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¿Puede la derecha cargarse el experimento?

Pablo Casado a su retirada del estrado tras su intervención en la sesión de investidura ante la mirada de Pedro Sánchez.

Carlos Elordi

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El actual reparto de fuerzas en el Parlamento permite contestar tajantemente “no” a la pregunta que encabeza estas líneas. Una moción de censura planteada por el PP para derribar a Pedro Sánchez solo triunfaría si alguno de los partidos que este lunes apoyaron al presidente, votándole o absteniéndose, cambiara de bando. O si el PdeCat decidiera apoyar la presidencia de Pablo Casado. Y tal como están las cosas, hoy y en un horizonte previsible, ninguna de las dos cosas parece posible. Esa constatación es la principal fuente de fuerza política de la coalición PSOE- UP. Lo que queda pendiente es saber si la actual presión sin límites de la derecha puede modificar ese dato si se mantiene durante mucho tiempo.

Son muy minoritarios los sectores del PP que, casi siempre impelidos por sus intereses electorales locales, sugieren públicamente que el partido debería volver a la senda de la moderación. Y seguramente esas posturas no van a crecer mucho. Casado parece controlar firmemente el partido, y no digamos su dirección, pues para algo hizo una limpia de potenciales rivales cuando se hizo con el poder del PP.

La eventual decisión de cambiar de “chip” sería por tanto suya y únicamente suya. Y su actitud de guerra sin cuartel contra la izquierda no tiene por qué modificarse a corto e incluso a medio plazo. Por algo tan sencillo como que el problema número uno del Partido Popular es el crecimiento hasta ahora imparable de Vox. No es de descartar que si el 10 de noviembre Ciudadanos no se hubiera hundido en las urnas, el partido de Abascal hubiera obtenido más escaños que el del PP.

En los despachos del número 13 de la madrileña calle de Génova, el fantasma de esa posibilidad debe seguir dejando en segundo lugar cualquier otra consideración. Y no porque haya elecciones a la vista. Sino porque los lemas políticos de Vox, a los que el PP se ha sumado sin dudas, dándoles mucha más fuerza, dominan hoy casi sin fisuras el ambiente de la derecha social. Las actitudes más radicales del conservadurismo español, la demagogia más extrema hacia los nacionalismos, y ahora también hacia los regionalismos, el rechazo sin concesiones a todo lo que suene a izquierdas y a movimientos sociales son hoy por hoy compartidos por la mayoría de votantes del PP y de Vox.

La investidura de Pedro Sánchez, y por tanto la derrota parlamentaria de la derecha, no ha hecho sino intensificar esas actitudes. Casado se jugaría ahora el cargo si quisiera hacerse el moderado. Los primeros que no se lo tolerarían serían los medios de comunicación y los muchos periodistas conocidos que llevan demasiado tiempo implicados en esa batalla contra la izquierda y los nacionalismos que recuerda situaciones históricas muchos peores que esta.

Vienen momentos duros, insoportables incluso, para la crónica política. El asalto a la sede madrileña del PSOE, el acoso al diputado turolense Tomás Guitarte y otros episodios de esa índole en los últimos días indican que la ultraderecha está dispuesta a golpear duro. Y no tiene por qué ceder en ese empeño. Santiago Abascal anunció su “lucha en la calle” desde la tribuna del Congreso y debe confiar que ese tipo de acción le sea tanto o más rentable políticamente que su actuación parlamentaria, que seguramente no llegará tan fácilmente a las aperturas de los telediarios.

Y tiene un motivo adicional: el de que esos golpes de mano, que esperemos que no pasen a mayores, son también una provocación al Gobierno, inevitablemente obligarán a este a reaccionar más pronto o más tarde. La conocida espiral de la acción y la reacción puede depararle más de un disgusto a Pedro Sánchez.

Si en este país hubiera una justicia imparcial y democrática cabría estar relativamente tranquilo ante esa inquietante perspectiva. Pero es sabido que hoy por hoy eso no existe del todo, que más de un juez podría ser muy benévolo con los ultraderechistas que fueran detenidos por acciones de ese tipo. Y, además, y eso es tanto o más grave, que el PP, mientras no cambie algo su actitud, va a mantenerse impertérrito ante esos eventuales desmanes, como ha hecho ante los que ya se han producido.

El gobierno no va a poder mirar hacia otro lado tal y como hizo, acertadamente, ante el intolerable espectáculo que la derecha le montó en las sesiones de investidura y que los medios reaccionarios llaman hipócritamente “bronca”. Tendrá que coger ese toro por los cuernos y de ahí pueden venir dificultades.

La derecha no tiene en estos momentos otra opción que hacerle la vida imposible al PSOE y a UP. Ya ha empezado golpeando en un punto muy sensible. Su rechazo a participar en cualquier posible acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial bloquea una de las tareas prioritarias del nuevo ejecutivo, la de la imperiosa renovación de los cuadros judiciales. Solo cabe esperar que los responsables del Gobierno en esa materia hubieran previsto ese bloqueo y que hayan trazado vías alternativas para abordar la citada reforma. Lo que está claro es que Pedro Sánchez no puede permitirse el lujo de un deterioro paulatino de su gestión desde un primer momento. Tiene que reaccionar aunque deje de ser simpático.

El Gobierno no puede confiar en que la presión de la derecha vaya perdiendo fuerza con el paso del tiempo. Y menos aún la de la ultraderecha. Porque si está claro que el que no haya un horizonte electoral le favorece, ese mismo dato da tiempo a sus rivales a seguir golpeando sin temor a que una parte de su electorado les pida moderación.

Por mucho que se empeñe la mayoría de los medios en descubrir fisuras en la coalición PSOE-UP, ese no es un problema que esté encima de la mesa. Ni debería estarlo hasta que se acerquen unas nuevas generales, o municipales y autonómicas y siempre que a Sánchez no se le suba demasiado su éxito en la cabeza.

Tampoco la economía va a ser una inquietud acuciante mientras no cambie sustancialmente el panorama internacional y la moderación del programa de reformas del gobierno en la materia contribuye también a ello. Las contenidas reacciones del poder empresarial, las nulas del bancario y la marcha habitual de la bolsa y de la prima de riesgo tras la investidura así parecen indicarlo.

El mayor problema, hoy por hoy, es la derecha. No porque tenga capacidad de arruinar directamente el experimento, que no la tiene. Sino porque, se quiera o no, su demagogia desaforada manda en el discurso público. Y cuando Sánchez avance en su diálogo con el independentismo catalán va a hacerlo aún más. Ante esa situación solo cabe una opción: la del contraataque, la de lanzarse a conquistar el espacio público. Eso no es fácil. Pero es prioritario.

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