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Sin cultura de la coalición central

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Andrés Ortega

Lo único que parece bastante claro para después de las próximas elecciones generales es que habrá un gobierno de coalición. Y no tenemos cultura de ello. Menos aún con la deriva presidencialista que en España y en muchos otros países europeos, han tomado los sistemas políticos.

La época de las mayorías absolutas o suficientes del bipartidismo ha quedado atrás en España en una situación de cuatro partidos, o ya incluso de cinco, a escala nacional. Tras unos años, está claro que los nuevos partidos Ciudadanos y Podemos, esenciales en cualquier coalición, ya no están dispuestos a apoyar desde fuera o desde programas de gobierno, sino que quieren estar dentro, disponer de cargos. Vox aún no porque debe confirmar su crecimiento y sabe que su participación directa en el Gobierno de España causaría rechazos dentro y fuera del país.

La cultura de la coalición es ajena al sistema democrático desde 1977-1978 en lo que al gobierno central se refiere. Sí se ha dado en Comunidades Autónomas, desde el País Vasco o Cataluña, o en otros gobiernos regionales, el último en Andalucía. En el Gobierno central, tanto PSOE como PP han solido preferir gobernar en solitario, incluso sin mayorías absolutas. Una excepción fue Felipe González cuando tras las elecciones de 1993 le ofreció a Jordi Pujol que Convergència i Unió (Miquel Roca era al candidato esencial para dar este paso) entrara en el nuevo gobierno a lo que el dirigente catalán se negó (uno de sus grandes errores). Pero, como decimos, no hay cultura de la coalición a escala estatal, algo que sí se da en buen número de países de nuestro entorno europeo. En Países Bajos, por ejemplo, uno de los más duchos en la materia, las elecciones no sirven tanto para elegir ejecutivo, sino para medir las fuerzas de cada partido y a partir de ahí negociar un gobierno de coalición.

En España, la coalición plantea, como poco, dos tipos de problemas. El primero es que la cultura política en este país lleva a plantear al ganador que la Administración Pública se “ocupa” antes que se “dirige”. En 2014 (Recomponer la democracia, RBA) calculamos con Agenda Pública que en España había, sin contar miles de concejales que no cobran en ayuntamientos pequeños, unos 125.000 cargos políticos y parapolíticos remunerados (frente a 29.000 en el Reino Unido, por ejemplo). A lo que a que hay que añadir el baile de funcionarios. Es verdad que en los últimos tiempos los cambios de gobierno producen menos remolinos administrativos: muchos subdirectores generales se quedan en su lugar, y para ser nombrado a una dirección general (salvo que se justifique) hay que tener la condición de funcionario. Pero sigue rigiendo el spoils system a todos los niveles, incluidos la plétora de empresas públicas que se han creado desde ayuntamientos y comunidades. Las coaliciones se han aplicado en coaliciones en Comunidades Autónomas y ayuntamientos. Pero nunca en el Gobierno central. Claro que lo racional sería avanzar hacia coaliciones y dejar atrás este reparto del botín de cargos, pues los partidos políticos no deberían ser agencias de colocación. En todo caso, tras las próximas elecciones, la formación del gobierno resultará más compleja por esto.

El segundo problema es el crecimiento del presidencialismo. Se da en casi todos los países, y también en España donde el jefe del Ejecutivo es, por algo, presidente del Gobierno -protegido por el sistema de moción de confianza constructiva-, y no un primer ministro. El refuerzo del presidencialismo se deriva también del propio proceso de integración europea (y de la propia gobernanza global). En la UE la institución central es el Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno, lo que refuerza a sus protagonistas en sus sistemas políticos nacionales (en detrimentos, entre otros, de los Ministerios de Asuntos Exteriores). Por otro lado, la creciente complejidad de los temas de la agenda política hace que se centralice en la Presidencia del Gobierno (incluso a la Vicepresidencia) la labor de árbitro entre ministerios y otros órganos y de toma de decisiones. Lo que lleva a plantear las dificultades de un gobierno de coalición con un sistema que es, de hecho, e incluso de derecho, crecientemente presidencialista. Requerirá mucho aprendizaje. Y quizás la coalición sirva para reducir el presidencialismo, a pesar de las tendencias apuntadas.

Dicho esto, aunque ninguno de los dirigentes quiere hablar demasiado de ello, es imposible prever el tipo de coalición que se plasmará. Digan lo que digan, o no digan, los protagonistas, dependerá de la aritmética parlamentaria que arrojen los resultados de las elecciones. Son varias las posibilidades y complejas serán las negociaciones ante la previsiblemente creciente fragmentación del parlamento. Pero esa coalición sería la oportunidad para estabilizar el baile de cargos políticos y que muchas instituciones lograran mayor autonomía.

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