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El efecto Trump

Una manifestante sostiene una pancarta con el lema "Sin justicia, no hay paz" durante una protesta por la muerte de George Floyd en Florida

María Ramírez

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Hace ahora 52 años que Bobby Kennedy fue asesinado durante un mitin de campaña en las primarias presidenciales demócratas que estaba a punto de ganar. Aquel 1968 tan violento en Estados Unidos que terminó con la elección de Richard Nixon a la Casa Blanca es uno de los espejos en los que se mira ahora la agitada realidad en ese país.

Unas semanas antes, la noche en que Martin Luther King fue asesinado, Kennedy dio uno de los discursos que más se estudia como ejemplo de retórica política eficaz. Kennedy estaba en Indianápolis y la policía le aconsejó suspender la aparición que tenía prevista en el barrio negro y pobre de la ciudad, al otro lado de las vías del tren. El aspirante acudió de todas formas y habló durante apenas cinco minutos. Muchos en el barrio se enteraron del asesinato del líder afroamericano por las palabras de Kennedy.

“Os podéis llenar de amargura, odio y deseo de venganza. Podemos ir en esa dirección como un país muy polarizado –negros entre negros, blancos entre blancos, llenos de odio los unos contra los otros–. O podemos hacer el esfuerzo, como hizo Martin Luther King, de entender y comprender, de sustituir esa violencia, esa mancha de sangre que se extiende por nuestra tierra, con el esfuerzo de comprender con compasión y amor”, dijo Kennedy, que hizo referencia a su propio dolor por el asesinato de su hermano y terminó con una apelación sencilla: “Os pido que volváis a casa, digáis una plegaria por la familia de Martin Luther King… y, lo más importante, digáis una plegaria por nuestro país, que todos amamos, una plegaria para la comprensión y la compasión de las que he hablado.”

Aquella noche hubo decenas de muertos y miles de heridos en disturbios en más de 100 ciudades en Estados Unidos, pero Indianápolis fue una de las pocas excepciones de paz.

Décadas después, Barack Obama, admirador de Bobby Kennedy, daría grandes discursos llamando a la unidad, la comprensión y la superación de la historia de racismo, discriminación y violencia que sigue marcando las relaciones entre negros y blancos. Entre la colección de discursos memorables de Obama está el de marzo de 2008, cuando competía en las primarias demócratas y se dirigió a la nación para hablar de raza con un nivel de matices y sofisticación que hoy parecen ajenos a la realidad política de Estados Unidos.

Reaccionaba entonces a la polémica sobre los mensajes “incendiarios” (palabra de Obama) del reverendo de su iglesia, Jeremiah Wright, contra los blancos. Obama decía que era parte de su vida igual que lo era su abuela blanca que confesaba su miedo al cruzarse con hombres negros en la calle y que soltaba estereotipos racistas. Con su habitual delicadeza y profundidad en los matices, Obama habló de la discriminación, de las cuentas pendientes, de los prejuicios y de las frustraciones también de la clase media blanca. Citó a William Faulkner: “El pasado no está muerto ni enterrado. De hecho, ni siquiera es pasado”.

Las pocas palabras que Donald Trump es capaz de pronunciar o tuitear, a menudo incoherentes, con faltas de ortografía y plagadas de falsedades, parecen ahora un universo paralelo respecto a estos dos líderes, pero también respecto a casi todos sus predecesores de ambos partidos. Su retórica sólo contribuye a sembrar más violencia y división entre los estadounidenses: ésa es la marca con la que Trump creció y con la que ganó las elecciones hace cuatro años.

Ahora bien, antes del asesinato de George Floyd, hay una larga lista de nombres de personas que han muerto en circunstancias muy parecidas. Y no sólo a manos de la policía.

Cada vez que veo un anuncio de Skittles, una especie de lacasitos, siento un escalofrío. Eso había ido a comprar Trayvon Martin a una tienda de la urbanización de su padre cuando un ciudadano armado de Florida se enfrentó a él porque le parecía “sospechoso” y lo asesinó a tiros mientras el joven de 17 años rogaba por su vida con los Skittles en el bolsillo como única arma. Esto pasó en febrero de 2012, cuando Obama ya llevaba casi cuatro años como presidente.

Una de las historias más crudas de aquellos años es la de Tamir Rice, un niño de 12 años que tenía una pistola de juguete cuando la policía de Cleveland, en Ohio, lo mató a tiros sin preguntar por una llamada de un vecino. Eso pasó en noviembre de 2014, dos años después de la reelección de Obama, con sus muchos discursos llenos de sustancia.

Las llamadas a la unidad y el ejemplo de los líderes íntegros no son suficientes. Ni siquiera los programas del gobierno, que también impulsó Obama, ni las reformas en algunos departamentos de policía que han apoyado gobernadores y alcaldes.

Hacen falta cambios profundos locales y nacionales, que en muchos casos dependen de las urnas, como defiende ahora Obama pese a la oposición de algunos activistas que creen más en las protestas que en los votos. En Estados Unidos, un país donde se elige en las urnas hasta al sheriff del condado y al supervisor de la escuela, votar puede suponer una gran diferencia a todos los niveles, pese a que la mayoría sigue sin hacerlo.

Pero un elemento clave es algo más profundo y complejo: el cambio de la cultura. Y eso, paradójicamente, es que lo puede impulsar, aunque sea de manera involuntaria, alguien tan extremo y torpe como Trump.

Si Trump no hubiera sido elegido, probablemente Harvey Weinstein seguiría al mando de su imperio, aprovechando su posición, como tantos poderosos, para violar e intimidar a las mujeres a su alrededor. La apuesta por la investigación de casos de acoso sexual empezó inspirada por los debates sobre las mujeres en la campaña presidencial de 2016 y #metoo tuvo especial repercusión por tener alguien como Trump como presidente. Si Hillary Clinton hoy fuera presidenta, algunas de esas historias no habrían tenido la misma acogida y Weinstein tal vez seguiría siendo un referente y un gran donante demócrata.

De igual forma, el debate sobre el racismo y la discriminación de negros e hispanos –el principal objetivo de Trump, en realidad, más que los afroamericanos– ha sucedido en estos cuatro años con una intensidad nunca vista hasta ahora. Estos días, mi buzón de correo electrónico está lleno de mensajes de universidades, tiendas de ropa y librerías que se unen a la denuncia del asesinato de Floyd y del racismo que sigue perviviendo en parte de la sociedad de Estados Unidos. Nunca había visto algo así y hay una larga lista de circunstancias igual de graves.

Es difícil ver la luz en medio de la pandemia, la desesperanza, la violencia y la explotación de los disturbios, pero tal vez este momento sea la antesala de algo mejor. El cambio de actitudes sigue necesitando de leyes, de reformas y de líderes políticos que construyan y no destruyan. Pero tal vez Trump haya sido el revulsivo que necesitaba una sociedad demasiado complaciente con las injusticias. Lo que ocurra después probablemente dependerá del martes 3 de noviembre.

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