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Entre el coronavirus y hambre: en Zimbabue, los más pobres no saben cómo sobrevivirán durante el confinamiento

Una mujer y sus hijos llevan mascarillas mientras caminan por una calle muy transitada en Harare (Zimbabwe), este 31 de marzo

Nyasha Chingono

Harare (Zimbaue) —

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Con el objetivo de cobrar su pensión mensual, Nelson Mahunde, de 70 años, camina por las calles desiertas del distrito comercial de Harare, la capital de Zimbabue, en dirección a una sucursal bancaria. Con una mano, agarra un documento que demuestra que tiene derecho a una pensión; con la otra, se aferra a su bastón.

Este hombre frágil se ha desplazado desde Murehwa, un pueblo situado a unos 100 kilómetros de Harare, con la intención de cobrar la exigua cantidad de dinero, equivalente a unos 10 euros. Para su consternación, el banco está cerrado. Suplica al guarda de seguridad que le permita retirar el dinero suficiente para poder comprar el billete de regreso a su pueblo en autobús, pero el cajero automático no tiene dinero. Mahunde se va con las manos vacías.

El hombre, de 70 años, no tenía ni idea de que unos días atrás las autoridades de Zimbabue habían pedido a los ciudadanos que permanecieran en sus casas durante 21 días para frenar la propagación del coronavirus. De momento, en el país se han confirmado ocho casos y una muerte, la del conocido periodista de televisión Zororo Makamba, que falleció la semana pasada.

“Nadie en mi pueblo me advirtió de que los bancos estarían cerrados. Ni siquiera sé qué hacer. Mi familia depende de ese dinero para sobrevivir. Si es cierto que todo permanecerá cerrado durante 21 días, entonces mi familia se morirá de hambre”, afirma Mahunde. “Serán los 21 días más largos de la historia. En casa no tenemos nada”, lamenta.

Mahunde ya se ve obligado a trabajar como zapatero para pagar los medicamentos que toma diariamente para la hipertensión. Su pensión no cubre el coste del tratamiento. “Esta pandemia no hace más que empeorar nuestra situación. Ya lo estábamos pasando muy mal y el hecho de tener que permanecer en casa durante tanto tiempo nos hundirá todavía más”, asegura mientras se aleja de la entidad bancaria.

Al otro lado de la calle, Joyce Meki, de 52 años, está sentada en su quiosco esperando la llegada de algún cliente. Pero no hay ninguno a la vista. La mayoría de los ciudadanos han decidido seguir a rajatabla la orden del Gobierno y se han quedado en casa.

“Mi prioridad es poder comer, por eso vine a trabajar. No tengo otra opción. Pensé que era mejor acudir a mi puesto, y que tal vez algunos clientes vendrían a comprar el periódico. Sin embargo, no hay nadie. Me arrepiento de haber venido”, reconoce.

Meki suele ganar unos cinco euros semanales; una cantidad que no cubre sus necesidades diarias. “Cuido de mis tres nietos, que dependen de mí. Ahora que están en casa, necesitarán más comida. Y va a suponer un mayor coste”, explica.

El fin de semana pasado, con vistas al largo confinamiento que comenzaba el lunes, los zimbabuenses acomodados abastecieron sus despensas de alimentos. En cambio, los pobres no pudieron hacerlo. Escasean alimentos básicos como la harina de mijo, y muchos temen no poder sobrevivir.

Un país al borde de la hambruna

El año pasado, Hilal Elver, el relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, ya advirtió de que Zimbabue estaba al borde de la “hambruna provocada por el hombre” y que esta hambruna podía afectar al 60% de la población.

En este sentido, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha advertido que casi ocho millones de zimbabuenses, aproximadamente la mitad de la población, sufrirán inseguridad alimentaria este año. La agencia ha afirmado que serán necesarios más de 100 millones de euros para ayudar a la población entre marzo y agosto.

“El PMA tiene la determinación de garantizar que se sigan cubriendo las urgentes necesidades alimentarias y nutricionales de casi cuatro millones de personas en Zimbabue que dependen de que se les proporcione ayuda”, indicó la portavoz de la agencia, Claire Nevil.

Peter Banda, de 62 años, habitante del barrio de Tynwald, al oeste de la ciudad, espera con impaciencia un autobús que le lleve a casa y agarra con fuerza una pequeña bolsa con la compra. Banda ha gastado todo lo que tenía en unos alimentos que le deberían durar tres semanas.

“Vine hasta el centro de la ciudad para ver si podía encontrar comida, no me puedo quedar en casa y ver cómo mis tres nietos se mueren de hambre. No puedo trabajar y tengo distintas enfermedades que me obligan a comer sano”, explica. “Soy consciente de que los alimentos que hay en esta bolsa no me van a durar hasta que termine el confinamiento, pero confío en que Dios nos ayude durante ese tiempo”.

El presidente de Zimbabue, Emmerson Mnangagwa, anunció un confinamiento de 21 días para todo el estado, con el objetivo de frenar la rápida propagación de una enfermedad que podría ser devastadora para un país que antes de la pandemia ya tenía dificultades para mantener unos centros sanitarios que pudieran atender a la población de una forma adecuada. Se han cerrado las fronteras, se han prohibido actos de más de 50 personas y se ha instado a la población a permanecer en casa.

El Gobierno afirma que el país será capaz de lidiar con la pandemia. Sin embargo, la semana pasado cientos de profesionales que trabajan en la sanidad pública hicieron huelga para denunciar que carecen del material de protección necesario. Los hospitales que no cuentan con material suficiente no son el único problema; ciudades como Harare no tienen agua corriente. A veces, las restricciones de agua pueden durar meses, incluso años, y lavarse las manos con frecuencia se convierte en un gesto imposible.

En el suburbio de Kuwadzana, los habitantes acuden en masa a los pozos comunitarios y no guardan la suficiente distancia los unos con los otros, lo que hace crecer el temor de que el virus se propague. Mantener las distancias sigue siendo un objetivo hoy por hoy difícil de alcanzar.

Los comerciantes se están aprovechando de la creciente demanda de desinfectante para las manos y los habitantes de estos barrios no se lo pueden permitir. “¿Cómo se espera que nos lavemos las manos con frecuencia si no tenemos agua corriente? No se logrará nada con un confinamiento de 21 días si nuestros grifos están secos”, lamenta Macdonald Moyo, de 19 años. “Este el problema que el Gobierno se olvidó de abordar cuando anunció el cierre de toda actividad”.

Traducido por Emma Reverter

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