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Inseguridad democrática: cuando lo legítimo choca con lo legal

Juan Luis Sánchez / Juan Luis Sánchez

El término inseguridad jurídica se usa mucho para explicarnos que la salida de la crisis debe ser continuista. Si cambian las reglas del juego, si se tocan demasiadas fibras sensibles del sistema, los inversores y la economía en general pueden huir o retraerse por miedo a la incertidumbre de la creación de nuevas normas. Hay que ser previsibles, se dice. Por tanto, y para garantizar la estabilidad, hay opciones que ni siquiera se nombran en la baraja de soluciones para el drama.

Usemos el concepto de seguridad jurídica para pensar en otro: seguridad democrática. Sería aquel por el que los ciudadanos sienten que su voluntad y el clima de opinión pública expresado de muchas formas (medios, redes, sondeos, lobbies...) determinan las decisiones políticas que se toman, o al menos el espíritu de éstas. Que sí, que con problemas, perversiones y desconexión. Pero bueno, ahí va.

¿Qué ocurre cuando esa seguridad democrática desaparece? ¿Qué ocurre cuando la gente siente que las decisiones nada tienen que ver con la democracia, que el sentir de la mayoría no cuenta, que el pacto común no se respeta? ¿Qué ocurre cuando hay inseguridad democrática? La primera consecuencia, claro, es la pasividad crónica. Esa ya la teníamos. Pero si el sentimiento crece, ocurre otra cosa. more

Ocurre que la ley ya no es siempre el argumento válido que cierra las conversaciones. Ocurre que empieza a disociarse lo que es legal de lo que es legítimo. Ocurre que hay gente que te dice: “¿Que esto que estoy haciendo no es legal? ¿Y qué? Es legítimo, porque es correcto moral y éticamente, y porque es necesario”.

Está pasando: buena parte de la sociedad simpatiza con personas que deciden saltarse la norma. Y así cientos de miles de personas se concentran durante una jornada de reflexión en muchas plazas de España. Y se concentran precisamente porque no es legal hacerlo, desafiando la ley, nada menos. Familias enteras, estudiantes, yayoflautas y profesionales liberales haciendo desobediencia civil. Y del 60% al 80% del CIS apoyan muchos de sus diagnósticos y métodos.

El sociólogo Joan Navarro nos explica que este fenómeno es un clásico de la historia política: “El espacio de lo que es legítimo se va ampliando por la presión ciudadana y, poco a poco, se va convirtiendo en legal lo que es legítimo desde el punto de vista ciudadano”. Lo legítimo acaba siendo legal. “Así ha funcionado siempre el progreso social”, añade Navarro. Sin embargo, reconoce que la crisis e Internet son dos “aceleradores” de este empuje que aleja lo legítimo de lo legal: “Lo que hace unos años no parecía intolerable, ahora sí. Ese cambio provoca también un cambio en los comportamientos sociales”.

Cuando la sensación popular empuja en una dirección y los poderes públicos en la contraria --y hay muchos ejemplos de esto durante el último año y medio-- se genera esa desconexión, esa inseguridad democrática.

Los movimientos sociales tradicionales se encuentran cómodos en el debate sobre la legitimidad, sobre la que sostienen muchas de sus acciones más controvertidas. En el último año, han asistido a una reconversión mental de mucha gente que, ahora sí, empatiza con ellos en ciertas formas de protesta en los márgenes de la desobediencia.

Guillermo Zapata lleva años participando en movimientos sociales y pensando sobre ellos. Según lo entiende él, “la definición de lo que es legítimo o no surge socialmente, no directamente de los reguladores”. En democracia la ley te dice lo que puedes hacer o lo que no, “pero no es un orden disciplinario sino un pacto, todos cedemos a cambio de algo. Si ese pacto se rompe y solo se aplica disciplina para hacer cumplir esa ley, pierde la legitimidad”.

En los últimos años, en los últimos meses, “lo que ha cambiado son los límites de lo que es tolerable”, dice Zapata coincidiendo con Navarro, aunque desde una aproximación diferente. “Si ves que están echando a gente vulnerable de sus casas”, gente que lleva años pagando esa casa y por culpa de una relación absolutamente desigual con el banco, “redefines ese marco de lo que es tolerable, y ahí la ley deja de ser el único elemento de juicio”.

