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La insoportable levedad

Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso, en IFEMA.

Esther Palomera

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Pablo Casado pasa revista a los sanitarios por el 2 de Mayo; Ayuso reparte bocatas de calamares en Ifema; Teresa Ribera defiende que España está en la gama alta ante la pandemia porque otros han recomendado beber lejía; Abascal sostiene que el toque de queda a las once de la noche es una demostración de la fuerza arbitraria de Sánchez e Iglesias; Macarena Olona se pregunta si el Gobierno va a desistir de imponer en España el modelo chavista bolivariano…

Esto un no parar de la antología del disparate. A medida que descienden los muertos y los infectados, aumenta la insignificancia de algunos. A cada alta hospitalaria le sigue una palabra gruesa. A cada UCI despejada, un nuevo despropósito. A la angustia, el miedo, la incertidumbre y el temor a un futuro incierto, hay que sumar la insoportable levedad de la política.

Ahora el nuevo mantra es que hay que suspender el estado de alarma. Casado ha vuelto a caer en la misma trampa que cayó con la célebre foto de Colón a la que le arrastró Vox. Abascal propone y él acata. La ultraderecha marca la senda y él transita por ella, no vaya a ser que la altura de miras, la responsabilidad de país y la lealtad le resten votos. Cegado por las encuestas, por la presión de sus barones o por no dejar sola en la bagatela a Ayuso, el líder del PP se ha subido a un carro que ni él mismo sabe dónde le lleva, que es el de oponerse a una nueva prórroga del estado de alarma.

Una hora de conversación con Pedro Sánchez y si no ha quedado clara su alternativa es porque no la tiene o porque no existe otra forma de limitar la movilidad de los españoles en tiempos de pandemia salvo con el estado de alarma. Sus “apuntadores” le dicen que invoque la Ley General de Salud Pública de 2011 y si no, la de medidas especiales de salud pública de 1986. Pero ninguna de ellas sirve para aplicar un criterio técnico y homogéneo en todo el territorio durante la desescalada. Con la primera, la única autoridad competente serían las Comunidades Autónomas y estas no tienen potestad para suspender derechos fundamentales como el de movilidad internacional o entre regiones y mucho menos la libertad de empresa.

En política, lo que parece es. Y Casado lo que propone es que cada Autonomía haga lo que quiera, ordene la pandemia según convenga y anteponga la economía a la salud. Y esto lo defiende no sólo alguien que ha hecho de la fortaleza del Estado y la nación el eje de su discurso político, sino quien no hace tanto decía que “ante una pandemia de estas características prefiero que se peque por exceso porque es mejor prevenir que tener que curar”. Lo dijo, claro, no en apoyo a la decisión del Gobierno, sino a la petición en marzo del murciano Fernando López Miras al confinamiento total de su región.

Ahora anuncia que no votará el miércoles a favor de la prórroga del estado de alarma porque ésta no puede ser indefinida. Obvio que no puede serlo y que no está semejante planteamiento en mente del Gobierno. Ya quisiera Sánchez, como cualquier otro dirigente político, que mañana no existiera un solo contagio y que España hubiese vencido al virus. Por desgracia, no es así y no parece que haya fórmulas infalibles para que así sea, salvo que la tenga el PP y prefiera no compartirla.

El estado de alarma no parece un capricho, sino el único instrumento constitucional que da seguridad jurídica a la suspensión temporal, entre otros, del derecho a la movilidad y que está sujeto, además, al control democrático del Parlamento. Por algo cada prórroga que propone el Gobierno tiene que ser convalidada por el Congreso. Sánchez ha decidido que sea cada 15 días pese a que la Constitución no otorga límite alguno para las moratorias, una vez aprobado el primer decreto. De hecho, Zapatero en 2010 solicitó la prórroga por un mes ante el conflicto de los controladores aéreos.

Y aún así, el PP no votará a favor. Tampoco en contra porque hacerlo sería una irresponsabilidad que quedaría para siempre en el debe de su ya de por sí exigua hoja de servicios durante esta pandemia. Se quedará, seguro, en la abstención, que en democracia es una forma de decir no, pero sí, una especie de voto vergonzante difícil de justificar. Pero habrá con ello presionado al Gobierno y de paso logrado que sus presidentes regionales, como los independentistas, arranquen a Sánchez el compromiso de una “negociación bilateral” para las distintas fases de la desescalada y así ellos puedan atender las peticiones de los distintos sectores empresariales.

Y así andamos, con una derecha que ha abrazado con entusiasmo la causa de la bilateralidad y la España asimétrica de la que tantas veces renegó. Con todo, lo peor no es la contradicción, sino que la presión haya rebajado la concreción de los indicadores -salvo en el caso de las camas UCI y de hospitalización- que deben cumplir las provincias para saltar de una fase a otra. Ojalá no desandemos el camino hasta ahora andado y que la insoportable levedad no tenga consecuencias irreparables, más allá del retrato de una dirigencia política que pone por delante de cualquier otra cosa los votos que pueda arañar.

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