingredientes básicos a la hora de crear un nuevo negocio y por supuesto se ha convertido en una cualidad forzosa en la cultura startupstartup. Este término –más cautivador y marketiniano que ‘empresa’ o ‘nueva empresa’– se ha exportado desde Estados Unidos al mundo entero como sinónimo de una compañía que empieza su andadura y a la que se asocian propuestas innovadoras.

Con el tiempo, la etiqueta de ‘innovador’ se ha distendido y también lo ha hecho el tiempo, con lo que hay empresas que llevan ocho años en el mercado pero siguen llamándose a sí mismas startups. En el caso de Gowex, la compañía ha traspasado todos los límites temporales para ser una startup –lleva en funcionamiento desde 1999– pero el entusiasmo que desprendía está a tono con el exhibido por otros proyectos cuyo batacazo suele resultar directamente proporcional a las expectativas que habían levantado.

El fiasco de Gowex no se podría entender sin el falseamiento de las cuentas por parte de su consejero delegado, Jenaro García, pero el entusiasmo desenfrenado en los negocios, sobre todo los que tienen que ver con innovación (donde resulta tentador aplicar calificativos como “revolucionario”), conduce a una sobrevaloración de los proyectos. En este estado de cosas ya no se toman decisiones en base a las perspectivas reales sino a expectativas creadas artificialmente. Abundan las historias de inversiones millonarias en proyectos que nunca acabaron de despegar.

Pese al entusiasmo que pueda mostrar cara al público, el responsable de una startup nunca debe creerse su propio entusiasmo, pues está fabricado para hacer marketing y conseguir inversión, no para servir de factor en la toma de decisiones. Esta es una de las recetas que se aconsejan a los emprendedores en Silicon Valley. Algo que no debía conocer el fundador de Better Place, Shai Agassi, que llevó a la bancarrota a su empresa en cinco años después de haber obtenido una abultada financiación de 900 millones de dólares.

Promesas irreales

La historia de Better Place y Agassi es de esos fracasos que cuando estallan todo el mundo se pregunta cómo no se pudo prever. La startup, que pretendía fabricar un coche eléctrico asequible al gran público (en contraposición al modelo más exclusivo de Tesla Motors), había prometido que produciría 100.000 coches eléctricos al año, había firmado un acuerdo con Renault y tenía el respaldo de grandes entidades inversoras. Sin embargo, cuando se declaró en bancarrota apenas había vendido 1.500 vehículos.

Shai Agassi es un emprendedor israelí que a mediados de la década del 2000 alumbró un proyecto de futuro, capaz de revolucionar el consumo energético de los países. Por aquel entonces Tesla Motors ya ofrecía en el mercado un modelo de coche eléctrico deportivo cuyo precio arrancaba de los 100.000 dólares. La idea con la que Agassi constituyó Better Place fue la de facilitar el acceso de los vehículos eléctricos a la clase media, una proposición que caló hondo en la prensa del momento y también en los fondos de inversión.

El optimismo de Agassi, que veía el futuro de la Humanidad asociado a su producto, contagió a Israel Corp., el holding israelí de mayor tamaño, y a Morgan Stanley, entre otros, para obtener sucesivas rondas de financiación. La startup israelí se había constituido en 2008 y en 2010 consiguió 350 millones de dólares, lo que le daba una valoración de 1.250 millones.

Había llegado el acuerdo con Renault, que estaba deseoso por competir con la apuesta híbrida de Toyota. Better Place pondría el sistema eléctrico y el fabricante francés, el resto del vehículo. En medios de comunicación y en conferencias, Agassi repitió que sus coches inundarían el mercado en 2011 con 100.000 unidades. Para evitar cobrar un precio alto por los vehículos, el empresario pondría en marcha un modelo de negocio basado en la suscripción a una red de estaciones de carga eléctrica.

Empiezan las mentiras

En 2011, Agassi incluso aseguró públicamente, a la web especializada GigaOm, que se había vendido por adelantado la producción de dos años, algo que también comunicó a sus trabajadores. Sin embargo, lo único que había ocurrido es que 30.000 clientes ya habían elegido el color de su futuro coche, pero sin dejar ni un dólar de fianza a cambio (cuando Tesla aseguraba sus ventas con un depósito de 5.000 dólares). Estas y otras malas prácticas hicieron que la situación saltara por los aires cuando la startup fue consciente de que las estaciones de carga, que estaban presupuestadas cada una en medio millón de dólares, costaban dos millones como mínimo.

La caída fue meteórica. En enero de 2012 llegó el momento de vender coches y las cosas no fueron bien. El primer mes, solo 100 unidades vendidas, cuando por aquel entonces la compañía perdía medio millón de dólares al día. Para noviembre de 2012, solo se habían colocado 500 vehículos y se había forzado a Agassi a dimitir. Aun así, el rumbo era imposible de enderezar, el año 2012 se cerró con pérdidas de 386 millones de dólares y en mayo se declaró la bancarrota.

Otro de los fracasos recientes más sonados económicamente fue el de Pay by Touch, una propuesta innovadora iniciada en 2002, que permitiría a los consumidores pagar con su huella dactilar gracias a un sensor biométrico. Este adelanto a su tiempo cosechó unos años de bonanza en los que llegó a reunir 340 millones de dólares y contar con 800 empleados. El consejero delegado de la startup, John P. Rogers, fue acusado de una serie de cargos delictivos y esto acabó de hundir en 2008 una idea demasiado adelantada a su tiempo.

El hermano pequeño de Instagram

Es lo contrario que ocurrió con Color, una aplicación de fotografía para iPhone que en 2011 obtuvo una inversión de 41 millones de dólares. Unos meses antes, en octubre de 2010, se había creado Instagram, que estaba triunfando escandalosamente. Ya fuera porque los inversores pensaran que había hueco para otra aplicación en el mercado, ya fuera porque creyeran que la startup se podría vender a Apple con el tiempo, Color recibió una montaña de dinero para un proyecto de su clase (cuando Instagram fue comprada por Facebook por 1.000 millones de dólares, en las oficinas había menos de diez empleados trabajando).

Un año después de la inversión, Color tenía 30.000 usuarios únicos al día, mientras que los de Instagram se contaban por varios millones. A día de hoy sigue en marcha pero las aspiraciones iniciales tienen aún menos sentido del que tenían entonces. Es un ejemplo más de cómo una actitud entusiasta, a la que son propensas muchas compañías tecnológicas, puede convertirse en un arma de doble filo.

Imagen: StockMonkeys.com

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