Vale, pongamos por caso que en lugar de unirse para parar desahucios, un grupo de vecinos se une para detener a inmigrantes sin papeles por su cuenta y llevarles a comisaría. ¿Sería legal? No. ¿Sería legítimo? ¿Quién decide lo que es legítimo? ¿Si cada grupo social actúa por su cuenta al margen de la ley, con su propio sistema de valores y legitimidad, no tendremos un gravísimo problema de convivencia? Le echamos todas estas preguntas encima a Zapata y contesta que el problema es previo, constatando el peligro de que el Estado se desentienda del acuerdo con la sociedad: “Si la ley no es consensual, o deja de serlo, se genera un vacío, que efectivamente puede llenarse de muchas cosas diferentes, de tensiones de legitimidad diferentes. Y sí: ahí surge el conflicto político”. Y en esa situación de vacío de consenso, añade Zapata, “habrá que ver qué dinámica de poder arrastra más legitimidad”.

Hay entornos donde esta desconexión entre lo percibido como legal y lo aceptado socialmente está aún más naturalizada y no siempre por motivos puramente políticos. Por ejemplo: la difusión y descarga de contenidos sujetos a copyright en Internet. La política y la industria tienen claro que enlazar o descargar películas es y debe ser ilegal y de hecho se legisla para intentar que lo sea; mientras, miles de personas rompen esa norma diariamente y hasta se trata de una práctica social, aireada, compartida que forma parte de las conversaciones. Solo hay que echar un vistazo a Twitterun vistazo a Twitter.

Joan Navarro, que ha sido uno de los principales defensores de la Ley Sinde --fue director general de La Coalición de Creadores e Industrias de Contenidos-- reconoce que hay un vacío en el paradigma de consumo que se ha llenado con una lucha de legitimidades. “Ha sucedido una revolución tecnológica que está forzando el cambio de la industria cultural, que va muy por detrás de las posibilidades que le demanda el público. La forma de consumir ha cambiado y hay un desajuste en oferta y demanda. En ese marco, mientras se produce la adaptación, hay también una protección de la industria por parte de la ley”, según Navarro.

Volvamos al ejemplo de los desahucios, que si seguimos con el de la Ley Sinde este artículo no termina. Con ese “nuevo marco” en la cabeza, cientos de personas intentan impedir cada mes que familias que no pueden hacer frente al pago de su hipoteca sean expulsadas de sus casas con la deuda a cuestas. Aunque la ley diga que si no pagas, a la calle y a seguir pagando --porque es lo que firmaste-- para mucha gente eso ya no es lo que más importa.

Rafael Mayoral es uno de los abogados que asesora a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Él defiende que sí que hay un “argumentario jurídico” que absolvería a los desahuciados u ocupantes de sus supuestos delitos porque “el desalojo forzoso de personas en extrema necesidad” va “contra los derechos humanos y la legislación internacional”, y cita varias referencias de la misma. Pero la gente no se planta en esa puerta porque crea que es legal, ¿no?, le decimos. “No, lo hace porque cree que es justo”, responde.

Azucena, con sus tres hijos, su madre y su abuela, ocupó un piso vacío en el barrio madrileño de Manoteras en noviembre del año pasado. Allí entraron horas después de que les hubieran desahuciado de su casa en el portal de al lado, a pesar de que decenas de personas intentaron impedirlo. Azucena declaró ayer ante el juez por esa ocupación. Y de nuevo tuvo una concentración en la puerta para apoyarle y la sensación de que goza de la simpatía general y hasta mediática.

“No hay palabras para agradecer el apoyo de la gente. Me siento protegida, me da vida. Nunca te esperas que alguien que no te conoce te dé tanto”, nos dice desde su casa ocupada. Una familia noruega, que conoció su caso por televisión, anunció que aportaría 400 euros mensuales a la economía familiar de Azucena.

“Si el juez me quiere complicar la vida, me la va a complicar, más todavía”, reconoce a sus 30 años. Se le imputa un delito penal, el de usurpación, y reconoce que está “de los nervios. Lo llevo mal, la verdad”, nos cuenta. Luego se pone firme: “Yo sé que estoy haciendo algo que es ilegal, pero tengo la razón”.

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